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– ¿Se lo expuso con tanta claridad?

– No, no. Pero era evidente la insinuación. Él se arriesgaría a tener un sello robado en su poder si estaba seguro de que había un comprador.

– ¿Y usted qué le dijo?

Benedict Corflu volvió a sonreír.

– Yo le sugerí que llamara a Bailey o a la Policía. Le advertí que no se comprometiera.

– Un consejo de ciudadano observante de la ley.

– Sin duda lo soy.

– ¿No tuvo más noticias de Jones?

– No. Pero vosotros ya lo sabéis. Disponéis de una lista con todas sus llamadas.

Leopold se puso de pie. El brazo escayolado otra vez le estaba doliendo, fastidiándole al no dejar de recordar su presencia.

– Quizá sea posible que tengamos más preguntas, Mr. Corflu.

– Mi puerta siempre está abierta.

Cuando regresaban por la carretera Garden Gate, les pareció que uno de los camiones de Corflu llevaba un buen rato siguiéndoles. Esto puso nervioso a Fletcher, quien sacó su revólver de servicio calibre 38 y lo mantuvo en su regazo hasta que el camión giró en la frontera estatal. Se trataba de un día de ésos…

Durante una semana no hubo ninguna novedad.

Leopold nunca se había enfrentado a un caso así, y cada día que pasaba, su total frustración iba en aumento. No había ningún rastro de la chica, ni del sello que faltaba. Tampoco tuvieron nueva información sobre El Diablo de Jersey. Oscar Bailey continuaba llamando cada día, y Jimmy Duke seguía viviendo solo, en espera del juicio.

Para Leopold estaba claro que Dexter Jones había sido asesinado por Bonnie Irish, o por Jimmy Duke, cuando les dijo que seguiría el consejo de Corflu y que iba a llamar a la Policía; pero lo evidente no siempre solucionaba un caso, y había otra posibilidad que daba vueltas por la cabeza de Leopold. Tenían sólo la versión de Corflu para conocer el contenido de aquella conversación telefónica. En efecto, quizá Jones obtuvo el sello hawaiano de dos centavos de Bonnie Irish y luego se lo envió a Corflu. Un hombre como aquél bien podía haberle matado antes que pagarle el precio del sello.

Así que Leopold continuó buscando una solución a los hechos, o a su carencia, mientras esperaba alguna oportunidad, que tarde o temprano siempre aparecía.

Esta coyuntura provino de la fuente más inesperada: Benedict Corflu le llamaba por teléfono desde su oficina de Paterson.

– Leopold, soy Corflu. ¿Me recuerda?

– Le recuerdo.

– Tengo algunas noticias que quizá puedan interesarle.

– No me diga.

– Se trata de una cierta señorita llamada Bonnie Irish. ¿Aún le están siguiendo la pista?

Leopold le indicó a Fletcher que cogiera la extensión telefónica.

– ¡Por supuesto que sí! ¿Dónde se encuentra?

– Se ha puesto en contacto con un amigo mío de Nueva York. Tiene algunos sellos para vender.

– ¡Me lo suponía! ¿Quizás el sello hawaiano de dos centavos?

– Ése en particular no fue mencionado; pero sí los otros que le fueron robados a Bailey. No hay duda de que es la chica que usted está buscando.

– ¿Dónde se encuentra ahora?

Corflu suspiró en el teléfono.

– Eso no se lo puedo decir. Pero pasado mañana ella se encontrará con mi amigo en Nueva York.

– ¿Él está dispuesto a cooperar con la Policía?

– Cuando le dije que mediaba un asesinato, pensó que eso era lo mejor. También quiere que yo esté allí, cuando se encuentre con la muchacha.

– Dígame usted dónde y cuándo -pidió Leopold, que por primera vez en unas semanas, se había olvidado por completo de su brazo roto.

