– Para Miranda Priestly -contesté, y recé para que no reaccionara.
El hecho de que un profesional aparentemente culto y triunfador no tuviera ni idea de quién era Miranda me hacía muy, muy feliz. Con un poco de suerte, Benji no me defraudaría. Se encogió de hombros, dio una calada a su cigarrillo y me miró con expectación.
– Es la directora de Runway. -Bajé la voz y añadí con regocijo-: Y la peor hija de puta que he conocido en mi vida. En serio, nunca he conocido a nadie como ella; en realidad no es humana.
Tenía una letanía de quejas que me habría encantado volcar en Benji, pero el Giro Paranoico de Runway irrumpió con toda su fuerza. De repente me puse nerviosa, casi paranoica, convencida de que tenía delante un lacayo de Miranda enviado para espiarme desde el Observer o Page Six. Sabía que eso era ridículo, totalmente absurdo. Después de todo, conocía a Benji desde hacía años y estaba bastante segura de que no trabajaba para Miranda en calidad de nada. Pero no del todo. En realidad, ¿cómo podía estar segura del todo? Y a saber quién podía estar en ese preciso instante detrás de mí, escuchando cada una de mis desagradables palabras. Era preciso corregir el daño.
– Claro que es la mujer más poderosa del mundo editorial y de la moda, y no se puede llegar a la cima de dos importantes industrias de Nueva York repartiendo caramelos todo el día. Es comprensible que sea un poco dura en el trabajo. Yo también lo sería. Sí, en fin, ahora tengo que irme. Me alegro de haberte visto.
Y desaparecí tal como había hecho durante las últimas semanas cada vez que me descubría despotricando contra la bruja delante de alguien que no fuera Lily, Alex o mis padres.
– Bueno, no te desanimes -exclamó Benji mientras me dirigía hacia los ascensores-. Yo llevo aquí desde el jueves por la mañana.
Y dicho eso, aplastó desganadamente la colilla contra el cementó.
– Buenos días, Eduardo -dije mirándole con mis patéticos y exhaustos ojos-. Odio los putos lunes.
– Eh, levanta ese ánimo, al menos esta mañana la has ganado -repuso con una sonrisa.
Se refería, cómo no, a esas horribles mañanas en que Miranda aparecía a las cinco y había que acompañarla hasta arriba porque se negaba a llevar tarjeta de identificación. Acto seguido se paseaba por su despacho telefoneándonos a Emily y a mí hasta que una u otra conseguía despertarse, vestirse y personarse en la oficina como si se tratara de una emergencia nacional.
Empujé el torniquete, rezando para que ese lunes fuera diferente, para que Eduardo me dejara pasar sin necesidad de hacer el numerito. Negativo. Eduardo canturreó «Wanna be» con su enorme, dentuda sonrisa y su fuerte acento español.
El placer de haber hecho feliz al taxista y haber descubierto que había llegado antes que Miranda se evaporó. Como cada mañana, me asaltaron las ganas de abalanzarme sobre el mostrador y arrancarle la piel de la cara. Sin embargo, como era buena perdedora y Eduardo era mi único amigo en ese lugar, acepté la situación.
Respondí cantando mansamente en un tributo penoso al éxito de los noventa de las Spice Girls. Y una vez más Eduardo sonrió y me dejó pasar.
– Oye, y no lo olvides, ¡16 de julio! -exclamó.
– Lo sé, 16 de julio… -dije. Ese era el día de nuestro cumpleaños.
No recuerdo cómo o por qué Eduardo había descubierto la fecha de mi cumpleaños, pero le encantaba que coincidiera con el suyo. Y por alguna razón inexplicable, se convirtió en una parte de nuestro ritual matutino. Cada puñetero día.
