– ¿Les interesa saber qué comemos? -pregunté con la sensación de haber entrado en una escena de Sliver.
– No estoy segura. Solo sé que pueden saberlo. Y también se enteran si vas al gimnasio, porque tienes que utilizarla allí, y en el quiosco para comprar libros o revistas. Creo que les ayuda a organizarse.
¿Organizarse? Trabajaba para una empresa que definía la buena «organización» como saber qué planta visitaba cada empleado, si prefería sopa de cebolla o ensalada y cuántos minutos podía soportar en la máquina elíptica. Realmente era una chica muy afortunada.
Exhausta porque era la quinta mañana que me despertaba a las cinco y media, tardé otros cinco minutos en reunir la energía suficiente para quitarme el abrigo y sentarme a mi mesa. Pensé en descansar la cabeza un rato, pero Emily carraspeó. Sonoramente.
– ¿Quieres venir y ayudarme a envolver? -preguntó, aunque de hecho no era una pregunta-. Anda, envuelve esto. -Me acercó un montón de papel blanco y reanudó su tarea mientras Jewel perforaba los dos altavoces que había conectado a su iMac.
Cortar, colocar, doblar, pegar. Emily y yo trabajamos así durante toda la mañana. Solo nos deteníamos para llamar al centro de mensajería del edificio cada vez que terminábamos veinticinco cajas. Las retendrían allí hasta que, a mediados de diciembre, les diéramos luz verde para que las repartieran por todo Manhattan. Durante mis dos primeros días acabamos con las botellas que debían enviarse fuera de la ciudad y que actualmente aguardaban en el ropero a que DHL las recogiera. Todas debían mandarse con la máxima prioridad y llegar a sus respectivos destinos a la mañana siguiente. No entendía a qué venía tanta prisa, sobre todo porque todavía estábamos a finales de noviembre, pero ya había aprendido a no hacer preguntas. Enviaríamos por correo urgente unas ciento cincuenta botellas a todo el mundo. Las botellas Priestly llegarían a París, Carmes, Burdeos, Milán, Roma, Florencia, Barcelona, Ginebra, Brujas, Estocolmo, Amsterdam y Londres. ¡Docenas a Londres! Federal Express enviaría otras en avión a Pekín y Hong Kong, Ciudad del Cabo, Tel Aviv y Dubai (¡Dubai!). Brindarían por Miranda Priestly en Los Angeles, Honolulú, Nueva Orleans, Charleston, Houston, Bridgehampton y Nantucket. Y eso sin contar Nueva York, la ciudad donde residían todos los amigos, médicos, sirvientes, peluqueros, niñeras, maquilladores, psiquiatras, instructores de yoga, preparadores físicos privados y chóferes de Miranda. También vivía aquí casi toda la gente que trabajaba en la industria de la moda; diseñadores, modelos, actores, redactores, publicistas, relaciones públicas y estilistas recibirían su botella, acorde con su categoría, entregada con amor por un mensajero de Elias-Clark.
– ¿Cuánto crees que cuesta todo esto? -pregunté a Emily mientras cortaba lo que me parecía el millonésimo trozo de papel blanco.
– Ya te lo dije, encargué 25.000 dólares de alcohol.
– No, cuánto crees que cuesta en total. Me refiero al reparto de estas cajas por todo el mundo. Apuesto a que en algunos casos el envío es más caro que la propia botella, sobre todo si es para un don nadie.
Emily me miró con curiosidad. Era la primera vez que la veía mirarme sin aversión, exasperación o indiferencia.
– Veamos, si tenemos en cuenta que todos los envíos nacionales de Federal Express rondan los veinte dólares, y todos los internacionales cuestan en torno a los sesenta, eso representa 9.000 para Fed Ex. Creo que oí a alguien decir que los mensajeros cobraban once dólares por paquete, así que enviar 250 de esos subiría 2.750 dólares. Y si nosotras tardamos una semana entera en envolver las cajas, eso son dos semanas de nuestros salarios, lo que representa otros cuatro mil.
Fue ahí cuando me encogí por dentro, al comprender que la suma de nuestros sueldos de una semana constituía el gasto menor.
– Sí, eso suma un total de unos 16.000 dólares. Una locura, pero ¿qué otra cosa puede hacerse? Hablamos de Miranda Priestly.
