Me encontraba en mi silla giratoria tratando de recordar los nombres cuando entró la chica más bonita que había visto en mi vida. Llevaba un jersey de cachemir rosa que parecía hecho de nubes y por la espalda le caía una extraordinaria melena blanca y ondulada. Sus 185 centímetros de estatura transportaban el peso justo para mantenerla derecha, y sin embargo se movía con una elegancia de bailarina. Tenía unas mejillas lustrosas y el brillante de cuatro quilates de su sortija de compromiso emitía una luz cegadora. Supuse que me había pillado mirándolo porque me acercó la mano hasta la nariz.
– Lo he creado yo -declaró sonriendo en dirección a su mano antes de mirarme.
Me volví hacia Emily en busca de una pista sobre la identidad de la muchacha, pero estaba al teléfono. Supuse que la chica se refería al diseño de la sortija hasta que dijo:
– ¿No te encanta el color? Es una capa de Marshmallow y otra de Ballet Slipper. En realidad, la de Ballet Slipper se pone antes y después. Es el tono perfecto, pálido pero sin que parezca que te has pintado las uñas con White-Out. ¡Creo que a partir de ahora será el único que utilice!
Dicho esto, giró sobre sus talones y se marchó. Oh, sí, yo también me alegro de conocerte, dije para mis adentros a su espalda.
Me había divertido conocer a mis colegas. Eran simpáticos y, exceptuando al bicho raro de la laca de uñas, todos parecían deseosos de conocerme. Emily todavía no se había despegado de mí y aprovechaba cualquier ocasión para enseñarme algo. Me ponía al tanto de quién era realmente importante, a quién no había que cabrear y de quién valía la pena ser amiga porque ofrecía las mejores fiestas. Cuando le describí a la Chica Manicura, su rostro se iluminó.
– ¡Oh! -exclamó con una emoción que no había mostrado por el resto-. ¿No es fabulosa?
– Bueno… sí, parecía simpática. En realidad no llegamos a conversar, solo me enseñó su laca de uñas.
Emily sonrió con orgullo.
– Supongo que sabes quién es.
Me devané los sesos tratando de recordar si se parecía a alguna actriz, cantante o modelo. De modo que era famosa. Tal vez por eso no se había presentado, porque se suponía que yo debía reconocerla. Pero no la había reconocido.
– No; no lo sé. ¿Es famosa?
Emily me miró con una mezcla de incredulidad y desprecio.
– Pues sí -contestó subrayando el «sí» y afilando la mirada, como queriendo decir «ignorante del culo»-. Es Jessica Duchamps. -Aguardó. Aguardé. Nada-. Seguro que ya has caído, ¿a que sí?
Volví a devanarme los sesos tratando de relacionar con algo el nuevo dato, pero estaba segura de que nunca había oído hablar de esa chica. Además, empezaba a estar harta de tanta adivinanza.
– Emily, no la había visto en mi vida y su nombre no me suena. ¿Te importaría decirme quién es? -pregunté esforzándome por mantener la calma.
El caso es que me traía sin cuidado quién era, pero estaba claro que Emily no tiraría la toalla hasta que me hiciera parecer una completa idiota. Esta vez, su sonrisa fue condescendiente.
– Cómo no, solo tenías que pedirlo. Jessica Duchamps es, en fin, ¡es una Duchamps! Ya sabes, del restaurante francés más famoso de la ciudad. Pertenece a sus padres. ¿No es alucinante? Son increíblemente ricos.
– ¿No me digas? -repuse con fingido entusiasmo por haber conocido a la hija supermona de unos padres restauradores-. Es genial.
Atendí algunas llamadas con el obligado «Despacho de Miranda Priestly», si bien a Emily y a mí nos preocupaba que telefoneara la propia Miranda y yo no supiera qué hacer. El pánico cundió durante una llamada en que una mujer que no se identificó ladró algo incoherente con un fuerte acento británico y arrojé el auricular a Emily sin apretar el botón de llamada en espera.
– Es ella -susurré nerviosa-. Habla tú.
Emily me lanzó la primera de sus miradas especiales. Poco dada a disimular sus sentimientos, conseguía enarcar las cejas y dejar caer el mentón de una forma que expresaba desprecio y pena a partes iguales.
