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La distribución comercial del cuarto libro de la serie de Harry Potter estaba prevista para el día siguiente, sábado, y las hijas de Miranda, las gemelas de ocho años, querían sendos ejemplares. Los primeros libros no aparecerían en las tiendas hasta el lunes, pero yo debía tener dos en mi poder el sábado por la mañana, en cuanto salieran del almacén. Después de todo, Harry y su banda tenían que embarcar en un avión privado con destino a París.

El teléfono interrumpió mis pensamientos. Contesté, como solía hacer ahora que Emily confiaba lo bastante en mí para dejarme hablar con Miranda. Y vaya si hablábamos, probablemente más de veinte veces al día. Incluso desde lejos, Miranda había conseguido filtrarse en mi vida y hacerse con el timón ladrando órdenes con la rapidez de una ametralladora desde las siete de la mañana hasta que se me permitía irme, o sea, las nueve de la noche.

– ¿An-dre-aaa? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¡An-dre-aaa!

Salté de la silla en cuanto la oí pronunciar mi nombre y tardé unos segundos en recordar que ella no estaba en la oficina, de hecho ni siquiera en el país, y que, por el momento, me encontraba a salvo. Emily me había asegurado que Miranda no era consciente de que Allison había sido ascendida y yo contratada, que eso eran detalles insignificantes que su mente no retenía. Con tal de que alguien contestara al teléfono y le consiguiera lo que pedía, la identidad de la persona carecía de importancia.

– No entiendo por qué tardas tanto en hablar después de descolgar el auricular -dijo con una voz que sonaba fría e implacable, tal como ella era-. Por si todavía no te has dado cuenta, cuando yo llamo, tú respondes. En realidad es muy fácil. Yo llamo, tú respondes. ¿Crees que puedes hacerlo, An-dre-aaa?

Aunque no podía verme, asentí como una niña a la que acaban de regañar por lanzar los espaguetis al techo. Me concentré en no llamarla «señora», error que había cometido la semana anterior y casi me costó el empleo.

– Sí, Miranda, lo siento -dije con suavidad, la cabeza gacha.

En ese momento lo sentía de veras, sentía que mi cerebro no hubiera registrado sus palabras tres décimas de segundo antes, sentía haber tardado un segundo más de lo estrictamente necesario en decir «despacho de Miranda Priestly». Su tiempo era, como no se cansaba de recordarme, mucho más importante que el mío.

– Bien. Y ahora, después de haber perdido tanto tiempo, ¿podemos empezar? ¿Has confirmado la reserva del señor Tomlinson? -preguntó.

– Sí, Miranda, he hecho una reserva para el señor Tomlinson en el Four Seasons a la una.

Entonces la vi venir. Diez minutos antes, me había telefoneado para ordenarme que hiciera una reserva en el Four Seasons y llamara al señor Tomlinson, al chófer y a la niñera para informarles del plan, y seguro que ahora quería cambiarlo.

– Pues he cambiado de parecer. El Four Seasons no es el lugar adecuado para su comida con Irv. Reserva una mesa en Le Cirque y no olvides decir al gerente que querrán sentarse al fondo del restaurante. No delante, a la vista de todos, sino al fondo. Eso es todo.

La primera vez que hablé con Miranda por teléfono me convencí de que, cuando decía «eso es todo», en realidad quería decir «gracias». A la semana siguiente cambié de opinión.

– Muy bien, Miranda, y gracias -repuse con una sonrisa.

Noté que hacía una pausa al otro lado de la línea mientras se preguntaba qué debía decir. ¿Sabía que yo estaba subrayando su renuncia a dar las gracias? ¿Le parecía extraño que yo le diera las gracias por darme órdenes? Últimamente le daba las gracias después de cada comentario sarcástico u orden desagradable, táctica que me resultaba extrañamente reconfortante. Miranda sabía que me estaba mofando de ella, pero ¿qué podía decir? «An-dre-aaa, no quiero que vuelvas a darme las gracias. Te prohibo que expreses tu gratitud de ese modo.» Ahora que lo pienso, sería capaz.