En torno a la una Emily anunció que tenía hambre y que se iba a buscar algo de comer con algunas chicas de complementos. Supuse que subiría la comida, pues eso habíamos hecho durante toda la semana, de modo que esperé diez, quince, veinte minutos, pero no apareció. Desde el día de mi incorporación ni ella ni yo habíamos almorzado en el comedor por miedo a que Miranda llamara, pero eso era ridículo. Dieron las dos, las dos y media, las tres, y yo solo podía pensar en el hambre que tenía. Llamé al móvil de Emily, pero me salió el buzón de voz. ¿La había palmado en el comedor?, me pregunté. Tal vez se había atragantado con una hoja de lechuga o desplomado tras beber un zumo. Barajé la posibilidad de pedir a alguien que me trajera algo, pero me parecía demasiado arrogante decir a un completo desconocido que me subiera el almuerzo. Después de todo, se suponía que la encargada de llevar el almuerzo era yo. «Querida, soy demasiado importante para abandonar mi puesto envolviendo regalos, así que he pensado que tal vez podrías traerme un cruasán de pavo con brie. Fenomenal.» Yo no podía hacerlo. Por lo tanto, cuando dieron las cuatro, en vista de que Emily seguía sin aparecer y Miranda sin llamar, hice lo impensable: dejé solo el despacho.
Tras asomarme al pasillo y confirmar que Emily no estaba, corrí literalmente hasta la recepción y pulsé veinte veces el botón del ascensor. Sophy, la encantadora recepcionista oriental, enarcó las cejas y desvió la mirada, no sé si por mi impaciencia o porque sabía que el despacho de Miranda había quedado desatendido. No tenía tiempo de averiguarlo. El ascensor llegó y conseguí entrar a pesar de que un gracioso, flaco como un heroinómano, con el pelo erizado y unas Puma verde lima, apretaba el botón de «Cerrar puertas». Nadie se apartó para hacerme sitio aunque había espacio de sobra. En otras circunstancias eso me habría irritado, pero solo podía pensar en conseguir comida y regresar cuanto antes.
La entrada del comedor de cristal y granito estaba bloqueada por un grupo de ayudantes de moda en proceso de formación que no paraban de cuchichear y examinar a la gente que salía del ascensor. Amigos de los empleados de Elias, recordé que había dicho Emily de tales grupos, no ocultaban su emoción por estar en el centro del meollo. Lily me había suplicado que la invitara al comedor, pues habían escrito sobre él casi todos los periódicos y revistas de Manhattan tanto por la increíble selección y calidad de la comida como por su gente guapa, pero todavía no estaba preparada para eso. Además, debido al complejo horario de permanencia en la oficina que Emily y yo negociábamos cada día, todavía no había invertido más de dos minutos y medio en pedir y pagar mi comida, y dudaba que alguna vez lo hiciera.
Me abrí paso entre las chicas y noté que volvían la cabeza para comprobar si yo era alguien importante. Negativo. Zigzagueando prestamente pasé por delante de las hermosas hileras de cordero y ternera al Marsala de la sección de platos principales y, haciendo acopio de fuerza de voluntad, dejé atrás la pizza especial de tomates secos y queso de cabra (expuesta sobre una mesita apartada que la gente llamaba afectuosamente «Rincón de los Hidratos»). Más difícil resultaba rodear la piece de resistance de la sala, a saber, el Bufet de Ensaladas (también conocido simplemente como «Verduras»; los empleados decían: «Quedamos en las Verduras»), tan largo como la pista de aterrizaje de un aeropuerto y accesible desde cuatro puntos diferentes. No obstante, las masas me dejaron pasar cuando vociferé que no iba tras el último cubo de tofu.
Al fondo de la sala, justo detrás del puesto Panini, que en realidad parecía un puesto de maquillaje, estaba el solitario Puesto de las Sopas. Solitario porque el chef encargado de él era el único en todo el comedor que se negaba a preparar una sola de sus recetas baja en materia grasa, sin materia grasa, baja en sodio o baja en hidratos de carbono. Sencillamente se negaba. Por lo tanto, su mesa era la única de toda la sala que no tenía cola y yo iba cada día directa a ella. En vista de que yo era la única de la empresa que pedía sopa -y solo llevaba allí una semana-, los mandamases habían reducido la oferta a una única clase de sopa al día. Recé para que fuera de queso y tomate. En lugar de eso, el chef me sirvió una taza gigante de sopa de almejas Nueva Inglaterra mientras afirmaba con orgullo que la había elaborado con doble ración de crema de leche. Tres personas de Verduras se volvieron para mirarme. El único obstáculo que me quedaba por salvar era la multitud agolpada alrededor de la Mesa del Chef, donde un cocinero invitado, vestido de blanco, disponía grandes trozos de sashimi para sus admiradores. Leí el nombre de la placa prendida al almidonado cuello: Nobu Matsuhisa. Me dije que lo buscaría cuando llegara a la oficina en vista de que parecía ser la única empleada que no lo adoraba. ¿Qué resultaba más imperdonable, ignorar quién era el señor Matsuhisa o Miranda Priestly?