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– Yo esperaré aquí y tú subirás las cosas. Es el ático A. Abre la puerta y deja el Libro sobre la mesita de la entrada y la ropa en los colgadores que hay al lado. No dentro del armario, sino al lado del armario. Luego desaparece. Ni se te ocurra llamar al timbre o golpear la puerta. A Miranda no le gusta que la molesten. Limítate a entrar y salir en silencio.

Emily me entregó las perchas y abrió de nuevo su móvil. Muy bien, seguro que puedo hacerlo. ¿Tanto teatro por un libro y unos pantalones?

El ascensorista me sonrió amablemente y pulsó el botón del ático después de hacer girar una llave. Parecía una esposa apaleada, harta y triste, como si ya no pudiera seguir luchando y se hubiera resignado a su desdicha.

– Esperaré aquí -dijo con voz queda y mirando el suelo-. Será cosa de un minuto.

La alfombra de los pasillos era granate y a punto estuve de caerme cuando un tacón se enganchó en el tejido. Las paredes estaban tapizadas con una tela de color crema de rayitas y contra la pared descansaba un banco de ante del mismo tono. En la doble puerta que tenía justo delante se leía «Ático B»; pero al volverme vi otra idéntica con el rótulo «Ático A». Hice un gran esfuerzo para no llamar al timbre. Recordando la advertencia de Emily introduje la llave en la cerradura. Giró con facilidad y antes de que pudiera arreglarme el pelo o preguntarme qué habría al otro lado me encontré en un espacioso vestíbulo, oliendo las chuletas de cordero más increíbles del mundo. Y allí estaba ella, llevándose delicadamente un tenedor a la boca, mientras dos niñas idénticas se gritaban de un lado al otro de la mesa y un hombre alto de aspecto desabrido, pelo cano y una nariz que le abarcaba toda la cara leía el periódico.

– Mamá, ¡dile que no puede entrar en mi habitación así como así y llevarse mis tejanos! No me hace caso -dijo una chiquilla a Miranda, que había bajado el tenedor y estaba bebiendo un sorbo de lo que supe era Pellegrino con lima, desde el lado izquierdo de la mesa.

– Caroline, Cassidy, ya basta. No quiero volver a oír hablar del tema. Gabriel, traiga más gelatina de menta.

Un hombre que deduje era el cocinero entró en la estancia con un cuenco de plata sobre una bandeja a juego.

Entonces me di cuenta de que llevaba casi treinta segundos observando cómo cenaban. Todavía no me habían visto, pero lo harían en cuanto me dirigiera a la mesita del vestíbulo. Aunque lo hice con cautela, noté que todos se volvían. Justo cuando me disponía a saludar recordé el ridículo que había hecho ese mismo día, durante mi primer encuentro con Miranda, tartamudeando y balbuceando como una idiota, así que mantuve la boca cerrada. Mesita, mesita, mesita. Ahí estaba. Dejo el Libro en la mesita. Y ahora la ropa. Miré frenéticamente alrededor en busca del lugar donde debía colgar la ropa de la tintorería, pero no lograba concentrarme. En la mesa se había hecho el silencio y notaba que todos me observaban. Nadie me saludó. A las niñas no pareció sorprenderles que hubiera una completa desconocida en su casa. Por fin vi un pequeño armario para abrigos detrás de la puerta y conseguí encajar cada percha en la barra.

– Dentro del armario no, Emily -oí decir a Miranda lenta y deliberadamente-. En los colgadores dispuestos para ese uso preciso.

– Oh… esto, hola. -¡Idiota! ¡Cierra el pico! Miranda no quiere que digas nada. ¡Limítate a hacer lo que te dice! Pero era superior a mí. Resultaba demasiado extraño que nadie hubiera dicho hola, que nadie se hubiera preguntado quién era yo o, por lo menos, hubiera dado muestras de haber notado que alguien acababa de entrar en su apartamento. ¿Y lo de Emily? ¿Bromeaba? ¿Estaba ciega? ¿Era posible que no distinguiera que yo no era la chica que llevaba casi dos años trabajando para ella?-. Soy Andrea, Miranda, tu nueva ayudante.

