Mi hermana parecía preocupada y Kyle frunció el entrecejo. Temí que mis padres fueran a desmayarse a causa del largo silencio. La tensión era palpable.
Jill se levantó, caminó hasta Kyle y se desplomó en su regazo. Le rodeó el cuello con un brazo y le susurró algo al oído. Miré a mi madre, que estaba a diez segundos de perder el conocimiento. La angustia había convertido las pequeñas arrugas de sus ojos en trincheras.
Por fin, por fin, Jill y Kyle soltaron una risita, se volvieron hacia la mesa y anunciaron al unísono:
– Vamos a tener un hijo.
Y se hizo la luz. Y hubo chillidos. Y abrazos. Y mi madre se levantó de la silla con tanto entusiasmo que la derribó, provocando que volcara el cactus situado junto a la puerta corredera de cristal. Mi padre besó a Jill en las mejillas y la coronilla, y por primera vez desde la boda también besó a Kyle.
Golpeé mi lata de Dr. Brown's Black Cherry con un tenedor de plástico y anuncié que la noticia requería un brindis.
– Por favor, arriba esos vasos, que todo el mundo brinde por el nuevo bebé Sachs que pronto se unirá a esta familia. -Kyle y Jill me miraron-. Bien, teóricamente será un Harrison, pero de corazón será Sachs. Por Kyle y Jill, futuros padres perfectos para el niño más perfecto del mundo.
Entrechocamos latas de refrescos y tazas de café y brindamos por la sonriente pareja y la cintura de sesenta centímetros de mi hermana. Luego recogí la mesa arrojando todo el contenido directamente a la basura mientras mamá presionaba a Jill para que pusiera al bebé el nombre de algún pariente difunto. Kyle bebía café con cara de satisfacción, y poco antes de medianoche papá y yo nos colamos en el despacho para una partida.
Encendió la máquina de sonido uniforme que utilizaba cuando tenía pacientes con el fin de amortiguar los ruidos de la casa e impedir que desde fuera se oyera lo que se hablaba en el despacho. Como todo buen psiquiatra, había colocado en un rincón un sofá de cuero gris, tan blando que yo adoraba descansar la cabeza sobre el brazo, y tres butacas delante que mantenían a la persona en una especie de honda. Como una matriz, aseguraba papá. Su mesa, negra y lustrosa, sostenía una pantalla de ordenador plana, y la butaca, de piel y también negra, tenía el respaldo elevado y era muy elegante. Una pared de libros de psicología tras puertas de cristal, una colección de troncos de bambú dentro de un jarrón de cristal muy alto colocado en el suelo y algunas fotos enmarcadas -el único toque de color- completaban la decoración futurista. Me derrumbé en el suelo, entre el sillón y la mesa, y papá hizo otro tanto.
– Andy, cuéntame cómo te sientes realmente -dijo mientras me tendía un soporte de madera para las fichas-. Seguro que ahora mismo estás abrumada.
Cogí mis siete fichas y las ordené con detenimiento.
– La verdad es que han sido dos semanas muy locas. Primero la mudanza y luego el trabajo. Es un lugar extraño, difícil de describir. Todos son guapos y delgados y visten ropa bonita. Parecen muy simpáticos, de veras, han sido muy cordiales conmigo. Casi se diría que toman algún tipo de droga. El caso es que…
– ¿Qué? ¿Qué ibas a decir?
– No sé muy bien por qué, pero tengo la sensación de que estoy en un castillo de naipes que está a punto de desmoronarse. No puedo quitarme de encima la impresión de que es ridículo trabajar para una revista de moda. Hasta ahora las tareas han sido un poco tontas, pero en realidad no me importa. Todo es tan nuevo que no deja de ser un reto.
Mi padre asintió con la cabeza.
– Sé que es un buen empleo, pero todavía me pregunto de qué modo me está preparando para el New Yorker. Es posible que simplemente esté esperando que algo salga mal porque hasta ahora me parece demasiado bueno para ser verdad. Con suerte, puede que solo esté loca.
