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Estuvimos envolviendo hasta las seis mientras Emily me contaba cómo funcionaban las cosas en Runway y yo intentaba asimilar ese extraño y excitante mundo. Me estaba describiendo cómo le gustaba a Miranda su café (con leche y dos terrones de azúcar sin refinar) cuando llegó una rubia jadeante con una cesta del tamaño de un cochecito de bebé. Se detuvo frente al umbral del despacho, como si temiera que la moqueta gris fuera a tornarse en arenas movedizas bajo sus Jimmy Choo si osaba cruzarlo.

– Hola, Em. He traído las faldas. Siento haber tardado tanto, pero es difícil encontrar a la gente en los días previos a Acción de Gracias. En fin, espero que encuentres alguna que le guste. -Bajó la vista hacia la cesta repleta de faldas.

Emily miró a la chica sin apenas ocultar su desdén.

– Déjalas sobre mi mesa y ya te devolveré las que no sirvan. Que imagino serán la mayoría, teniendo en cuenta tu gusto. -La última frase la pronunció en voz baja y solo yo pude oírla.

La rubia nos miró desconcertada. No era la estrella más brillante del cielo, pero parecía simpática. Me pregunté por qué Emily la detestaba tanto. Había tenido un día largo entre tantos recados y tantos nombres y caras que recordar, así que no me molesté en preguntárselo.

Emily colocó la cesta sobre la mesa y la contempló con las manos sobre las caderas. Desde mi posición en el suelo calculé que había unas veinticinco faldas en una variedad asombrosa de telas, colores y tamaños. ¿Era posible que Miranda no hubiera especificado qué quería? ¿Era posible que no se hubiera molestado en informar a Emily de si necesitaba la falda para una cena de etiqueta, un partido de dobles mixtos o como complemento del traje de baño? ¿La quería tejana o la prefería de gasa? ¿Cómo se suponía que debíamos adivinar sus deseos?

Estaba a punto de descubrirlo. Emily trasladó la cesta al despacho de Miranda y la dejó con cuidado y veneración a mi lado, sobre la lujosa moqueta. Tomó asiento y procedió a sacarlas una por una y a colocarlas alrededor de nosotros. Había un precioso pareo de ganchillo fucsia de Celine, una falda gris perla de Calvin Klein y una de ante negro con cuentas en torno al bajo del propio De la Renta. Había faldas rojas, de color crudo y morado, algunas de encaje y otras de cachemir, unas lo bastante largas para cubrir elegantemente los tobillos y otras tan cortas que parecían camisetas sin mangas. Levanté una de seda marrón divina que llegaba hasta media pantorrilla y me la llevé a la cintura, pero la tela solo me cubrió una pierna. La siguiente, una cascada de tul y gasa hasta el suelo, se habría sentido como en casa en una fiesta en el Charleston. Una de las faldas tejanas tenía el tejido gastado y venía con un gigantesco cinturón de cuero marrón. Había otra de tela plateada y crujiente sobre un forro también plateado pero más opaco. No daba crédito a mis ojos.

– Caray, parece que Miranda tiene obsesión por las faldas -comenté, porque no sabía qué otra cosa decir.

– No creas. En realidad Miranda tiene una ligera obsesión por los pañuelos. -Emily desvió la mirada, como si acabara de revelar que tenía herpes-. Es uno de esos detalles encantadores sobre Miranda que debes conocer.

– ¿No me digas? -pregunté tratando de parecer impresionada en lugar de horrorizada.

¿Obsesión por los pañuelos? Me gustan la ropa, los bolsos y los zapatos tanto como a cualquier otra chica, pero no llamaría «obsesión» a ninguna de esas cosas.

– Bueno, aunque ahora necesite una falda, los pañuelos son su auténtica pasión. Ya sabes, esos pañuelos que la caracterizan. -Me miró y probablemente mi rostro le comunicó que estaba del todo perdida-. Al menos te acordarás de cómo vestía cuando te hizo la entrevista, ¿no?

– Claro -me apresuré a mentir, presintiendo que no era una buena idea revelarle que no había podido recordar el nombre de Miranda durante la entrevista, de modo que no era tan extraño que ahora hubiera olvidado qué llevaba puesto aquel día-. Pero no estoy segura de que luciera un pañuelo.

– Miranda siempre, siempre lleva un pañuelo blanco de Hermés en su indumentaria y casi siempre alrededor del cuello, aunque a veces pide a su peluquero que le haga un moño con él o lo utiliza como cinturón. Es su distintivo. Todo el mundo sabe que Miranda Priestly lleva siempre un pañuelo blanco de Hermés. ¿No es genial?