Silencio. Un silencio omnipresente, insoportable, interminable, ensordecedor, debilitador.

Sabía que no debía seguir hablando, sabía que estaba cavando mi propia tumba, pero no podía contenerme.

– Estooo, lamento la confusión. La colocaré en los colgadores, como has dicho, y me iré. -¡Deja de dar explicaciones! A ella le importa un pimiento lo que estés haciendo, simplemente hazlo y lárgate-. Ya está. Que aproveche. Ha sido un placer conocerles.

Me volví para irme y caí en la cuenta de que no solo estaba haciendo el ridículo, sino que además decía estupideces. ¿Un placer conocerles? Si ni siquiera me habían presentado.

– ¡Emily! -oí justo cuando mi mano alcanzaba el pomo de la puerta-. Emily, que esto no vuelva a suceder. No nos gustan las interrupciones.

El pomo giró solo y por fin me encontré en el rellano. La escena había durado menos de un minuto, pero tenía la sensación de haber cruzado el largo de una piscina olímpica buceando.

Me derrumbé en el banco y respiré hondo varias veces. ¡La muy bruja! La primera vez que me llamó Emily pudo ser un error, pero la segunda lo había hecho, sin duda, a propósito. ¿Qué mejor manera de humillar y marginar a alguien que insistir en llamarla por otro nombre después de haberse negado a advertir su presencia en su propia casa? Y puesto que yo ya era el ser vivo de menor rango en la revista, como Emily no había dejado de recordarme, ¿era realmente necesario que Miranda me lo recordase también?

Pensé en quedarme allí y pasarme la noche disparando balas mentales a las puertas del ático A, pero oí un carraspeo y al levantar la cabeza vi al triste ascensorista mirando el suelo y esperando pacientemente a que me uniera a él.

– Lo siento -dije, y entré en el ascensor arrastrando los pies.

– No se preocupe -susurró estudiando detenidamente el suelo de madera-. Se acostumbrará.

– ¿Qué? Perdone, no he oído lo que…

– Nada, nada. Ya hemos llegado, señorita. Buenas noches.

La puerta se abrió al vestíbulo, donde encontré a Emily hablando a voz en grito por el móvil. Al verme lo cerró.

– ¿Cómo ha ido? Supongo que bien.

Pensé en contarle lo ocurrido, deseé con todas mis fuerzas que fuera una compañera solidaria, que formáramos un equipo, pero sabía que solo podía esperar otro rapapolvo. Y en ese momento era lo último que me apetecía.

– Todo ha ido como la seda. Estaban cenando y me limité a dejar las cosas exactamente donde me dijiste.

– Bien. Harás eso cada noche. Luego el coche te llevará a casa. En fin, pásalo bien en la fiesta de Marshall. Me encantaría ir, pero tengo hora para depilarme las ingles y no puedo anularla. ¿Puedes creer que están a tope hasta dentro de dos meses? ¡En pleno invierno! Será por toda esa gente que hace vacaciones en esta época del año, ¿no crees? No entiendo por qué todas las mujeres de Nueva York necesitan que les depilen las ingles justo ahora. Es bien raro, pero qué se le va a hacer.

La cabeza me palpitaba al ritmo de su voz y tuve la impresión de que, independientemente de lo que hiciera o dijera, estaba condenada de por vida a oír hablar a Emily de la depilación de las ingles. Casi hubiera preferido que me gritara por haber interrumpido la cena de Miranda.

– Exacto, qué se le va a hacer. Bueno, debo irme. He quedado con James a las nueve y ya pasan diez minutos. ¿Nos vemos mañana?

– Sí. Ah, por cierto, ahora que ya te he formado, tú seguirás llegando a las siete, pero yo no entraré hasta las ocho. Miranda ya lo sabe. Se da por hecho que la primera ayudante llega más tarde porque trabaja mucho más. -Estuve en un tris de abalanzarme sobre su garganta-. Así pues, sigue la rutina de la mañana tal como te he enseñado. Llámame si es necesario, pero a estas alturas ya deberías saberlo todo. ¡Adiós!

Se subió al segundo coche que esperaba delante del edificio.