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– Es genial -dije, de repente demasiado cansada para mostrarme aguda, divertida o adorable.

Ese tipo era un escritor famoso. ¿Qué demonios quería de mí? Probablemente matar el tiempo antes de que su novia llegara de un reportaje fotográfico por el que cobraba diez mil dólares al día. En cualquier caso, ¿qué importaba eso?, me pregunté con dureza. Por si lo has olvidado, Andrea, tienes un novio increíblemente bueno, compasivo y adorable. ¡Ya basta! Me inventé que tenía que llegar a casa cuanto antes y Christian me miró con regocijo.

– Te doy miedo -declaró con una sonrisa burlona.

– ¿Miedo? ¿Por qué ibas a darme miedo? A menos que haya alguna razón para tenerlo… -No pude evitar flirtear yo también. Me lo había puesto demasiado fácil.

Me cogió del codo y me hizo dar media vuelta con habilidad.

– Vamos, te dejaré en un taxi.

Antes de que pudiera decir que era capaz de llegar sola a casa, que me alegraba de conocerle pero que se olvidara si pensaba que podría subir a mi apartamento, me encontré a su lado en la escalinata enmoquetada del Plaza.

– ¿Necesitan un coche? -preguntó el portero cuando salíamos.

– Sí, por favor, para la señorita -respondió Christian.

– Ya tengo coche, está allí-dije señalando el tramo de la Cincuenta y ocho correspondiente al Paris Theatre, donde los Town Car estaban alineados.

No le miré, pero noté que esbozaba otra sonrisa. Una de esas sonrisas. Me acompañó hasta el automóvil, abrió la portezuela y columpió el brazo galantemente hacia el asiento.

– Gracias -dije, y le tendí la mano-. Ha sido un placer conocerte, Christian.

– Lo mismo digo, Andrea. -Entonces tomó la mano que yo había esperado que estrechara y la apretó contra sus labios, donde la dejó una fracción de segundo más de lo debido-. Espero que volvamos a vernos pronto.

Para entonces yo había conseguido sentarme sin tropezar ni humillarme de otras maneras y procuraba no sonrojarme pese a notar que ya era demasiado tarde. Christian cerró la portezuela y observó cómo se alejaba mi coche.

Esta vez no me pareció extraño que, aunque hasta hacía unas pocas semanas jamás había visto el interior de un Town Car, hubiese tenido uno a mi disposición durante las últimas seis horas, y que, a pesar de no haber conocido a nadie realmente famoso hasta la fecha, acabara de codearme con celebridades de Hollywood y el soltero literario más deseado de Nueva York me hubiera hocicado -eso era, hocicado- la mano. No, nada de eso importaba en realidad, me dije una y otra vez. Todo forma parte de ese mundillo, un mundillo al que no quieres pertenecer. No obstante, me miré fijamente la mano tratando de recordar al milímetro el modo en que me la había besado. Acto seguido metí el ofensivo miembro en el bolso y saqué el móvil. Mientras marcaba el número de Alex, me pregunté qué iba a decirle.

Capítulo 9

Tardé doce semanas en rendirme al interminable surtido de prendas de diseño que Runway se empeñaba en proporcionarme. Doce larguísimas semanas de catorce horas diarias de trabajo y nunca más de cinco horas seguidas de sueño. Doce miserables semanas sintiéndome diariamente observada de los pies a la cabeza, sin recibir jamás un cumplido o como mínimo la impresión de que estaba aprobada. Doce semanas horriblemente largas sintiéndome como una estúpida y una incompetente. Así que decidí comenzar mi cuarto mes en Runway (¡solo ocho meses más!) como una mujer nueva y vestirme de acuerdo con mi papel.