Fue entonces cuando reparé en el pañuelo verde lima que Emily llevaba metido en las trabillas de los tejanos y que asomaba ligeramente por debajo de la camiseta.

– A veces le gusta mezclar y creo que esta es una de esas veces. De todas formas, estos idiotas de la moda no tienen ni idea de lo que ella quiere. Mira estas faldas. ¡Algunas son horrendas!

Levantó una preciosa de mucho vuelo, algo más elegante que las demás, con unas pequeñas pintas doradas sobre el fondo marrón.

– Es cierto -convine en lo que sería la primera de miles, si no millones, de veces en que, a partir de ese momento, estaría de acuerdo con Emily sencillamente para que cerrara el pico-. Es horrenda.

Era tan bonita que me dije que no me importaría lucirla en mi boda.

Emily siguió hablando de estampados y telas, y de las necesidades y deseos de Miranda, insertando de tanto en tanto un insulto mordaz hacia algún colega. Al final eligió tres faldas totalmente diferentes y las puso a un lado sin dejar de hablar, hablar y hablar. Yo trataba de escuchar, pero eran casi las siete y no sabía si estaba hambrienta, mareada o simplemente agotada. Creo que las tres cosas. Ni siquiera me percaté de que el ser humano más alto que había visto en mi vida acababa de entrar en el despacho.

– ¡Tú! -oí a mis espaldas-. ¡Levántate para que pueda verte!

Me volví hacia un hombre de más de dos metros de estatura, piel aceitunada y pelo negro, que me señalaba con el dedo. Tenía 115 kilos repartidos por su altísima estructura y estaba tan musculado que parecía que iba a romper la tela tejana de su… ¿mono? ¡Córcholis, vestía un mono! Sí, sí, un mono tejano con las perneras ceñidas, cinturón y mangas subidas, y encima una capa de piel. En realidad era una capa grande como una manta recogida en dos vueltas alrededor de su grueso cuello. Unas botas de combate negras del tamaño de una raqueta de tenis cubrían sus descomunales pies. Le eché unos treinta y cinco, aunque todo ese músculo, ese intenso bronceado y esa mandíbula decididamente cincelada tanto podían ocultar diez años como añadir cinco. El tipo agitaba las manos para instarme a que me levantara del suelo. Obedecí, incapaz de apartar la vista de él, y procedió a examinarme de arriba abajo.

– ¡Vaya, vaya, a quién tenemos aquí! -bramó tanto como le permitía su voz en falsete-. Eres mona, pero demasiado saludable. ¡Y esa ropa no te favorece nada!

– Me llamo Andrea. Soy la nueva ayudante de Miranda.

Sus ojos inspeccionaron mi cuerpo centímetro a centímetro. Emily contemplaba el espectáculo con expresión burlona. El silencio era insoportable.

– ¿Botas hasta la rodilla? ¿Con una falda hasta la rodilla? ¿Me tomas el pelo? Nena, por si no te has enterado, por si no has visto el enorme letrero negro de la puerta, esto es runway, la revista más moderna del planeta. ¡Del planeta! Pero no te preocupes, cariño, Nigel acabará muy pronto con esa pinta de rata de centro comercial de Jersey.

Colocó sus enormes manos sobre mis caderas y me hizo girar. Noté que me miraba las piernas y el trasero.

– Muy pronto, cielo, te lo prometo, porque eres buena materia prima. Piernas bonitas, pelo estupendo y ni una pizca de grasa. No soporto la grasa. Muy pronto, cielo.

Quería sentirme ofendida, apartarme de esas manos que me sujetaban la cadera, dedicar unos minutos a rumiar sobre el hecho de que un completo desconocido, y para colmo compañero de trabajo, acabara de obsequiarme con una descripción no solicitada y descaradamente franca de mi atuendo y mi figura, pero no podía. Me gustaban sus amables ojos verdes, que parecían reír en lugar de mofarse, pero sobre todo me gustaba el hecho de que me hubiera dado un aprobado. Era Nigel -nombre único, como Madonna o Prince-, la autoridad en moda que hasta yo reconocía de haberlo visto en la tele, en las revistas, en las páginas de sociedad, en todas partes, y había dicho que era mona. ¡Y que tenía unas piernas bonitas! Decidí olvidarme del comentario de la rata. El tipo me caía bien.