Выбрать главу

Nada más salir del despacho empecé a temblar de nuevo y me pregunté si mi corazón podría negarse a seguir funcionando a la provecta edad de veintitrés años. El primer cigarrillo que encendí aterrizó sobre mis nuevas Jimmy, donde ardió lo suficiente para abrir un pequeño orificio antes de caer sobre el cemento. Genial, murmuré, sencillamente genial. Hoy ya he destrozado mercancía por valor de cuatro de los grandes, un nuevo récord personal. Quizá Miranda la palmara antes de mi regreso, pensé tras decidir que había llegado la hora de ser optimista. Quizá, solo quizá pereciera de algo raro y exótico y nos liberábamos de su manantial de exigencias. Saboreé una última calada antes de apagar el cigarrillo e instarme a pensar con lógica. No quieres que se muera, me dije mientras subía al coche. Porque si se muere perderás toda posibilidad de cargártela tú misma. Y eso sería una pena.

Capítulo 2

El día que entré en los odiosos ascensores de Elias-Clark, esos transportadores de todas las cosas en vogue, para acudir a mi primera entrevista, lo ignoraba todo. No tenía ni idea de que los columnistas de la prensa rosa y los directivos de los medios de comunicación mejor relacionados de la ciudad estaban obsesionados con los pasajeros de aspecto impecable que entraban y salían de esos estilizados y silenciosos ascensores. Jamás había visto a mujeres con un cabello rubio tan radiante, ignoraba que mantener esas mechas de marca costaba seis de los grandes al año y que quienes estaban en el ajo podían identificar al autor con una sola mirada al producto final. Jamás había visto hombres tan hermosos. Perfectamente tonificados -sin excesivo músculo porque «no es sexy»-, lucían su dedicación eterna al gimnasio mediante jerseys de cuello cisne acanalados y pantalones de cuero ajustados. Bolsos y zapatos que jamás había visto en gente de verdad gritaban ¡Prada! ¡Armani! ¡Versace! Una amiga de una amiga -ayudante de redacción de la revista Chic- me había contado que a veces los complementos tropezaban con sus creadores en esos mismos ascensores, lo que generaba así encuentros conmovedores donde Miuccia, Giorgio o Donatella podían admirar, una vez más, sus tacones de cinco milímetros de espesor o su bolso de lágrimas para la primavera. Sabía que las cosas estaban cambiando para mí, pero no tenía claro que fuera para mejor.

Me había pasado los últimos veintitrés años encarnando la América provinciana. Toda mi existencia era un perfecto cliché. Crecer en Avon (Connecticut) había supuesto deportes en el instituto, reuniones de grupos juveniles y fiestas con alcohol en bonitas casas residenciales cuando los padres se ausentaban. Vestíamos pantalones de chándal en el colegio, vaqueros los sábados por la noche y atuendos algo más vaporosos en los bailes semiformales. ¡Y el college! Caray, aquello era un mundo de sofisticación comparado con el instituto. Brown ofrecía infinitas actividades, clases y grupos para toda suerte imaginable de artistas, inadaptados y locos de la informática. Cualquier disciplina intelectual o creativa, por muy esotérica o impopular que fuera, tenía mercado en Brown. Quizá la alta costura fuera la única excepción a esta regla de la que alardeaban. Después de cuatro años paseándome por Providence con forro polar y botas de montaña, estudiando a los impresionistas franceses y redactando trabajos interminables, no estaba preparada en modo alguno para mi primer empleo después del college.

Había conseguido retrasarlo al máximo. Después de licenciarme dediqué cinco meses a reunir todo el dinero que pude y me fui de viaje yo sola. Durante un mes recorrí Europa en tren, pasando mucho más tiempo en las playas que en los museos, y no me preocupé demasiado por mantener el contacto con los de casa, salvo con Alex, mi novio desde hacía tres años. Alex sabía que, transcurridas cinco semanas, empezaría a sentirme sola, y como su formación en Teach for America acababa de terminar y disponía de unos meses libres antes de que le asignaran un colegio, apareció por sorpresa en Amsterdam. Para entonces yo había recorrido gran parte de Europa, que él ya había visitado el verano anterior, de modo que tras una tarde no demasiado sobria en un café reunimos nuestros cheques de viaje y compramos dos billetes de ida a Bangkok.

