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– Creo que la única manera de averiguarlo es preguntárselo a ella personalmente -propuso el hombre con fingida alegría-. ¿Por qué no se la paso?

Había esperado contra toda esperanza que no llegara ese momento, que hubiera sido capaz de identificar y solucionar el problema sin tener que hablar con Miranda. ¿Qué podía decirle si todavía insistía en que no había recibido el paquete? ¿Debía aconsejarle que mirara en la mesa de su suite, donde seguro que se lo habían dejado unas horas antes? ¿O debía organizarlo todo otra vez, el avión privado y lo demás, y conseguir que le llegaran otros dos ejemplares antes de que terminara el día? Quizá la próxima vez debería contratar a un agente secreto que no se separara de los libros en todo el viaje para que nada impidiera su llegada. Algo que debía tener en cuenta.

– Claro, monsieur Renuad. Y gracias por su ayuda.

Unos cuantos clics y el teléfono empezó a sonar. Estaba sudando ligeramente. Me sequé la palma de la mano en los pantalones de chándal y traté de no pensar en qué ocurriría si Miranda descubriera que llevaba pantalones de chándal en su oficina. Manten la calma y la confianza en ti misma, me dije. Ella no puede destriparte por teléfono.

– ¿Sí? -oí a lo lejos.

La voz me sacó de mis pensamientos de autoayuda. Era Caroline, quien, con apenas ocho años, había asimilado a la perfección el brusco estilo telefónico de su madre.

– Hola, cariño -canturreé mientras me odiaba por hacerle la pelota a una niña-. Soy Andrea, de la oficina. ¿Está tu mamá?

– Querrás decir mi madre -me corrigió, como siempre hacía cuando preguntaba por su «mamá»-. Voy a avisarla.

Instantes después oí la voz de Miranda.

– ¿Qué pasa, An-dre-aaa? Más vale que sea importante. Ya sabes lo que opino de que me interrumpan cuando estoy con las niñas -declaró con su tono frío y cortante.

¿Ya sabes lo que opino de que me interrumpan cuando estoy con las niñas? ¿Me tomas el pelo? ¿Crees que llamo por gusto? ¿Porque no soportaba pasar un solo fin de semana sin escuchar tu repugnante voz? ¿Y qué hay de mí cuando estoy con mis chicas? Pensaba que iba a desmayarme de rabia, pero respiré hondo y me lancé.

– Miranda, lamento que sea un mal momento, pero llamo para comprobar si has recibido los libros de Harry Potter. He oído el mensaje en el que decías que todavía no te habían llegado, pero he hablado con todo el mundo y…

Me interrumpió a media frase y habló despacio y con firmeza.

– An-dre-aaa, tendrías que escuchar con más atención. Yo no dije tal cosa. Recibimos el paquete esta mañana temprano. De hecho, tan temprano que nos despertaron a todos por esa tontería.

No podía creer lo que estaba oyendo. No había soñado que ella dejara un mensaje, ¿verdad? Aún era demasiado joven incluso para un Alzheimer prematuro, ¿o no?

– Lo que dije fue que no recibimos dos ejemplares del libro, como había ordenado. El paquete solo contenía uno y sin duda imaginas la desilusión que se llevaron las niñas. Estaban deseando tener cada una su libro, tal como había indicado. Necesito que me expliques por qué no se han cumplido mis órdenes.

Eso no estaba ocurriendo. No podía estar ocurriendo. Decididamente estaba soñando, viviendo una existencia en otro universo donde todo lo que rozaba la lógica quedaba suspendido indefinidamente. No quería ni permitirme reflexionar sobre la absurda situación en que me encontraba.

– Miranda, recuerdo que solicitaste dos ejemplares y pedí dos ejemplares -tartamudeé, y una vez más me odié por ser tan complaciente-. Hablé con la chica de Scholastic y estoy segura de que comprendió que querías dos libros, de modo que no consigo entender…

– An-dre-aaa, sabes lo que opino de las excusas. Ahora mismo no tengo especial interés en oír las tuyas. Espero que no vuelva a ocurrir, ¿entendido? Eso es todo. -Y colgó.

