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– Hola, Andy, cada vez que te veo estás más guapa -dijo con su típico acento texano-. ¿Qué os dan de comer en Runway?

Sentí deseos de meterle una pelota de tenis en la boca para que cerrara el pico, pero me sonrió y me acerqué a darle un abrazo. Era cierto que hablaba como un paleto y sonreía en exceso, pero se esforzaba por ser amable y era evidente que adoraba a mi hermana. Me juré que procuraría no hacer muecas de dolor cuando hablara.

– Runway no es un lugar donde se preocupen demasiado por la comida. Tienen más afición por el agua. Tú también tienes muy buen aspecto, Kyle. Espero que mantengas a mi hermana ocupada en esa mísera ciudad.

– Andy, cariño, deberías venir a casa. Organiza unas pequeñas vacaciones con Alex. Houston no está tan mal, ya lo verás.

Kyle me sonrió y sonrió a Jill, que sonrió a su vez y le pasó una mano por la mejilla. Estaban asquerosamente enamorados.

– Tiene razón, Andy. Houston es un lugar con mucha vida cultural y un montón de cosas que hacer. Nos gustaría que nos visitaras alguna vez. No es justo que solo nos veamos en esta casa. -Jill abarcó con un movimiento del brazo la sala de estar de mis padres-. Si puedes soportar Avon, soportarás Houston.

– ¡Andy, ya estás aquí! ¡Jay, la futura triunfadora de Nueva York está en casa! -exclamó mi madre al salir de la cocina y doblar la esquina-. Ven a saludarla. Pensaba que llamarías cuando llegaras a la estación.

– La señora Myers fue recoger a Erika, que viajaba en el mismo tren, y se ofreció a acompañarme. ¿Cuándo comemos? Estoy hambrienta.

– Ahora mismo. ¿Quieres lavarte? Podemos esperar. Estás un poco desaliñada por el viaje. No pasa nada si…

– ¡Mamá!

Le clavé una mirada de advertencia.

– ¡Andy, estás radiante! Ven a dar un abrazo a tu viejo. -Mi padre, alto y todavía atractivo a sus cincuenta y pocos años, sonrió desde el pasillo. Detrás de la espalda llevaba una caja de Scrabble que de vez en cuando asomaba por un costado de la pierna para dejármela ver. Esperó a que todo el mundo desviara la mirada antes de señalar el juego y decirme-: Te daré una paliza, estás avisada.

Sonreí y asentí con la cabeza. En contra de lo que esperaba, me di cuenta de que deseaba pasar las siguientes cuarenta y ocho horas con mi familia mucho más de lo que lo había deseado desde que me marché de casa cuatro años atrás. Acción de Gracias era mi fiesta predilecta y este año iba a apreciarla más que nunca.

Nos reunimos en el comedor y atacamos el enorme menú que mi madre había encargado, su tradicional versión judía del banquete de la víspera de Acción de Gracias. Bollitos, lox, queso cremoso, pescado blanco y latkes, todo dispuesto por profesionales en bandejas de usar y tirar a la espera de ser trasladado a platos de papel y consumido con tenedores y cuchillos de plástico. Mi madre sonreía con orgullo mientras nos servíamos, como si se hubiera pasado una semana entera cocinando para alimentar a su prole.

Les hablé de mi nuevo empleo y me esforcé por describir un trabajo que ni yo misma comprendía aún del todo. Por un breve instante me pregunté si no sonaba ridículo lo de las faldas, lo de las horas que me había pasado envolviendo y enviando regalos, y lo de la tarjeta de identificación electrónica que permitía seguir la pista de todo lo que hacías. Era difícil expresar con palabras el carácter urgente que había tenido cada una de esas cosas en su momento, el hecho de que cuando estaba en la oficina mi empleo parecía necesario, incluso importante. Hablé por los codos, si bien no sabía cómo explicar ese mundo que estaba a solo una hora de Avon pero se hallaba, en realidad, en otro sistema solar. Todos asentían, sonreían y hacían preguntas con fingido interés, pero yo sabía que el tema era demasiado ajeno, demasiado extravagante y diferente para que pudiera comprenderlo gente que -como yo hasta hacía una semana- nunca había oído el nombre de Miranda Priestly. Yo tampoco lo entendía muy bien; mi entorno de trabajo se me antojaba a veces excesivamente teatral y hasta un poco dictatorial, pero era estimulante. Y genial. Era, sin lugar a dudas, un lugar genial en el que trabajar. ¿A que sí?

