– ¡Adiós! -triné con una enorme y falsa sonrisa. El conductor hizo ademán de bajar del automóvil para abrirme la portezuela, pero le dije que podía entrar sola-. Al Plaza, por favor.
James me esperaba en las escaleras exteriores a pesar de que estábamos, como mucho, a seis grados bajo cero. Se había ido a casa para cambiarse de ropa y parecía muy delgado con sus pantalones de ante negro y una camiseta blanca de cordoncillo sin mangas que realzaba su moreno de bote.
– Hola, Andy. ¿Cómo ha ido la entrega del Libro?
Estábamos en la cola para dejar los abrigos y yo acababa de divisar a Brad Pitt.
– ¡Dios mío, no puedo creerlo! ¿Brad Pitt está aquí?
– Sí, porque Marshall se encarga del pelo de Jennifer, por lo que ella también debe de andar por aquí. Caray, Andy, la próxima vez deberás creerme cuando te diga que no debes separarte de mí. Vamos a pedir una copa.
Los descubrimientos de Reese se sucedieron. A la una ya me había tomado cuatro copas y estaba de palique con una ayudante de moda de Vogue. Hablábamos de la depilación de las ingles. Apasionadamente. Y no me molestaba. Caramba, me dije mientras sorteaba a la gente en busca de James y dirigía una enorme sonrisa a Jennifer Aniston al pasar a su lado. La fiesta no estaba nada mal, pero me notaba achispada, tenía que estar de vuelta en el trabajo en menos de seis horas y hacía casi veinticuatro que no pisaba mi casa. Así pues, cuando divisé a James ligando con uno de los encargados del tinte del salón de Marshall, me dispuse a desaparecer, pero entonces noté una mano en la cintura.
– Hola -dijo uno de los tíos más guapos que había visto en mi vida. Esperé a que se diera cuenta de que había abordado a la chica equivocada, que por detrás debía de parecerme a su novia, pero se limitó a sonreír todavía más-. No eres muy habladora que digamos.
– Ja, y supongo que decir «hola» te convierte a ti en un tipo elocuente.
¡Andy! Cierra el pico, me ordené para mis adentros. ¿Un hombre de lo más atractivo se te acerca en una fiesta llena de celebridades y lo espantas sin más? Sin embargo, no se mostró ofendido y, por imposible que pareciera, su sonrisa ganó en amplitud.
– Lo siento -añadí examinando mi copa casi vacía-. Me llamo Andrea. Sí, me parece un comienzo mucho mejor.
Tendí una mano y me pregunté qué quería.
– En realidad tu entrada me ha gustado. Yo soy Christian. Me alegro de conocerte, Andy
Se apartó un rizo negro del ojo izquierdo y bebió un trago de su botella de Budweiser. Su rostro me sonaba vagamente, pensé, pero no sabía de qué.
– ¿Bud? -pregunté señalando su mano-. Ignoraba que sirvieran algo tan vulgar en una fiesta como esta.
Christian soltó una carcajada campechana cuando yo solo había esperado una risita.
– Siempre dices lo que piensas, ¿eh? -Debí de mirarle con cara de apuro, porque volvió a sonreír y añadió-: No, no, es una virtud. Y una virtud que escasea, sobre todo en esta industria. No podía resignarme a beber champán de una minibotella con una pajita. Me resultaba un poco castrante. Así que el camarero me consiguió una de estas de la cocina.
Se apartó otro rizo, el cual volvió a cubrirle el ojo en cuanto retiró la mano. Sacó una cajetilla de cigarrillos del bolsillo de su americana negra y me ofreció uno. Acepté y procedí a dejarlo caer con el fin de examinarle mientras me agachaba a recogerlo.
El cigarrillo aterrizó a unos centímetros de sus lustrosos mocasines de punta cuadrada con la inconfundible borla Gucci, y al subir observé que sus tejanos Diesel estaban perfectamente gastados y eran lo bastante largos y anchos por abajo para arrastrar un poco por la parte posterior del calzado, con el borde algo deshilachado por el roce continuo contra las suelas. Un cinturón negro, probablemente Gucci pero, por fortuna, no reconocible, sostenía los tejanos a la altura perfecta, o sea, justo por debajo de la cintura, y una sencilla camiseta blanca que, aunque podría haber sido Hanes, era sin lugar a dudas Armani o Hugo Boss resaltaba su hermosa piel bronceada. La americana negra parecía igual de cara y distinguida, puede que incluso confeccionada a medida para ajustarse a esa estructura de tamaño medio pero inexplicablemente sexy, pero eran sus ojos verdes lo que más llamaba la atención. Espuma de mar, pensé, recordando los viejos colores J. Crew que tanto nos gustaban en el instituto, o quizá, simplemente, verdiazul. La altura, la constitución, todo el conjunto me recordaba vagamente a Alex, solo que con mucho más estilo europeo y mucho menos Abercrombie. Un poco más moderno, un poco más guapo. Sin duda mayor, quizá unos treinta. Y probablemente demasiado astuto.