Recorrimos gran parte del sudeste asiático gastando no más de diez dólares al día y hablando obsesivamente de nuestros respectivos futuros. Alex estaba impaciente por empezar a enseñar lengua en uno de los colegios marginados de la ciudad, y entusiasmado ante la idea de formar mentes jóvenes y orientar a los más pobres y desamparados como solo él podía entusiasmarse. Yo estaba decidida a encontrar trabajo en una revista. Aunque sabía que las probabilidades de que me contrataran en el New Yorker recién salida del college eran prácticamente inexistentes, me había propuesto estar escribiendo para ellos antes de mi quinta reunión de ex alumnos. Era lo que siempre había deseado hacer, el único lugar donde quería trabajar. Había abierto mi primer número del New Yorker después de oír decir a mi madre sobre un artículo que acababa de leer: «Está muy bien escrito, ya no se leen cosas así», y de oír el comentario de mi padre: «Es lo único inteligente que se escribe hoy día». La revista me encantó. Me encantaron las críticas mordaces, las ingeniosas viñetas y la sensación de haber sido admitida en un exclusivo club de lectores. Leí todos los números durante los siguientes siete años y conocía de memoria cada sección, cada redactor e incluso cada escritor.

Alex y yo hablábamos de la nueva etapa que se abría ante nosotros y de lo afortunados que éramos de poder abordarla juntos. Con todo, no teníamos ninguna prisa por regresar a casa, como si presintiéramos que ese viaje sería el último período de calma antes de la tormenta, así que extendimos nuestros visados en Delhi para pasar unas semanas recorriendo los exóticos paisajes de India.

Pues bien, no hay nada como una disentería amebiana para volver bruscamente a la realidad. Aguanté una semana en un mugriento hotel indio suplicando a Alex que no me dejara morir en tan infernal lugar. Cuatro días después aterrizábamos en Newark y mi angustiada madre me sentaba en el asiento trasero de su coche y cloqueaba durante todo el trayecto a casa. En cierto modo mi estado era el sueño de toda madre judía, una buena razón para ir de médico en médico y asegurarse de que hasta el último parásito abandonaba a su niña. Tardé cuatro semanas en recuperarme y otras dos en darme cuenta de que vivir en casa se me hacía insoportable. Mamá y papá eran geniales, pero acabé hartándome de que me preguntaran adonde iba cada vez que salía y de dónde venía cada vez que volvía. Telefoneé a Lily y le pregunté si podía instalarme en el sofá de su minúsculo estudio de Harlem. Gracias a su bondadoso corazón, aceptó.

Desperté en el minúsculo estudio neoyorquino empapada en sudor. La frente me palpitaba, el estómago me ardía, hasta el último nervio de mi cuerpo bailaba el shimmy de una forma muy poco seductora. ¡Oh, no, han vuelto!, pensé horrorizada. Los parásitos habían logrado entrar de nuevo en mi cuerpo y estaba predestinada a sufrir eternamente. ¿Y si se trataba de algo peor? ¿Había contraído lo último en dengue? ¿Malaria? ¿Ébola quizá? Me recliné para intentar hacer frente a mi muerte inminente cuando me vinieron a la mente algunas imágenes de la noche anterior. Un bar lleno de humo en el East Village. Algo llamado música trance. Una bebida picante de color rosa en una copa de martini. Por favor, náuseas, deteneos. Amigos que se acercaban para darme la bienvenida. Un brindis, un trago, otro brindis. Por lo visto no padecía una especie extraña de fiebre hemorrágica, sino una simple resaca. No había tenido en cuenta que mi tolerancia etílica no era la misma después de haber perdido nueve kilos a causa de la disentería. Un metro ochenta de estatura y cincuenta y dos kilos de peso no eran la mejor combinación para una noche de juerga (aunque, mirando atrás, sí lo fue para encontrar empleo en una revista de moda).