Tras ahorrar los pequeños billetes que sus hermanos mayores le daban cuando podían, abandonó el instituto al cumplir diecisiete años -a solo tres meses de obtener el título- a fin de trabajar para un modista británico joven y prometedor organizando los desfiles de cada temporada. Después de dedicar unos años a hacerse un nombre en el incipiente mundo de la moda londinense y estudiar francés por las noches, consiguió un trabajo de redactora en la revista Chic de París. Para entonces apenas tenía relación con su familia. Ellos no comprendían su estilo de vida ni sus ambiciones, mientras que a ella le avergonzaban la beatería anacrónica y la abrumadora falta de sofisticación de sus hermanos. El alejamiento fue total al poco tiempo de incorporarse a Chic, cuando, con veinticuatro años, Miriam Princhek se convirtió en Miranda Priestly, o sea, cuando cambió su nombre innegablemente étnico por uno más elegante. No tardó en sustituir su acento cockney por una dicción distinguida que cultivó con esmero, y antes de llegar a los treinta la transformación de palurda judía en burguesa laica ya era absoluta. A partir de ahí trepó rápida e implacablemente por la jerarquía del mundo de la moda.
Pasó tres años al timón del Runway francés antes de que Elias la trasladara al puesto número uno, el Runway de Estados Unidos, el último escalón. Se mudó con sus dos hijas y su marido (una estrella del rock que también deseaba salir de Londres y abrirse camino en América) a un ático de la Quinta Avenida con la calle Setenta y seis, y la revista Runway inició una nueva etapa: la era Priestly, que se acercaba a su sexto año el día que yo empecé a trabajar.
Por un golpe de suerte incomprensible yo llevaría más de un mes trabajando cuando Miranda regresara a Elias-Clark. Cada año comenzaba sus vacaciones una semana antes de Acción de Gracias y las prolongaba hasta después de Año Nuevo. Normalmente pasaba unas semanas en el piso que conservaba en Londres, pero alguien me contó que ese año había arrastrado a su marido e hijas hasta la hacienda que Óscar de la Renta tiene en la República Dominicana antes de pasar la Navidad y la Nochevieja en el Ritz de París. También me habían advertido de que, aunque Miranda estaba «de vacaciones», se hallaba localizable y trabajaba en todo momento, y eso mismo debían hacer todos los miembros de la plantilla. Por lo tanto, tenían que formarme y prepararme sin la presencia de su alteza. De ese modo Miranda no tendría que sufrir los errores que inevitablemente cometería mientras aprendía mi trabajo. La idea me gustó. Así pues, a las siete en punto de la mañana estampé mi firma en el registro y crucé por primera vez los torniquetes.
– ¡Déjalos pasmaos! -exclamó Eduardo antes de que las puertas del ascensor se cerraran.
Emily, con aspecto ojeroso y desaliñado, vestida con una camiseta ceñida pero arrugada y unos pantalones de color verde aceituna, me esperaba en la recepción sosteniendo una taza de Starbucks y hojeando el nuevo número de diciembre. Sus zapatos de tacón descansaban sobre la mesita del café y a través del algodón transparente de su camiseta se adivinaba un sujetador de encaje negro. La melena pelirroja que le caía alborotada por los hombros y el carmín ligeramente corrido a causa del café hacían pensar que había pasado las últimas setenta y dos horas en la cama.
– Bienvenida -refunfuñó mientras me hacía el primer repaso oficial si no contaba el del vigilante-. Me gustan tus botas.
El corazón me dio un vuelco. ¿Hablaba en serio? No podía deducirlo por el tono. Los puentes me dolían y tenía los dedos estrujados contra la punta pero, si una runwayer había alabado un artículo de mi indumentaria, el dolor merecía la pena.
Emily me miró un rato más antes de retirar las piernas de la mesa y suspirar con dramatismo.
– En fin, manos a la obra. Tienes mucha suerte de que ella no esté -dijo-. No es que no sea estupenda, porque no cabe duda de que lo es -añadió en lo que pronto yo identificaría y acabaría adoptando como el Giro Paranoico de Runway.
En cuanto algo negativo sobre Miranda escapaba de los labios de un empleado, por justificado que fuera, la paranoia de que Miranda pudiera descubrirlo se apoderaba de él y provocaba un cambio radical. Observar cómo mis colegas se esforzaban por rectificar la crítica que acababan de pronunciar terminaría por convertirse en uno de mis pasatiempos favoritos.
Emily pasó su tarjeta por el lector electrónico y, codo con codo, recorrimos en silencio los tortuosos pasillos hasta el centro de la planta, donde se hallaban la oficina y el despacho de Miranda. Abrió las puertas y arrojó el bolso y el abrigo sobre una mesa.
– Esta, lógicamente, es tu mesa. -Emily señaló una tabla de madera suave en forma de L situada justo enfrente de su mesa. Sobre ella descansaban un ordenador iMac turquesa, un teléfono y algunas bandejas, y en los cajones ya había bolígrafos, clips y libretas-. Te dejo la mayoría de mis cosas. Es más fácil que encargue el material nuevo para mí.
Emily acababa de ascender al puesto de primera ayudante dejándome así el de segunda ayudante. Allison ya había abandonado la oficina para ocupar su cargo en el departamento de belleza, donde sería la responsable de probar los maquillajes, las cremas hidratantes y los productos capilares que salieran al mercado y escribir sobre ellos. Yo ignoraba de qué modo su trabajo como ayudante de Miranda la había preparado para esa tarea, pero estaba impresionada. Las promesas eran ciertas: la gente que trabajaba para Miranda llegaba lejos.
El resto de los empleados empezaron a llegar en torno a las diez de la mañana, en total unos cincuenta. El departamento más numeroso era, naturalmente, el de moda, con casi treinta personas, incluidos los ayudantes de complementos. Los departamentos de reportajes, belleza y arte completaban el cuadro. Casi todo el mundo se detenía en el despacho de Miranda para charlar con Emily, enterarse de algún cotilleo sobre su jefa y echar una ojeada a la chica nueva. Esa primera mañana, conocí a docenas de personas. Todas ellas esbozaban sonrisas amplias y relucientes y parecían sinceramente contentas de conocerme.
Los hombres, ataviados con pantalones de cuero a modo de segunda piel y camisetas apretadas sobre bíceps hinchados y torsos perfectos, eran a todas luces homosexuales. El director de arte, un hombre maduro que lucía una cabellera de un rubio champán en proceso de extinción y tenía aspecto de haberse pasado la vida emulando a Elton John, apareció con unos mocasines de pelo de conejo y los ojos pintados. Nadie parpadeó. En el campus de la universidad había grupos gays y durante los últimos años algunos amigos míos habían salido del armario, pero ninguno presentaba ese aspecto. Tenía la sensación de estar rodeada de todo el equipo de Rent, aunque con mejor vestuario, claro.
Las mujeres, o mejor dicho las jovencitas, eran individualmente bellas. En conjunto quitaban el hipo. Aparentaban veinticinco años y pocas tenían más de treinta. Aunque casi todas lucían enormes brillantes en el dedo anular, costaba creer que alguna hubiera parido alguna vez o que incluso fuera a hacerlo. Pavoneándose airosamente sobre finos tacones de diez centímetros caminaban hasta mi escritorio para tender unas manos blanquísimas de dedos largos y cuidados y presentarse como «Nicole, la que trabaja para Hope», «Jocelyn, de moda» o «Stef, supervisora de complementos». Solo una, Shayna, medía menos de uno ochenta, pero era tan enclenque que parecía incapaz de soportar un centímetro más. Todas ellas pesaban menos de cincuenta kilos.