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– James, querido, me alegro tanto de que hayas venido a mi fiestecita -dijo un hombre guapo y delgado que se nos había acercado por detrás-. ¿Y a quién tenemos aquí?

Se besaron.

– Marshall Madden, el gurú del color, Andrea Sachs. Andrea es…

– La nueva ayudante de Miranda -terminó Marshall con una sonrisa-. Lo sé todo sobre ti, pequeña. Bienvenida a la familia. Espero que vengas a verme. Te prometo que juntos conseguiremos suavizar tu aspecto. -Deslizó delicadamente su mano por mi cabellera y alzó las puntas, que enseguida colocó al lado de las raíces-. Sí, un toque de color miel y serás la próxima supermodelo. Pide mi teléfono a James, ¿de acuerdo, encanto?, y ven a verme cuando tengas un momento. Probablemente sea más fácil decirlo que hacerlo -canturreó mientras se alejaba flotando en dirección a Reese.

James suspiró y le miró con admiración.

– Es un genio -afirmó-. Sencillamente el mejor. Lo más. Un hombre entre niños, como mínimo. Y guapísimo.

¿Un hombre entre niños? Qué extraño. Las veces que había oído esa expresión siempre me había imaginado a Shaquille O'Neal avanzando hacia la canasta frente a una pequeña resistencia, no a un experto en tintes.

– Es guapísimo, en eso estoy de acuerdo contigo. ¿Has salido con él?

Parecía la pareja perfecta: el redactor de belleza de Runway y el especialista en tintes más codiciado del mundo libre.

– Ojalá. Lleva cuatro años con el mismo tío, ¿puedes creerlo? Cuatro años. ¿Desde cuándo los gays guapos tienen permitido ser monógamos? ¡No es justo!

– Cuánta razón tienes. ¿Desde cuándo los hetero guapos tienen permitido ser monógamos? Claro que, si son monógamos conmigo, me parece justo.

Di una profunda calada a mi cigarrillo y dibujé un aro de humo casi perfecto.

– Reconócelo, Andy, te alegras de haber venido. Júrame que esta no es la mejor fiesta del mundo -exclamó con una sonrisa.

Había aceptado a regañadientes acompañar a James después de que Alex anulara nuestra cita, más que nada porque me insistió hasta la saciedad. Parecía prácticamente imposible que pudiera haber algo interesante en una fiesta que celebraba la publicación de un libro sobre mechas, pero tenía que reconocer que me había llevado una grata sorpresa. Cuando Johnny Depp se acercó a saludar a James, me sorprendió no solo que pareciera dominar por completo el inglés, sino que hubiera conseguido soltar algunos chistes graciosos. Y me satisfizo enormemente comprobar que Gisele, la más in de todas las chicas in del momento, era decididamente baja. Por supuesto, me habría gustado aún más descubrir que, en realidad, era achaparrada o tenía un problema de acné que le corregían en sus encantadoras fotos de portada, pero me conformaba con lo de la estatura. Hasta el momento, no había sido una mala hora y media.

– Yo no diría tanto -repuse inclinándome hacia él para echar un vistazo a Moby, que estaba en un rincón, cerca de la mesa que exhibía el libro, con la cara larga-. Pero no es tan repugnantecomo había imaginado. Además, después del día que he tenido me habría apuntado a un bombardeo.

Tras la brusca partida de Miranda, acaecida poco después de su brusca llegada, Emily me había informado de que esa noche sería la primera vez que llevaría el Libro a casa de Miranda. El Libro era un conjunto de hojas unidas por una espiral tan grueso como una guía telefónica donde se maquetaba y componía el número actual de Runway. Emily me explicó que en la oficina nadie realizaba ningún trabajo productivo hasta que Miranda se iba a casa, porque todo el personal artístico y editorial se pasaba el día consultándole cosas y ella cambiaba de parecer a cada hora. Por lo tanto, el verdadero trabajo de la jornada comenzaba cuando Miranda se marchaba, en torno a las cinco, para pasar un rato con las gemelas. El departamento artístico creaba su nueva composición e introducía las fotos que acababan de llegar, y el departamento editorial retocaba e imprimía el ejemplar que al fin, al fin, había obtenido la aprobación de Miranda con un enorme y rizado «MP» que cubría toda la portada. Los redactores enviaban los cambios del día al ayudante artístico, quien, horas después de que el resto del personal se hubiera ido, pasaba las imágenes, composiciones y palabras por una pequeña máquina que enceraba el envés de las hojas, y luego las pegaba en la página pertinente del Libro. Terminado el Libro -algo que podía ocurrir en cualquier momento entre las ocho y las once de la noche, según en la fase del proceso de producción en que nos encontráramos-, yo debía llevarlo a casa de Miranda, donde ella lo llenaba de marcas. Al día siguiente lo traía y el personal repetía todo el proceso.

