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– ¡Andrea! Sabes que Miranda viene hacia aquí, ¿verdad? -exclamó Sophy cuando crucé disparada la recepción.

– Sí, pero ¿cómo lo sabes tú?

– Bomboncito, yo lo sé todo. Te aconsejo que te pongas las pilas. Si hay una cosa clara es esta: a Miranda Priestly no le gusta que le hagan esperar.

Me zambullí en el ascensor v le di las gracias.

– ¡Estaré de vuelta con los periódicos en menos de tres minutos!

Las dos mujeres que viajaban en el ascensor me miraron con desdén y me di cuenta de que estaba gritando.

– Lo siento -me disculpé mientras trataba de recuperar el aliento-. Acabamos de enterarnos de que nuestra directora viene hacia aquí y no la esperábamos, así que estamos todos un poco nerviosos.

¿Por qué les estaba dando explicaciones?

– ¡Ostras, tú debes de trabajar para Miranda! Espera, déjame adivinar, eres su nueva ayudante. Andrea, ¿verdad?

La morenita de piernas largas me mostró al menos cuatro docenas de dientes radiantes y se acercó como una piraña. A su amiga se le iluminó la cara.

– Sí, soy Andrea-dije, repitiendo mi nombre como si no estuviera totalmente segura de que fuera mío-. Y sí, soy la nueva ayudante de Miranda.

En ese momento las puertas del ascensor se abrieron al deslumbrante mármol blanco del vestíbulo. Me adelanté y salí antes de que las puertas se hubieran abierto del todo. Mientras me alejaba, una de las mujeres vociferó:

– Eres una chica con suerte, Andrea. ¡Miranda es una mujer increíble y millones de chicas darían un ojo de la cara por tener tu empleo!

Evité chocar con un grupo de abogados de aspecto descontento que seguro que salían de una comida de trabajo y casi llegué volando al quiosco situado en un rincón del vestíbulo, donde un hombrecito kuwaití llamado Ahmed presidía una exposición impecable de revistas y un surtido algo escaso de chucherías y refrescos sin azúcar. Emily nos había presentado antes de Navidad como parte de mi proceso de formación y confié en que ahora pudiera echarme una mano.

– ¡Detente! -exclamó cuando empecé a coger periódicos de los estantes-. Eres la nueva chica de Miranda, ¿verdad? Ven aquí.

Me volví y vi que Ahmed se agachaba y hurgaba debajo de la caja registradora con la cara roja a causa del esfuerzo.

– ¡Aja! -volvió a exclamar al tiempo que se incorporaba con la agilidad de un viejo con las dos piernas rotas-. Toma. Te los aparto cada día para que no me destroces la parada. Bueno, y puede que para asegurarme de que no te quedes sin ellos.

Me guiñó un ojo.

– Gracias, Ahmed. No imaginas lo mucho que me has ayudado. ¿Crees que debería llevarme también las revistas?

– Claro. Ya es miércoles y salieron el lunes. Probablemente a tu jefa no le haga ninguna gracia -dijo sagazmente.

Hurgó de nuevo debajo de la caja registradora y se levantó con una pila de revistas. Eché una rápida ojeada y comprobé que estaban todas las que tenía anotadas en la lista, ni una más ni una menos.

Identificación, identificación, ¿dónde demonios había metido la maldita tarjeta de identificación? Introduje la mano en mi blusa blanca y encontré el acollador de seda que Emily me había fabricado con un pañuelo Hermés blanco de Miranda. «Jamás lleves la tarjeta de identificación a la vista delante de Miranda -me había advenido- pero, en el caso de qué se te olvide quitártela, al menos no la llevarás en una cadena de plástico.» Emily casi había escupido las últimas palabras.

– Toma, Ahmed. Muchísimas gracias por tu ayuda, pero tengo mucha prisa. Miranda viene hacia aquí.

Ahmed deslizó la tarjeta por el lector y devolvió el acollador de seda a mi cuello como si se tratara de una guirnalda de flores.

– ¡Y ahora corre!

Cogí la bolsa de plástico y eché a correr mientras volvía a extraer la tarjeta de identificación para pasarla por los torniquetes de seguridad que me permitirían entrar en la zona de los ascensores de Elias-Clark. Nada. La pasé de nuevo y empujé, esta vez con más fuerza. Nada. Desde el mostrador de seguridad, Eduardo, el vigilante rollizo y sudoroso, cantó con voz aguda los dos primeros versos de «Material Girl».