Permanecí cinco minutos con el auricular pegado a la oreja, oyendo los pitidos. La mente se me disparó. ¿Tenía alguna posibilidad de matarla?, me pregunté mientras calculaba las probabilidades de que me descubrieran. ¿Sabrían de inmediato que había sido yo? Qué va, me dije, todo el mundo, cuando menos en Runway, tenía algún motivo. ¿Poseía entereza emocional suficiente para verla morir lenta y dolorosamente? Sí, al menos de eso estaba segura… ¿Cuál sería la forma más placentera de acabar con su despreciable existencia?

Colgué lentamente el auricular. ¿Era posible que hubiera entendido mal su mensaje? Cogí rápidamente mi móvil y lo pasé de nuevo. «An-dre-aaa, soy Mi-raaan-da. Son las nueve de la mañana del domingo en París y las niñas todavía no han recibido sus libros. Llámame al Ritz para confirmarme que no tardarán en llegar. Eso es todo.» No había ningún error. Miranda había recibido un ejemplar en lugar de dos, pero quiso deliberadamente darme la impresión de que yo había cometido un tremendo error que podía terminar con mi carrera. Había telefoneado a las nueve de la mañana, hora parisina, sin importarle que para mí fueran las tres de la noche de mi mejor fin de semana del año. Había llamado para sacarme un poco más de quicio, para apretarme un poco más las tuercas. Había llamado para retarme a desafiarla. Había llamado para hacer que la odiara todavía más.

Capítulo 7

La fiesta de Fin de Año en casa de Lily fue agradable y discreta, un montón de vasos de papel con champán y un montón de gente del college más los que lograron colarse. A mí nunca me ha entusiasmado la Nochevieja. No recuerdo quién la llamó por primera vez Noche de Aficionados (creo que fue Hugh Hefner), refiriéndose a que él salía los otros 364 días del año, pero estoy de acuerdo. Tanta bebida y tanta juerga forzada no te garantizaban que fueras a pasártelo bien. Así pues, Lily había decidido ofrecer una fiestecita para ahorrarnos a todos los ciento cincuenta dólares que costaba entrar en las discotecas o, peor aún, congelarnos en Times Square. Cada uno llevó una botella de algo no demasiado venenoso, ella repartió matracas y diademas brillantes y nos emborrachamos y brindamos por el Año Nuevo en su azotea con vistas al Harlem hispánico. Aunque todos bebimos más de la cuenta, para cuando la gente se hubo marchado Lily estaba para el arrastre. Ya había vomitado dos veces y me preocupaba dejarla sola en su apartamento, así que Alex y yo le preparamos una bolsa y la subimos a un taxi con nosotros. Dormimos todos en mi casa, Lily en el futón de la sala, y al día siguiente desayunamos en un bufet libre. Me alegraba que se hubieran acabado las fiestas. Había llegado la hora de proseguir con mi vida y ponerme en serio con mi trabajo. Aunque tenía la sensación de que llevaba trabajando una década, de hecho estaba empezando. Abrigaba la esperanza de que las cosas cambiaran cuando comenzara a trabajar con Miranda cara a cara. Por teléfono todo el mundo podía ser un monstruo sin corazón, sobre todo si esa persona se sentía incómoda estando de vacaciones y alejada del trabajo. Yo estaba convencida de que las penalidades de ese primer mes darían paso a una situación totalmente nueva y estaba impaciente por vivir el proceso.

Eran poco más de las diez de la mañana de un frío 5 de enero y estaba, de hecho, contenta de hallarme en el trabajo. ¡Contenta! Emily hablaba efusivamente de un tipo que había conocido en una fiesta de Fin de Año en Los Angeles, un «compositor de canciones con mogollón de futuro», que había prometido ir a verla a Nueva York en las siguientes dos semanas. Yo charlaba con un ayudante de belleza que se sentaba al final del pasillo, un chico encantador que acababa de diplomarse por Vassar y cuyos padres todavía no sabían -pese al college que había elegido y pese a ser ayudante de belleza de una revista de moda- que se acostaba con hombres.