Cuando me llegó el turno, la menuda cajera miró primero la sopa y luego mis caderas. Ya me había acostumbrado a que me miraran de arriba abajo allí adonde iba, y habría jurado que lo hacía con la misma cara que si tuviera delante a una persona de doscientos kilos cargada con ocho Big Macs. Elevó la vista lo justo, como si preguntara «¿Realmente necesitas eso?», pero me sacudí la paranoia y me recordé que la mujer solo era una cajera, no una consejera de Vigilantes del Peso. Ni una redactora de moda.
– Poca gente pide sopa estos días -comentó con voz queda mientras pulsaba las teclas de la caja registradora.
– Supongo que a muy poca gente le gusta la sopa de almejas -farfullé pasando mi tarjeta y deseando que sus manos se movieran más aprisa.
La mujer dejó de teclear y me clavó una mirada afilada.
– Yo creo que es porque el chef se empeña en hacer sopas que engordan una barbaridad. ¿Tiene idea de cuántas calorías hay ahí dentro? ¿Tiene idea de lo que engorda esa tacita de sopa? Cualquiera pondría cinco kilos con solo mirarla. -Y tú no puedes permitirte poner cinco kilos, me dio a entender.
¡Uf! Por si no me había costado bastante convencerme de que tenía un peso normal para una estatura normal mientras recibía las miradas de desaprobación de las rubias altas y delgadas de Runway, ahora la cajera prácticamente me decía que estaba gorda. Le arrebaté la bolsa, me abrí paso a empujones entre la gente y fui directa al lavabo, convenientemente situado al lado del comedor, donde una podía purgar sus excesos. Aunque sabía que el espejo iba a revelarme lo mismo que me había revelado esa mañana, me volví para mirarlo cara a cara y me devolvió un rostro rabioso.
– ¿Qué demonios haces aquí? -exclamó Emily.
Me volví justo en el momento en que introducía la chaqueta de piel en el asa del bolso Gucci y se colocaba las gafas de sol en lo alto de la cabeza. Entonces comprendí que cuando Emily me había informado, tres horas y media antes, de que iba a buscar algo de comer, quería decir fuera. O sea, al restaurante. O sea, dejándome sola tres horas seguidas sin previo aviso, prácticamente atada a una línea telefónica sin posibilidades de comer ni de ir al lavabo. O sea, que nada de eso importaba porque, pese a todo, sabía que había hecho mal marchándome de la oficina y alguien de mi misma edad estaba a punto de echarme una bronca. Por fortuna, la puerta se abrió y apareció la directora de Coquette, que nos miró de arriba abajo mientras Emily me agarraba del brazo y ponía rumbo al ascensor. Permanecimos así, ella apretándome el brazo y yo con la sensación de haberme hecho pipí en la cama. Parecía una de esas escenas en que un secuestrador coloca a una mujer una pistola en la espalda a plena luz del día y la amenaza en voz baja mientras la lleva a su sala de torturas.
– ¿Cómo has podido hacerme esto? -susurró mientras me empujaba hacia la recepción de Runway y corríamos hasta nuestras respectivas mesas-. Como primera ayudante, soy responsable de lo que ocurre en nuestra oficina. Sé que eres nueva, pero te he dicho desde el primer día que no podemos dejar a Miranda desatendida.
– Miranda no está -observé con voz un tanto chillona.
– ¡Pero podría haber llamado cuando no estabas y nadie habría respondido al maldito teléfono! -exclamó, cerrando de un golpe la puerta de nuestra oficina-. Nuestra prioridad, nuestra única prioridad, es Miranda Priestly. Punto. Si no puedes asimilarlo, recuerda que hay millones de chicas que darían un ojo de la cara por tener tu empleo. Ahora comprueba tu buzón de voz. Si ha llamado, estamos acabadas. Estás acabada.
Quería introducirme en mi iMac y morirme. ¿Cómo era posible que hubiera metido la pata de ese modo en mi primera semana? Miranda aún no estaba en la oficina y ya le había fallado. Qué importaba que yo tuviera hambre, eso podía esperar. Había gente muy importante que se esforzaba por hacer que las cosas funcionaran, gente que dependía de mí, y yo les había fallado. Marqué mi buzón de voz.
«Hola, Andy, soy yo -Alex-. ¿Dónde estás? Es la primera vez que no contestas. Estoy deseando que llegue esta noche. El plan sigue en pie, ¿verdad? Iremos al restaurante que tú quieras. Llámame cuando recibas este mensaje, estaré en la sala de profesores a partir de las cuatro. Te quiero.» Me sentí culpable al instante, pues tras el desastre del almuerzo había decidido cambiar de planes. Mi primera semana había sido tan frenética que Alex y yo apenas nos habíamos visto, y esa noche habíamos quedado en salir a cenar los dos solos. No obstante, sabía que no tendría ninguna gracia que me durmiera sobre mi copa de vino y además, me apetecía pasar la noche sola y relajarme. Tenía que acordarme de llamarle para ver si podíamos aplazarlo hasta el día siguiente.
Emily estaba a mi lado porque ya había comprobado su buzón de voz. A juzgar por su cara relativamente serena, supuse que Miranda no le había dejado ninguna amenaza de muerte. Negué con la cabeza para indicarle que todavía no había recibido ningún mensaje de ella.
«Hola, Andrea, soy Cara. -La niñera de Miranda-. Miranda me llamó hace un rato. -Parada cardíaca-. Por lo visto había telefoneado a la oficina y nadie le había contestado. Supuse que algo ocurría ahí, así que le dije que había hablado contigo y con Emily apenas un minuto antes. De todos modos no tienes de qué preocuparte. Miranda quería que le enviarais al Ritz por fax el Women's Wear Daily y yo tenía un ejemplar aquí. Ya he confirmado que lo ha recibido, así que tranquila. Solo quería que lo supieras. Que pases un buen fin de semana. Ya hablaremos. Adiós.»
Salvada. Esa chica era una verdadera santa. Me costaba creer que solo hacía una semana que la conocía -y únicamente por teléfono-, porque creo que estaba enamorada de ella. Era opuesta a Emily en todos los aspectos: serena, estable y totalmente ajena a la moda. Reconocía los comportamientos absurdos de Miranda, pero no se los reprochaba; poseía esa habilidad rara y encantadora de reírse de sí misma y de todos los demás. Había encontrado una amiga.
– No; no es ella -mentí a Emily, aunque no del todo, y sonreí triunfalmente-. Nos hemos salvado.
– Te has salvado -me corrigió con firmeza-. Recuerda que estamos en esto juntas, pero que yo estoy al mando. Tengo derecho a que me cubras de vez en cuando si quiero salir a comer. Esto no volverá a ocurrir, ¿entendido?
Me tragué las ganas de soltar algo desagradable.
– Entendido -dije-. Entendido.
A las siete de la tarde ya habíamos terminado de envolver y entregar a los mensajeros el resto de las botellas, y Emily no había vuelto a mencionar el abandono de la oficina. A las ocho, por fin, me derrumbé en el interior de un taxi (solo por esta vez) y a las diez me hallaba despatarrada sobre la cama, todavía vestida. Aún no había cenado porque no soportaba la idea de salir en busca de comida y volver a perderme, como me había ocurrido las cuatroúltimas noches, en mi propio barrio. Llamé a Lily desde mi nuevo teléfono Bang and Olufsen para lamentarme.