Mierda. Ya sé, sin necesidad de mirar, que su sonrisa conspiradora y enorme me está exigiendo una vez más -tal como ha hecho durante las últimas semanas- que le siga la corriente. Por lo visto posee un repertorio interminable de melodías irritantes que adora cantar, y no me deja cruzar los torniquetes a menos que las represente. Ayer fue «I'm too sexy». Mientras la entonaba, yo tenía que caminar por la pista imaginaria del vestíbulo. Cuando estoy de buen humor puede resultar divertido, a veces hasta me hace sonreír, pero ese era mi primer día con Miranda y tenía que organizar sus cosas sin demora. Me dieron ganas de acogotarlo por tenerme retenida mientras el resto de la gente cruzaba felizmente los torniquetes situados a ambos lados de mi persona.

Canturreé a mi vez la canción alargando y ahogando las palabras, como hacía Madonna.

Eduardo enarcó las cejas.

– ¡Un poco más de entusiasmo, muchacha!

Sospechando que podría reaccionar con violencia si volvía a oír su voz, dejé la bolsa sobre el mostrador, elevé los brazos y di un golpe de cadera hacia la izquierda mientras hacia morritos con los labios. Canté a voz en grito. Eduardo rió, aplaudió y silbó. Y me dejó pasar.

Nota recordatoria: discutir con Eduardo cuándo y dónde era aceptable obligarme a hacer el ridículo. Me zambullí en el ascensor y pasé a toda velocidad por delante de Sophy, que tuvo el detalle de abrir las puertas de cristal antes de que yo se lo pidiera. Hasta me acordé de detenerme en una de las minicocinas y poner hielo en uno de los vasos Baccarat que guardábamos en un armarito situado sobre el microondas para uso exclusivo de Miranda. Con el vaso en una mano y los periódicos en la otra, doblé la esquina y me di de bruces con Jessica, también conocida como Chica Manicura. Estaba irritada y muerta de miedo.

– Andrea, ¿eres consciente de que Miranda viene hacia aquí? -preguntó mirándome de arriba abajo.

– Claro. Aquí tengo los periódicos y el agua. Ahora solo tengo que llegar a su despacho. Si me disculpas…

– ¡Andrea! -exclamó mientras me alejaba corriendo y un cubito de hielo salía volando hacia la sección artística-. ¡No olvides cambiarte de zapatos!

Me detuve en seco y bajé la vista. Calzaba unas zapatillas de deporte de todo trote, de esas que no estaban diseñadas exclusivamente para darte un aire moderno. Las reglas del vestir -tácitas y no tan tácitas- se relajaban cuando Miranda estaba ausente, y aunque los empleados tenían un aspecto fantástico, todos llevaban algo que ni por asomo se hubieran atrevido ponerse delante de Miranda. Mis zapatillas de deporte de rejilla rojas eran un ejemplo.

Cuando llegué a nuestra oficina estaba sudando.

– Hola, traigo todos los periódicos y también he comprado las revistas por si las moscas. El único problema es que me temo que no puedo llevar este calzado. ¿Tú qué opinas?

Emily se arrancó el auricular de la oreja y lo estampó contra la mesa.

– Por supuesto que no. -Cogió el teléfono, marcó cuatro números y dijo-: Jeffy, tráeme unos Jimmy del número… -Me miró.

– Treinta y nueve. -Saqué una botella de Pellegrino del armario y llené el vaso.

– Treinta y nueve. No, ahora. No, Jeff, hablo en serio. Ahora mismo. Maldita sea, Andrea lleva unas deportivas, unas deportivas rojas, y Ella llegará en cualquier momento. Muy bien, gracias.

Fue entonces cuando observé que, en los cuatro minutos que yo había estado ausente, Emily se había cambiado los tejanos gastados por un pantalón de cuero y sus modernas zapatillas de deporte por unas sandalias con tacón de aguja. También había limpiado la oficina, guardado los objetos que había sobre nuestras mesas en cajones y apilado en el armario los regalos que todavía no habían sido enviados a casa de Miranda. Además, se había aplicado una nueva capa de brillo en los labios y colorete en las mejillas, y ahora me indicaba que espabilara.