Las oficinas de la «Royal Stamp Sales» se encontraban en pleno Manhattan, en una sombría calle al lado de la Sexta Avenida, detrás de unos escaparates atiborrados de sellos descoloridos de todo el mundo y probablemente sin ningún valor. Era un sitio al que ningún transeúnte le podría prestar atención, pero aquella mañana en particular, había bastante actividad. El amigo de Corflu, alegando padecer del corazón, aceptó ser reemplazado detrás del mostrador por Corflu, quien sin rastros de grasa, vestía inesperadamente una clásica camisa y corbata. También estaban en escena dos detectives de la ciudad de Nueva York, trabajando como empleados detrás del mostrador. Si hubiera que hacer algún arresto, ellos se encargarían de llevarlo a cabo.

Leopold había quedado relegado a un puesto de observación, en el vestíbulo de un hotel al otro lado de la calle, pero Fletcher desempeñaría un papel principal en la redada. Vestido como un cartero, con un gorro puntiagudo y una bolsa postal de cuero, entraría en la tienda de sellos inmediatamente después que la chica, obstruyéndole de esta forma la vía de escape.

– Me siento ridículo con este atuendo -se quejó Fletcher, parado junto a Leopold en el vestíbulo del miserable hotel.

– Pero podrás seguirla sin que ella se alarme. ¿Recuerdas lo que escribió Chesterton en una de sus historias policiales del Padre Brown?: «Por alguna razón, nadie repara en el cartero.» Se trata de una gran verdad, excepto cuando están de huelga -Con la mano sana, asió el brazo de Fletcher-. ¿No será aquélla?

Una muchacha de unos veinte años, que sin duda tenía un cuerpo de bailarina, pasaba por la acera de enfrente, examinando la numeración de las tiendas. Fletcher se arregló la gorra y salió por la puerta del vestíbulo. Al llegar a la entrada de la «Royal Stamp Sales», la muchacha se detuvo un momento, por lo visto para tomar ánimos, y luego entró. Fletcher se encontraba a unos cuantos pasos de ella.

Leopold aguardó con impaciencia, repasando con su mano derecha la maciza escayola. Debió haber pasado menos de un minuto, pero a él le parecieron cinco. Se maldijo por lo bajo, y después echó a andar. Había bastante tráfico en aquella noche, por lo que tardó un poco en cruzarla. No podía ver nada a través de los sucios escaparates de la tienda de sellos, pero en el mismo instante en que llegó allí, la puerta se abrió de golpe y la chica salió corriendo, con una pequeña pistola en su mano.

Al ver a Leopold quiso alzar el arma, pero éste la hizo volar de su mano con un golpe de escayola, sintiendo instantáneamente un terrible dolor en su brazo roto debido a la fuerza del impacto. El pánico se apoderó del rostro de la chica y giró sobre sí misma para salir corriendo, pero detrás de ella se encontraba ya Fletcher, con cartera y todo, y la inmovilizó con un fuerte abrazo de oso.

– Nos cogió por sorpresa, capitán -explicó Fletcher-. No me imaginé que pudiera ser tan hábil con la pistola.

Mientras recogía el arma del suelo, Leopold dijo entre gruñidos:

– ¿Miss Bonnie Irish, supongo?

Ella trató de librarse del abrazo de Fletcher y dijo con desprecio:

– ¡Váyase al infierno!

En el interior de la tienda, Benedict Corflu y los dos detectives de Nueva York, estaban clasificando la pequeña pila de sobres de papel cristal que ella había dejado sobre el mostrador.

– ¿Están todos? -preguntó Leopold.

– Todos, menos el de dos centavos hawaiano -respondió Corflu-. No se halla aquí.

Leopold lanzó un juramento y observó la pistola que tenía en su mano.

– Bien, tenemos a Bonnie Irish; pero eso es todo. Esta pistola es de calibre veintidós, y Dexter Jones fue asesinado con una del treinta y dos.

El caso volvió a estar otra vez en un callejón sin salida, sólo que esta vez parecía que nada iba a sacarlo de allí. Bonnie Irish negaba toda relación con el asesinato de Jones, y únicamente la podían retener por haber participado en el robo de la casa de Bailey. El sello hawaiano de dos centavos seguía sin aparecer, y Oscar Bailey continuaba exigiendo que lo recuperasen. Benedict Corflu volvió a su negocio de camiones, y por lo visto también a su sistema postal privado.