Le Cirque, Le Cirque, Le Cirque, me repetí, decidida a hacer esa reserva en cuanto colgara y así poder volver al asunto de Harry Potter, desafío mucho más complejo. El encargado de reservas de Le Cirque enseguida me confirmó una mesa para Miranda y el señor Tomlinson, llegaran a la hora que llegaran.

Emily regresó después de darse una vuelta por la oficina y me preguntó si Miranda había llamado.

– Solo tres veces y en ninguna de ellas me ha amenazado con despedirme -respondí con orgullo-. Bueno, lo ha insinuado, pero no ha sido una amenaza en toda regla. Voy progresando, ¿no te parece?

Emily rió de esa manera que solo utilizaba cuando me mofaba de mí misma y me preguntó qué quería Miranda, su gurú.

– Cambiar la reserva de la comida de MUSYC. No entiendo por qué he de hacerlo yo cuando él tiene su propia ayudante, pero no me está permitido hacer preguntas.

El acrónico de Mudo, Sordo y Ciego era el apodo que empleábamos para referirnos al tercer marido de Miranda. Aunque para el público en general no parecía ninguna de esas tres cosas, quienes estábamos al tanto teníamos la certeza de que lo era. Sencillamente no había otra explicación para que un tipo tan agradable como él soportara vivir con ella.

Luego me tocaba llamar a MUSYC. Si no lo hacía pronto, me arriesgaba a que no pudiera llegar al restaurante a tiempo. Había interrumpido sus vacaciones para dedicar un par de días a reuniones de trabajo y esa comida con Irv Ravitz, director general de Elias-Clark, estaba entre las prioridades. Miranda no quería un solo fallo, como si eso fuera una novedad. El verdadero nombre de MUSYC era Hunter Tomlinson. Él y Miranda se habían casado el verano previo a mi incorporación a la empresa, después, según me contaron, de un cortejo bastante singular: ella era la que insistía, y él, el que vacilaba. De acuerdo con Emily, lo persiguió implacablemente hasta que el hombre, agotado de darle largas, cedió. Miranda dejó a su segundo esposo (el cantante de uno de los grupos más famosos de finales de los sesenta y padre de las gemelas), que se enteró de la noticia cuando el abogado le entregó los papeles, y contrajo matrimonio de nuevo exactamente doce días después de obtener el divorcio. El señor Tomlinson, obedeciendo órdenes de su nueva esposa, se mudó al ático de la Quinta Avenida. Yo solo había visto a Miranda una vez y jamás había visto a su nuevo marido, pero había pasado suficientes horas al teléfono con ambos para sentirlos, desafortunadamente, como si fueran de la familia.

Tres tonos, cuatro tonos, cinco tonos… mmm, me pregunto dónde está la ayudante de MUSYC. Recé para que saliera el contestador, pues no estaba de humor para esas charlas ligeras y afables a las que MUSYC era tan aficionado, pero me atendió la secretaria.

– Despacho del señor Tomlinson -aulló con su fuerte acento sureño-. ¿En qué puedo ayudarle hoy?

– Hola, Martha, soy Andrea. Oye, no necesito hablar con el señor Tomlinson, solo quiero que le des un mensaje de mi parte. He hecho una reserva para…

– Querida, sabes que el señor T. siempre quiere hablar contigo. Espera.

Antes de que pudiera protestar me encontré oyendo la versión melódica de «Don't worry, be happy», de Bobby McFerrin. Genial. Era muy propio de MUSYC elegir la canción más irritantemente optimista jamás escrita para entretener a quienes llamaban.

– Andy, ¿eres tú, cielo? -preguntó tranquilamente con su voz profunda y distinguida-. El señor Tomlinson va a pensar que le estás evitando. Hace siglos que no tiene el placer de hablar contigo.

Una semana y media, para ser exactos. Además de mudo, sordo y ciego, el señor Tomlinson tenía la irritante costumbre de referirse a sí mismo en tercera persona.

Respiré hondo.

– Hola, señor Tomlinson. Miranda me ha pedido que le informe de que la comida de hoy será a la una en Le Cirque. Ha dicho que usted…

– Cielo -me interrumpió lenta, serenamente-, olvida toda esa planificación por un minuto. Concede a un viejo un instante de placer y cuéntale todo sobre tu vida. ¿Harás eso por el señor Tomlinson? Dime, querida, ¿estás contenta trabajando para mi esposa?