– Yo no creo que estés loca, cariño, creo que eres una chica sensata, pero estoy de acuerdo contigo en que te ha tocado la lotería. Hay gente que en su vida llega a ver las cosas que tú verás este año. ¡Piénsalo! Recién salida del college y ya estás trabajando con la mujer más importante de la revista más rentable del mayor grupo editorial del mundo entero. Verás cómo funciona todo desde lo más alto hasta lo más bajo. Si mantienes los ojos bien abiertos y tus prioridades en orden, aprenderás más en un año de lo que aprende la mayoría de la gente en toda su vida pro-fesional.
Colocó su primera palabra en el centro del tablero, salto.
– No está mal para empezar -observé.
Calculé los puntos, los dupliqué porque la primera palabra siempre cae en una estrella rosa e inicié el marcador. Papá: 22 puntos. Andy: 0. Mis letras no prometían mucho hasta que caí en la cuenta de que si tuviera otra O podría formar «Choo», como en Jimmy Choo. De todos modos los nombres propios no valían, así que añadí a la L una E, una M y una A y acepté mis miserables seis puntos.
– Solo quiero asegurarme de que le sacas todo el jugo posible -comentó, moviendo las fichas sobre su soporte-. Cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que esta oportunidad te traerá grandes cosas.
– Espero que tengas razón, porque me he hecho cortes para dar y regalar con el papel de envolver. Confío en que mi trabajo consista en algo más que eso.
– Seguro que sí, cariño, ya lo verás. Quizá te parezca que estás haciendo cosas absurdas, pero no es cierto. Intuyo que es el comienzo de algo fabuloso. Y he meditado sobre tu jefa. Esa tal Miranda parece una mujer dura, eso está claro, pero creo que te gustará. Y creo que tú le gustarás a ella.
Formó la palabra toalla utilizando mi A y sonrió satisfecho.
– Espero que tengas razón, papá.
– Es la directora de Runway, ya sabes, la revista de moda -susurré al auricular en un esfuerzo por mantener la calma.
– ¡Ah, ya caigo! -exclamó Julia, ayudante de publicidad de Scholastic Books-. Es una gran revista. Me encantan todas esas cartas donde las chicas cuentan historias embarazosas sobre sus períodos. ¿Son auténticas? ¿Recuerdas aquella sobre…?
– No, no es una revista para adolescentes, es una revista para mujeres adultas. -Al menos en teoría-. ¿De veras que nunca has leído Runway? -¿Era eso humanamente posible?, me pregunté-. En cualquier caso, se escribe p-r-i-e-s-t-l-y. Miranda, sí -dije con infinita paciencia. Me pregunté cómo reaccionaría Miranda si supiera que tenía alguien al teléfono que nunca había oído hablar de ella. Probablemente mal-. Te agradecería que me dijeras algo lo antes posible. Y si entretanto aparece por ahí alguna jefa de publicidad, dile que me llame, por favor.
Era un viernes de diciembre por la mañana y la dulce, dulce libertad del fin de semana se hallaba a solo diez horas. Estaba intentando convencer a Julia, persona totalmente ajena al mundo de la moda, de que Miranda Priestly era alguien muy importante, alguien por quien valía la pena hacer excepciones y dejarse de ra-zonamientos. Y resultaba mucho más difícil de lo que había previsto. ¿Cómo iba a saber yo que tendría que explicar la importancia del cargo de Miranda para influir en alguien que jamás había oído hablar de la revista de moda más prestigiosa de la tierra ni de su célebre directora? En las tres semanas que llevaba como ayudante de Miranda ya me había percatado de que esa pesada tarea y la búsqueda de favores constituían una parte más de mi trabajo, pero generalmente la persona a la que trataba de persuadir, intimidar o presionar cedía en cuanto mencionaba el nombre de mi infame jefa.
Desafortunadamente para mí, Julia trabajaba en una agencia de publicidad donde Nora Ephron o Wendy Wasserstein recibirían el mismo trato VIP que alguien conocido por su impecable gusto con los abrigos de pieles. Yo, en el fondo, lo entendía. Traté de evocar aquellos tiempos en que aún no había oído hablar de Miranda Priestly -cinco semanas atrás- y no fui capaz, pero sabía que ese tiempo mágico había existido. Envidiaba la indiferencia de Julia, mas yo tenía un trabajo que hacer y ella no me estaba ayudando.