– ¿Miranda? Soy Emily -dijo al tiempo que una sonrisa iluminaba su rostro, como si la mujer pudiera verla a través del teléfono. Silencio. Frente arrugada-. Oh, Mimi, cuánto lo siento. La nueva chica ha pensado que eras Miranda. Sí, muy gracioso. ¡Aún no ha aprendido que cada acento británico no tiene que ser forzosamente el de nuestra jefa! -Me miró con sus finísimas cejas más enarcadas que nunca.
Charló un rato más mientras yo atendía la otra línea y anotaba mensajes para Emily, que luego devolvía cada llamada no sin antes comunicarme su orden de importancia, si es que la tenía, en la vida de Miranda. En torno al mediodía, justo cuando empezaba a notar las primeras punzadas de hambre, atendí una llamada y escuché un acento británico al otro lado de la línea.
– ¿Hola? ¿Eres tú, Allison? -preguntó una voz glacial pero regia-. Necesito una falda.
Cubrí el auricular con la mano y noté que los ojos se me salían de las órbitas.
– Emily, es ella, esta vez seguro que es ella -susurré agitando el auricular para llamar su atención-. ¡Quiere una falda!
Emily se volvió y al ver mi cara de pánico colgó rápidamente su teléfono sin un «Te llamaré más tarde» ni un «Adiós». Pulsó el botón para conectar con Miranda y esbozó otra amplia sonrisa.
– ¿Miranda? Soy Emily. ¿Qué puedo hacer por ti? -Clavó la punta del bolígrafo en la libreta y empezó a escribir como una loca con el entrecejo fruncido-. Cómo no. Por supuesto.
Y la conversación terminó con la misma rapidez con que había empezado. Miré impaciente a Emily, que puso los ojos en blanco al percatarse de mi impaciencia.
– Acaba de caerte tu primer trabajo. Miranda necesita una falda para mañana, además de otras cosas, así que hay que meterlas en un avión esta noche como muy tarde.
– Muy bien. ¿Qué clase de falda necesita? -pregunté, todavía bajo la fuerte impresión de que una falda viajara a la República Dominicana simplemente porque Miranda así lo quería.
– No lo ha dicho -murmuró Emily mientras levantaba el auricular-. Hola, Jocelyn, soy yo. Quiere una falda y tiene que estar en el vuelo de esta noche de la señora De la Renta, que se reunirá en la hacienda con Miranda. No tengo ni idea. No; no lo ha dicho. De veras que no lo sé. De acuerdo, gracias. -Se volvió hacia mí-. Las cosas se complican cuando Miranda no especifica. Está demasiado ocupada para preocuparse de nimiedades, así que no ha dicho qué tela, color, estilo o marca desea. Pero no importa. Conozco su talla y, naturalmente, conozco su gusto lo bastante para poder predecir qué quiere. Esa era Jocelyn, del departamento de moda. Se encargará de que traigan algunas faldas.
Me imaginé a Jerry Lewis presidiendo un telemaratón de faldas con un enorme marcador, redoble de tambores y voila!, Gucci y aplausos espontáneos.
No exactamente. «Traer» las faldas fue mi primera lección sobre la estupidez de Runway, aunque debo decir que la operación se llevó a cabo con eficiencia militar. El proceso era el siguiente. Emily y yo avisábamos a todas las ayudantes del departamento de moda, unas ocho en total, cada una de las cuales mantenía contacto con una lista concreta de diseñadores y tiendas. De inmediato telefoneaban a los relaciones públicas de las diversas casas de diseño y, en caso pertinente, de las tiendas más elegantes de Manhattan y les comunicaban que Miranda Priestly -sí, Miranda Priestly, y sí, para su uso personal- estaba buscando una prenda determinada. Minutos después cada director y ayudante de relaciones públicas de Michael Kors, Gucci, Prada, Versace, Fendi, Armani, Chanel, Barney's, Chloe, Soma Rykiel, Calvin Klein, Bergdorf, Roberto Cavalli y Saks enviaban (o, en algunos casos, llevaban en persona) todas las faldas que creían podían ser del gusto de Miranda Priestly. El proceso transcurría como un ballet coreografiado donde cada bailarín sabía exactamente dónde, cuándo y cómo dar su siguiente paso. Mientras tenía lugar esta actividad casi diaria, Emily me envió a recoger algunas cosas que debían viajar esa noche junto con la falda.