Cuando Emily me oyó decir a James que le acompañaría a la fiesta, enseguida me interrumpió.

– Supongo que sabes que no puedes moverte de aquí hasta que el Libro esté terminado.

La miré sin comprender. Tuve la impresión de que James quería estrangularla.

– Debo decir que esta es la parte de tu trabajo que más me alegro de haberme sacado de encima. A veces se hace tardísimo, pero Miranda necesita verlo cada noche. Trabaja en casa. De todos modos, esta noche esperaré contigo para enseñarte cómo se hace, pero a partir de mañana lo harás sola.

– Gracias. ¿Tienes idea de cuándo estará acabado?

– No, cada noche es diferente. Tendrías que preguntarlo al departamento artístico.

El Libro se terminó a las ocho y media de la noche y, tras recogerlo de las manos de una ayudante artística de aspecto agotado, Emily y yo bajamos juntas hasta la calle Cincuenta y nueve. Ella portaba un montón de perchas con prendas envueltas en plástico recién salidas de la tintorería. Me explicó que la tintorería siempre acompañaba al Libro. Miranda llevaba su ropa sucia a la oficina y a mí me correspondía, qué afortunada, llamar a la tintorería y comunicarles que teníamos mercancía. Sin más tardar, la tintorería enviaba al edificio Elias-Clark un empleado que recogía las prendas y las devolvía en perfectas condiciones al día siguiente. Nosotras la guardábamos en el armario de nuestra oficina hasta que podíamos entregársela a Uri o llevarla personalmente al apartamento de Miranda. Mi trabajo era, intelectualmente, cada vez más estimulante.

– ¡Hola, Rich! -exclamó Emily con fingida alegría al tipo de la pipa que yo había conocido el primer día-. Te presento a Andrea. A partir de ahora ella llevará el Libro, así que asegúrate de darle un buen coche, ¿de acuerdo?

– Entendido, pelirroja. -El hombre se sacó la pipa de la boca y caminó hacia mí-. Cuidaré bien de la rubia.

– Genial. Ah, ¿puedes hacer que otro coche nos siga hasta el apartamento de Miranda? Andrea y yo vamos a sitios diferentes después de dejar el Libro.

Dos enormes Town Car aparecieron de la nada. El corpulento conductor del primero se bajó y nos abrió la portezuela. Emily subió primero, abrió de inmediato su móvil y dijo:

– A casa de Miranda Priestly, por favor.

El conductor asintió y partimos.

– ¿Es siempre el mismo chófer? -pregunté, intrigada por el hecho de que conociera la dirección.

Emily me indicó que callara mientras dejaba un mensaje a su compañera de piso y luego respondió:

– No, pero la compañía tiene un número limitado de conductores. Cada uno me ha acompañado al menos veinte veces, así que ya conocen el camino. -Y siguió marcando números.

Miré atrás y vi cómo el segundo Town Car imitaba nuestros giros y paradas.

Nos detuvimos delante del típico edificio con conserje de la Quinta Avenida: acera inmaculada, balcones cuidados y lo que se adivinaba como un precioso vestíbulo de iluminación cálida. Un hombre vestido de esmoquin y sombrero se acercó rápidamente al coche y nos abrió la portezuela. Emily bajó. Me pregunté por qué no le dejábamos el Libro y la ropa a ese señor. Según tenía entendido -y no era mucho, sobre todo en lo relativo a esa extraña ciudad-, para eso estaban los conserjes. O sea, que era su trabajo. Pero Emily me tendió un llavero de cuero Louis Vuitton que acababa de sacar de su bolso Gucci.