– ¿Crees que te conformarás con un año, Andy? Tal vez te apetezca quedarte más tiempo -dijo mamá mientras untaba crema de queso en su bollito.

Al firmar el contrato con Elias-Clark había aceptado permanecer con Miranda un año si no me despedían antes, algo que, en esos momentos, parecía bastante probable. Si desempeñaba mis funciones con clase, entusiasmo y cierto grado de competencia -esta parte no estaba escrita, pero así lo habían insinuado algunos miembros de recursos humanos, además de Emily y Allison-, estaría en condiciones de elegir el trabajo que deseaba realizar a continuación. Se esperaba, naturalmente, que dicho trabajo fuera en Runway o, como mínimo, en Elias-Clark, pero podía pedir lo que quisiera, desde escribir críticas de libros en el departamento de crónicas hasta hacer de enlace entre las celebridades de Hollywood y Runway. De las últimas diez ayudantes que habían conseguido completar un año en el despacho de Miranda, todas habían elegido el departamento de moda de Runway o de otra revista de Elias-Clark. Un año en el despacho de Miranda se consideraba la forma idónea de ahorrarse de tres a cinco años de afrenta como ayudante y de pasar directamente a trabajos de peso en lugares prestigiosos.

– Desde luego. Hasta ahora todo el mundo me ha caído muy bien. Emily parece que se entrega demasiado, pero aparte de eso lo demás es estupendo. No sé, cuando oigo a Lily hablar de sus exámenes o a Alex de los problemas que plantea su trabajo, pienso que he tenido mucha suerte. ¿Quién más dispone de un chófer que le pasee en coche el primer día de trabajo? Es una pasada. Sí, presiento que será un gran año y estoy deseando que regrese Miranda. Creo que estoy preparada.

Jill puso los ojos en blanco y me lanzó una mirada que daba a entender: «Corta el rollo, Andy, todos sabemos que probablemente trabajas para una bruja psicópata rodeada de niñas anoréxicas y que intentas darnos una imagen idílica porque te preocupa no saber qué haces ahí». En lugar de eso dijo:

– Es magnífico, Andy, de veras. Una oportunidad fantástica.

Jill era la única de la mesa que podía entenderlo porque, antes de mudarse al tercer mundo, había trabajado un año en un pequeño museo privado de París y desarrollado su interés por la alta costura. La suya era una afición artística y estética más que consumista, pero el caso es que mantenía cierto contacto con el mundo de la moda.

– Nosotros también tenemos buenas noticias -prosiguió Jill buscando las manos de Kyle, sentado al otro lado de la mesa.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó mi madre dando un brinco como si alguien le hubiera retirado al fin la pesa de cien kilos que había descansado sobre sus hombros durante las dos últimas décadas-. Ya era hora.

– ¡Felicidades! Debo deciros que vuestra madre estaba muy preocupada. Ya no sois unos recién casados y empezábamos a preguntarnos… -Papá enarcó las cejas desde el otro extremo de la mesa.

– Es genial, muchachos. Ya era hora de que me hicierais tía. ¿Cuánto falta?

Kyle y Jill nos miraron con cara de pasmo y por un instante temí que hubiéramos metido la pata, que la «buena» noticia fuera que se estaban construyendo una casa más grande en ese pantano en el que vivían, o que Kyle había decidido al fin dejar el bufete de su padre y abrir con mi hermana la galería con la que ella siempre había soñado. Tal vez nos hubiéramos precipitado llevados por el ansia de escuchar que había una sobrina o un nieto en camino. Últimamente mis padres no hacían otra cosa que dar vueltas a las posibles razones por las que mi hermana y Kyle -ambos en la treintena y con cuatro años de matrimonio a la espalda- todavía no se habían reproducido. En los últimos seis meses el tema había pasado de la categoría de obsesión a la de crisis familiar.