En el lado de Elias-Clark había ocho ascensores, la mitad para las primeras diez plantas, la otra mitad para la planta décima en adelante. En realidad solo importaba la primera sección, pues casi todas las grandes firmas se hallaban en las primeras diez plantas. Anunciaban su presencia con paneles luminosos sobre las puertas de los ascensores. En el segundo piso había un gimnasio modernísimo, y gratuito, para los empleados que contaba con un circuito Nautilus completo y unas cien máquinas escaladoras, elípticas y de correr. Los vestuarios tenían saunas, jacuzzis, baños turcos y ayudantes con uniforme de criada. Un salón de belleza ofrecía servicios de manicura, pedicura y limpieza facial de emergencia. También había servicio de toallas, o eso me habían contado, pues no solo no tenía tiempo de ir, sino que el lugar permanecía abarrotado entre las seis de la mañana y las diez de la noche. Escritores, redactores y asistentes de ventas llamaban con tres días de antelación para reservar una plaza en las clases de yoga o de kick-boxing, e incluso entonces, si no llegaban quince minutos antes, perdían la reserva. Como todo lo demás en Elias-Clark destinado a hacer más agradable la vida de sus empleados, me estresaba.
Había oído el rumor de que existía un centro de guardería en el sótano pero, como no conocía a nadie que tuviera hijos, no estaba del todo segura. La verdadera acción empezaba en la tercera planta, en el comedor, en el que Miranda se negaba a comer con los obreros a menos que almorzara con Irv Ravitz, director general de Elias, que acostumbraba comer allí para mostrar cuan unido estaba a los empleados.
Subí dejando atrás las demás firmas famosas. La mayoría tenía que compartir planta con otra. Separadas por el mostrador de recepción, se miraban cara a cara tras unas puertas de cristal. Bajé en la décima planta y observé el reflejo de mi trasero en el cristal. El arquitecto, en un arrebato de genio y compasión, había tenido la delicadeza de no poner espejos en los ascensores. Como de costumbre, había olvidado mi tarjeta de identificación electrónica -la misma que seguía la pista de todos nuestros movimientos, compras y ausencias dentro del edificio- y tuve que forzar la entrada. Como la recepcionista no llegaba hasta las nueve, tenía que meterme debajo de su mesa, buscar el botón que desbloqueaba las puertas de cristal, echar a correr hasta ellas y abrirlas antes de que volvieran a bloquearse. A veces no lo conseguía hasta el tercer o cuarto intento, pero esta vez lo logré al segundo.
La planta siempre estaba a oscuras cuando yo llegaba, y cada mañana hacía el mismo trayecto hasta mi mesa. A mi izquierda, nada más entrar, estaba el departamento de publicidad, las chicas que adoraban vestirse con camisetas Chloe y tacones de aguja Jimmy Choo mientras repartían tarjetas de Runway. Estaban totalmente alejadas de cuanto tenía lugar en la sección editorial, que era la encargada de elegir la ropa para los anuncios de moda, cortejar a los escritores buenos, buscar los complementos para los conjuntos, entrevistar a los modelos, diseñar la composición del número y contratar a los fotógrafos. El departamento editorial viajaba a los lugares de moda del planeta para hacer los reportajes fotográficos, recibía regalos y descuentos de todos los diseñadores, iba a la caza de tendencias y asistía a fiestas en Pastis y Float porque «tenían que comprobar qué llevaba la gente».
El departamento comercial se encargaba de vender espacios publicitarios. A veces celebraban fiestas de promoción pero, como no asistía gente famosa, eran un aburrimiento (o eso me contó desdeñosamente Emily). Los días que el departamento comercial de Runway ofrecía una fiesta, mi teléfono no paraba de sonar con llamadas de personas a quienes apenas conocía que querían una invitación. «He oído que Runway da una fiesta esta noche. ¿Por qué no me han invitado?» Yo siempre me enteraba de que esa noche había una fiesta por alguien de fuera; el departamento editorial nunca estaba invitado porque, de todas formas, no iría. Como si no fuera suficiente que las chicas de Runway se burlaran, aterrorizaran y condenaran al ostracismo a todo aquel que no era una de ellas, también tenían que crear diferencias de clase internas.
Del departamento comercial partía un pasillo largo y angosto que se hacía eterno antes de llegar a la diminuta cocina situada en el lado izquierdo. En ella había un surtido de tés y cafés, así como una nevera con cajas de almuerzos, material superfíuo porque Starbucks tenía el monopolio de las dosis diarias de cafeína de los empleados y todos los almuerzos se seleccionaban cuidadosamente en el comedor o se pedían a uno de los miles de puestos de comida por encargo de los alrededores. Con todo, era un toque agradable, casi simpático; era como decir: «Eh, miradnos, tenemos bolsas Lipton, sacarina y hasta un microondas por si queréis calentaros las sobras de la cena de anoche. Somos como todo el mundo».