Despertarme, vestirme y salir por la puerta durante esas doce reveladoras semanas me habían minado por completo. Hasta yo tenía que reconocer que sería más fácil poseer un armario lleno de ropa «adecuada». Hasta ese momento, vestirme había sido la parte más estresante de una rutina matinal ya de por sí horrible. El despertador sonaba tan temprano que no me atrevía a contárselo a nadie, como si la mera mención de la hora produjera dolor físico. Entrar a trabajar a las siete de la mañana era tan duro que rayaba en lo absurdo. Yo había estado levantada a las siete de la mañana en otras ocasiones de mi vida, por ejemplo aguardando en un aeropuerto a coger un vuelo temprano o terminando de estudiar para un examen programado ese mismo día, pero la mayoría de las veces que había visto esa hora despierta era porque había salido y aún no me había acostado, y nunca me pareció una hora horrible porque tenía todo el día por delante para dormir. Esto, sin embargo, era diferente. Esto era una privación de sueño constante, implacable e inhumana, y por mucho que intentara acostarme antes de la medianoche nunca lo conseguía. Las últimas dos semanas habían sido especialmente duras porque se estaban cerrando los números de primavera, de modo que a veces tenía que esperar el Libro hasta cerca de las once. Para cuando llegaba a casa después de entregarlo, ya era medianoche y todavía tenía que cenar y quitarme la ropa antes de caer desmayada.

Las estruendosas interferencias de mi radio-despertador -el único ruido del que no podía pasar- empezaban exactamente a las cinco y media de la madrugada. Entonces me obligaba a asomar un pie por debajo del edredón, estiraba la pierna en la dirección aproximada del radiodespertador (estratégicamente colocado al otro lado de la habitación para que exigiera cierto movimiento) y la desplazaba hasta que lo tocaba y las interferencias cesaban. Esto sucedía regularmente cada siete minutos, hasta las 6.04. Lily, que apenas sabía de moda, siempre ataviada con su uniforme estudiantil compuesto de tejanos, jerseys L.L. Bean y collares de cáñamo, me comentaba cada vez que nos veíamos: «Todavía no entiendo qué te pones para trabajar. Oye, que estamos hablando de Runway. Tu ropa es tan mona como la de cualquier otra chica, pero nada de lo que tienes es materia Runway».

Yo no le contaba que desde hacía semanas me levantaba antes de la hora con la firme determinación de imitar el estilo Runway a partir de mi ropero de república bananera. Cada mañana, acompañada de una taza de café, me pasaba media hora angustiándome entre botas, cinturones, lanas y microfibras. Me cambiaba de medias cinco veces hasta que por fin daba con el color, para luego acordarme de que las medias, del color y el estilo que fueran, no estaban bien vistas. Los tacones de mis zapatos eran siempre demasiado bajos, demasiado anchos, demasiado gruesos. No podía permitirme el cachemir. Todavía no había oído hablar del tanga (!) y, por consiguiente, me obsesionaba encontrar una forma de disimular la marca de las braguitas, objeto de cuchicheo de muchos descansos. Y por muchas veces que me los probara, no acababa de atreverme a llevar al trabajo un top ceñido o una blusa que dejara al descubierto el ombligo.

Así que al cabo de cuatro meses me rendí. Estaba demasiado agotada. Emocional, física, mentalmente. La prueba del ropero me había chupado toda la energía. Esto es, hasta que el día que cumplía cuatro meses en mi puesto tiré la toalla.

Era un día como otro cualquiera. Estaba con mi taza amarilla «I love Providence» rebuscando entre mis Abercrombie favoritos. ¿Por qué resistirme?, me pregunté. Vestir su ropa no significaba que me estuviera traicionando a mí misma, ¿cierto? Además, los comentarios sobre mi atuendo eran cada vez más frecuentes y perversos, y hasta había empezado a preguntarme si mi trabajo corría, de hecho, peligro. Me miré en el espejo y no tuve más remedio que echarme a reír: ¿la chica con sujetador Maidenform (¡ay!) y bragas de algodón Jockey (otro ¡ay!) quería parecer una Runway? Ja, con esas porquerías seguro que no. Maldita sea, trabajaba en la revista Runway. El simple hecho de ponerme algo que no estuviera deshilachado, raído, manchado o pasado ya no colaba. Aparté mis blusas genéricas y saqué la falda Prada de tweed, el jersey Prada de cuello alto negro y las botas Prada a media pantorrilla que Jeffy me había entregado una noche mientras yo esperaba el Libro.