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Al rato de haber reservado los coches y avisado a todas las personas implicadas, me llamó Julia. Aunque era una tarea penosa y podía crearle problemas, entregaría a Bill dos ejemplares para la señorita Priestly. Amén.

– ¿Puedes creerte que se haya prometido? -preguntó Lily mientras rebobinaba la cinta de Ferris Bueller que acabábamos de ver-. Caray, que tenemos veintitrés años, ¿a qué viene tanta prisa?

– Sí, parece extraño -grité desde la cocina-. Quizá mami y papi no tengan intención de dejar que Timmy eche mano de su cuantioso fondo hasta que siente la cabeza. Eso sería un motivo suficiente para ponerle a ella un anillo en el dedo. O puede que simplemente se sienta solo.

Lily me miró y se echó a reír.

– No puede ser que simplemente esté enamorado de ella y quiera pasar el resto de su vida a su lado, ¿verdad? Ya hemos dejado claro que eso es totalmente imposible, ¿verdad?

– Verdad. No es una opción. Prueba otra.-En ese caso, no me queda más remedio que recurrir a la tercera. Es gay. Al final se ha dado cuenta, aunque yo siempre lo he sabido, y ha decidido ocultarlo casándose con la primera chica que ha encontrado. ¿Qué opinas?

Casablanca era la siguiente de la lista y Lily pasó rápidamente los títulos de crédito mientras yo preparaba dos tazas de chocolate caliente en el microondas de la diminuta cocina de su estudio de Morningside Heights. Holgazaneamos toda la noche del viernes, haciendo descansos únicamente para fumar y realizar otra visita a Blockbuster. La tarde del sábado nos halló especialmente motivadas y nos animamos a pasear por el Soho durante unas horas. Nos compramos sendos tops para la fiesta de Fin de Año de Lily y compartimos en un café una taza gigante de ponche de huevo. Cuando regresamos a su apartamento, estábamos agotadas y felices, y pasamos el resto de la velada alternando entre Cuando Harry encontró a Sally en TNT y Saturday Night Live. Era tan relajante, tan diferente de la porquería en que se había convertido mi vida cotidiana, que había olvidado por completo la misión de Harry Potter hasta que el domingo oí el timbre de un teléfono. ¡Dios mío, era Ella! Oí a Lily hablar en ruso con alguien, probablemente un compañero de clase, desde su móvil. Gracias, gracias, gracias, Señor, por no ser Ella. Sin embargo, no me quedé del todo tranquila. Ya era domingo por la mañana e ignoraba si los estúpidos libros habían llegado a París. Había disfrutado tanto de mi fin de semana -había conseguido relajarme de verdad- que olvidé comprobarlo. Naturalmente, tenía el teléfono conectado y el timbre al máximo volumen, pero no esperaba que nadie me llamara con un problema, sobre todo cuando ya habría sido demasiado tarde para solventarlo. Debí ser previsora y confirmar con los implicados que todos los pasos de nuestro elaborado plan se habían llevado a cabo felizmente.

Enloquecida, busqué en mi bolso de viaje el móvil que me había dado Runway para asegurarme de que solo me hallaba a siete números de distancia de Miranda. Lo rescaté de una maraña de ropa interior y caí de espaldas en la cama. La pantallita anunciaba que se había quedado sin batería e instintivamente supe que ella había llamado y que le había salido el buzón de voz. Odié el móvil con toda mi alma. Odié mi teléfono fijo. Odié el teléfono de Lily, los anuncios de teléfonos, las fotos de teléfonos de las revistas, incluso odié a Alexander Graham Bell. Trabajar para Miranda Priestly producía desafortunados efectos secundarios en mi vida cotidiana, pero el más antinatural era mi profundo odio a los teléfonos.

Para la mayoría de la gente el timbre de un teléfono era una señal agradable. Significaba que alguien intentaba localizarles, saludarles, preguntarles qué tal estaban o hacer planes. Para mí era motivo de miedo, angustia y pánico paralizador. Algunas personas veían las numerosas opciones de los teléfonos fijos como algo novedoso, incluso divertido. Para mí era algo indispensable. Aunque antes de Miranda apenas había utilizado la llamada en espera, a los pocos días de entrar en Runway solicité dicho servicio (para que ella nunca encontrara el teléfono comunicando), el identificador (para poder evitar sus llamadas), las llamadas en espera con identificador (para poder evitar sus llamadas mientras hablaba por la otra línea) y el buzón de voz (para que ella no supiera que estaba evitando sus llamadas porque oiría el mensaje del contestador). Cincuenta dólares al mes por esos servicios -sin contar el de las conferencias- me parecía un precio justo para mi paz mental. Bueno, no exactamente paz mental, pero al menos me ponía sobre aviso.

El móvil, sin embargo, no me permitía tales barreras. Cierto que tenía las mismas funciones que el teléfono fijo, pero para Miranda no existía motivo alguno que justificara tenerlo apagado. Había que atenderlo siempre. El día que Emily me lo entregó -un objeto de oficina más en Rumvay- y me dijo que atendiera siempre las llamadas, todas mis protestas fueron desestimadas.

– ¿Y si estoy durmiendo? -pregunté estúpidamente.

– Te levantas y contestas -respondió ella mientras se limaba una uña.

– ¿En una comida elegante?

– Haces como todos los neoyorquinos y hablas en la mesa.

– ¿En un reconocimiento pélvico?

– No te estarán mirando los oídos, digo yo.

De acuerdo, lo he pillado.

Detestaba el móvil pero no podía pasar de él. Me mantenía atada a Miranda como un cordón umbilical impidiéndome crecer o escapar de mi fuente de agobios. Me llamaba constantemente y, como un morboso experimento pauloviano fallido, mi cuerpo había empezado a responder visceralmente a su timbre. Rrring-rrring. Aumento del ritmo cardíaco. Rrriiing. Agarrotamiento automático de los dedos y tensión en los hombros. Rrriiiiiiiiiing. Oh, por qué no me deja tranquila, por favor, por favor, olvida que existo… mi frente se cubre de sudor. En ningún momento de ese glorioso fin de semana se me ocurrió pensar que el móvil no tenía batería, y había dado por sentado que sonaría si surgía algún problema. Primer error. Me paseé por el apartamento hasta que se cargó la batería, contuve la respiración y entré en mi buzón de voz.

Mamá había dejado un mensaje encantador para desearme que lo pasara en grande con Lily. Un amigo de San Francisco se encontraba esa semana en Nueva York por motivos de trabajo y quería verme. Mi hermana me había llamado para recordarme que enviara una felicitación de cumpleaños a su marido. Y allí estaba, no del todo inesperado, el temido acento británico pitándome en los oídos: «An-dre-aaa, soy Mi-raaan-da. Son las nueve de la mañana del domingo en París y las niñas todavía no han recibido sus libros. Llámame al Ritz para confirmarme que no tardarán en llegar. Eso es todo». Clic.

La bilis empezó a subirme por la garganta. Como siempre, el mensaje estaba exento de cumplidos. Ni hola, ni adiós, ni gracias. Naturalmente. Pero lo peor de todo era que tenía medio día de antigüedad y yo todavía no había contestado. Motivo de despido, lo sabía, y no podía hacer nada al respecto. Como una aficionada, había dado por hecho que mi plan funcionaría y ni siquiera había reparado en que Uri no me había llamado para confirmar la recogida y la entrega del paquete. Busqué en la agenda de mi móvil y marqué su número de móvil, otra adquisición de Miranda para que el hombre estuviera localizable las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.