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Pedí un Town Car para ir al concesionario, donde entregué una nota que había falsificado con la firma de Miranda y en la que ordenaba que me entregaran el coche. A nadie pareció importarle el hecho de que yo no tuviera parentesco alguno con esa mujer, de que una desconocida hubiera entrado en el concesionario y solicitado el Porsche de otra persona. Me lanzaron las llaves y se limitaron a sonreír cuando les pedí que me sacaran el automóvil del garaje porque no estaba segura de poder recular con un cambio manual. Había tardado media hora en recorrer diez manzanas y todavía no había deducido dónde o cómo debía girar para salir del centro de la ciudad y dirigirme a la plaza de aparcamiento de Miranda que la criada me había descrito. Las probabilidades de llegar a la Setenta y seis con la Quinta Avenida sin herir gravemente a una servidora, el coche, un ciclista, un peatón u otro vehículo eran prácticamente nulas, y esa nueva llamada de Miranda no contribuyó a calmar mis nervios.

Repetí la ronda de llamadas, pero esta vez la niñera contestó al segundo timbre.

– Cara, soy yo.

– Hola, ¿qué pasa? ¿Estás en la calle? Oigo mucho ruido.

– Sí, estoy en la calle. He tenido que recoger del concesionario el Porsche de Miranda. El único problema es que no sé manejar los cambios de marcha manuales. Para colmo, acaba de telefonearme para ordenarme que recoja a alguien llamado Madelaine y le deje en el apartamento. ¿Quién demonios es Madelaine y dónde puedo encontrarle?

Cara estuvo riendo algo así como diez minutos antes de responder:

– Madelaine es su cachorro bulldog francés y se encuentra en el veterinario porque acaban de quitarle los ovarios. Tenía que recogerla yo, pero Miranda me llamó y me ordenó que fuera a buscar a las gemelas al colegio para poder marcharse pronto a los Hamptons.

– ¿Bromeas? ¿Tengo que recoger a un puto perro con este Porsche? ¿Sin pegármela? Imposible.

– Está en el East Side Animal Hospital de la Cincuenta y dos, entre la Primera y la Segunda. Lo siento, Andy, pero tengo que ir a por las niñas. Llama si crees que puedo ayudarte en algo, ¿de acuerdo?

Maniobrar la bestia verde para alejarme del centro de la ciudad agotó mis últimas reservas de concentración. Para cuando hube alcanzado la Segunda Avenida, la tensión me había derretido el cuerpo. Era imposible que la situación pudiera empeorar, me dije mientras otro taxi se colocaba a un centímetro de mi parachoques trasero. Un solo rasguño en el coche me costaría el empleo, eso lo tenía claro, pero quizá también la vida. Como en pleno día no había un solo lugar donde aparcar -legal o ilegal-, telefoneé desde la calle al despacho del veterinario y pedí que me llevaran a Madelaine hasta el coche. Una mujer afable salió del edificio unos minutos después (el tiempo suficiente para atender otra llamada de Miranda, que esta vez quería preguntarme por qué no había regresado aún a la oficina) con un cachorro lloroso en los brazos. Me enseñó la barriga llena de puntos y me dijo que condujera con mucho, mucho cuidado porque la perra estaba «experimentando cierto malestar». Señora, conduciré con mucho, mucho cuidado únicamente para conservar el empleo y, probablemente, la vida; si la perra se beneficia de ello, tanto mejor.

Con Madelaine hecha un ovillo en el asiento del copiloto, encendí otro cigarrillo y me froté los helados pies para que los dedos reanudaran la tarea de agarrarse al embrague y el freno. «Embrague, gas, cambio, suelta embrague», tarareé para no prestar atención a los lamentos de la perra cada vez que aceleraba. Alternaba los gemidos con los lloros y bufidos. Para cuando llegamos al edificio de Miranda, la perra estaba casi histérica. Traté de consolarla, pero percibía mi hipocresía y, además, no me quedaba una sola mano libre para ofrecerle una palmadita o una caricia tranquilizadora. De modo que eso era lo que había conseguido después de cuatro años esquematizando y desentrañando libros, obras de teatro, relatos y poemas: la oportunidad de consolar a un diminuto bulldog con pinta de murciélago mientras procuraba no destrozar el coche caro, carísimo, de otra persona. Fantástico. Lo que siempre había soñado.

Logré dejar el vehículo y el perro con el conserje de Miranda sin más incidentes, pero las manos todavía me temblaban cuando subí al Town Car que me había estado siguiendo por toda la ciudad.

– Al edificio Elias-Clark -dije con un suspiro mientras el conductor doblaba la esquina y ponía rumbo al sur por Park Avenue. Puesto que hacía esa ruta cada día -algunos dos veces-, sabía que disponía exactamente de seis minutos para respirar, tranquilizarme y tal vez incluso concebir la forma de ocultar las manchas de ceniza y sudor que habían pasado a ser un rasgo permanente de mis Gucci de ante. Los zapatos… en fin, los zapatos no tenían remedio, por lo menos mientras no los reparara la flota de zapateros Runway contratada para tales eventualidades. El trayecto duró, de hecho, cuatro minutos y medio, y luego no me quedó más remedio que cojear como una jirafa desequilibrada entre un zapato plano y un zapato con un tacón de diez centímetros. Una breve parada en el ropero me proporcionó unas Jimmy Choo hasta la rodilla de color castaño que quedaban de miedo con la falda de cuero que seleccioné antes de arrojar el pantalón de ante a la pila de «Limpieza de alta costura» (donde el precio de la limpieza en seco era como mínimo de setenta y cinco dólares por artículo). Ya solo me quedaba visitar el departamento de belleza, donde una de las redactoras echó un vistazo a mi maquillaje, que se me había corrido por el sudor, y sacó un maletín lleno de reparadores.

No está mal, pensé mientras me miraba en uno de los omnipresentes espejos de cuerpo entero. Nadie habría dicho que unos minutos antes había estado a punto de acabar con mi vida y la de cuantos me rodeaban. Entré con paso firme en la oficina de las ayudantes situada fuera del despacho de Miranda y me senté en silencio, con la esperanza de disfrutar de unos minutos de tranquilidad antes de que regresara del almuerzo.

– An-dre-aaa -exclamó Miranda desde su despacho sobrio y deliberadamente frío-. ¿Dónde están el coche y la perrita?

Salté de la silla, corrí por la lujosa moqueta tan deprisa como me lo permitían los tacones de doce centímetros que calzaba y me detuve frente a su mesa.

– He dejado el coche con el encargado del aparcamiento y a Madelaine con el conserje, Miranda -contesté, orgullosa de haber hecho ambas cosas sin haberme cargado el vehículo, el perro o a una servidora.

– ¿Y por qué has hecho eso? -gruñó mientras levantaba la vista del número de Women's Wear Daily por primera vez desde que había entrado-. Te dije claramente que los trajeras al despacho, puesto que las niñas llegarán de un momento a otro para que podamos irnos.

– Pensé que habías dicho que los querías en.,.

– Basta. Los detalles de tu incompetencia no me interesan. Ve a buscar el coche y la perrita. Estaremos listos para marcharnos dentro de quince minutos. ¿Entendido?

¿Quince minutos? Esa mujer alucinaba. Necesitaba como mínimo un par de minutos para bajar a la calle y subir a un Town Car, otros cuatro para llegar a su edificio y unas tres horas para encontrar a la perrita en su apartamento de dieciocho habitaciones, sacar el inquieto descapotable del aparcamiento y recorrer las veinte manzanas que lo separaban de la oficina.

– Por supuesto, Miranda, quince minutos.