Extrajo un mechero y se acercó para asegurarse de que mi cigarrillo se encendía.
– ¿Y qué te trae a una fiesta como esta, Andrea? ¿Estás entre las pocas afortunadas que se ponen en manos de Marshall Madden?
– Me temo que no. Al menos por ahora, porque no se anduvo con rodeos cuando me insinuó que debería. -Me eché a reír y al momento comprendí que ansiaba desesperadamente impresionar a ese desconocido-. Trabajo en Runway y he venido con otro ayudante.
– ¿La revista Runway? Es un buen lugar para trabajar si te va el sadomasoquismo. ¿Te gusta?
No sabía si se refería al sadomasoquismo o al trabajo, pero consideré la posibilidad de que conociera ese mundillo lo bastante para saber que no era exactamente como parecía desde fuera. ¿Debería seducirle con la pesadilla de mi primera entrega del Libro? Ni hablar, no tenía ni idea de quién era ese tipo… Quizá trabajaba en algún departamento remoto de Runway que yo todavía no había visto, o tal vez para otra revista de Elias-Clark. O quizá, solo quizá, fuera uno de esos reporteros rastreros de Page Six contra los que Emily tanto me había prevenido. «Aparecen de repente -me había explicado con inquietud-, y tratan de hacerte decir algo jugoso sobre Miranda o Runway. Ten cuidado.» El Giro Paranoico de Runway volvió a asomar la cabeza.
– Sí. -Me eché a reír tratando de mostrarme natural y despreocupada-. Es un lugar extraño. No me va mucho la moda. En realidad preferiría escribir, pero supongo que no es un mal comienzo. ¿A qué te dedicas tú?
– Soy escritor.
– ¿De veras? Qué bien. -Confié en no haber expresado toda la condescendencia que sentía, pero resultaba muy irritante que todo el mundo en Nueva York se dijera escritor, actor, poeta o artista. Yo solía escribir en el periódico del college, pensé, y una vez, durante el bachillerato, hasta me publicaron un ensayo en la revista nacional de Hadassah. ¿Me convertía eso en escritora?-. ¿Qué escribes?
– Principalmente ficción, pero ahora mismo estoy trabajando en mi primera novela histórica. -Bebió otro trago y se apartó una vez más el maldito y adorable rizo.
«Primera» novela histórica implicaba que había otras novelas no históricas. Interesante.
– ¿De que trata?
Christian se detuvo a pensar y finalmente respondió:
– Es un relato contado desde el punto de vista de una joven ficticia sobre la vida en este país durante la Segunda Guerra Mundial. Todavía estoy investigando, transcribiendo entrevistas y cosas así, pero lo que he escrito hasta ahora no está mal. Creo que…
Siguió hablando, pero para entonces yo ya había desconectado. ¡Ostras! Había reconocido la descripción del libro al instante por un artículo del New Yorker que acababa de leer. Al parecer el mundo literario aguardaba con impaciencia su próxima aportación y no podía dejar de hablar del realismo con que describía a su protagonista. Por lo tanto, me hallaba en una fiesta charlando animadamente con Christian Collinsworth, el joven genio literario que había publicado su primer libro a los veinte años desde un cubículo de la biblioteca de Yale. Enloquecidos, los críticos habían asegurado que era uno de los logros literarios más trascendentales del siglo xx, y después escribió dos obras más, cada una de las cuales superó a la anterior en el tiempo de permanencia en la lista de libros más vendidos. El artículo del New Yorker incluía una entrevista donde el entrevistador aseguraba que Christian era «no solo una fuerza con muchos años por delante» en la industria literaria, sino una fuerza «poseedora de un tremendo atractivo, un estilo arrollador y un encanto tan natural que le garantizarían (ante la improbabilidad de que no lo hiciera su triunfo literario) una vida de éxito con las damas».