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Por fin llegué al enclave de Miranda. Eran las 7.05 y estaba tan cansada que apenas podía moverme. Sin embargo, como ocurría con todo lo demás, había una tarea que jamás cuestionaba ni alteraba. Abrí su despacho y entré para encender todas las luces. En la calle todavía era de noche y me encantaba el dramatismo de permanecer en la oscuridad del despacho de la poderosa, contemplando un Nueva York centelleante e incansable, e imaginarme en una película (tú eliges, cualquiera que tenga unos amantes abrazándose en la espaciosa terraza de su apartamento de seis millones de dólares con vistas al río), sintiéndome en la cresta del mundo. Entonces las luces se encendían y mi fantasía se apagaba. La visión de un Nueva York al amanecer, donde todo era posible, se desvanecía y me topaba con las caras idénticas y sonrientes de Caroline y Cassidy.

A continuación abrí el armario de nuestra oficina, el lugar donde colgaba el abrigo de ella (y el mío si ese día Miranda no traía uno de pieles, pues no le gustaba que nuestra vulgar lana, mía y de Emily, se codeara con sus zorros) y guardábamos algunas provisiones: chaquetas y prendas desechadas valoradas en decenas de miles de dólares, la ropa de la tintorería pendiente de ser trasladada a casa de Miranda y unos doscientos pañuelos Hermés de color blanco. Me habían contado que Hermés había decidido acabar con la fabricación de ese modelo, un sencillo y elegante recuadro de seda blanco. Alguien de la compañía pensó que debía una explicación a Miranda y la telefoneó para disculparse. Como era de esperar, ella le comunicó fríamente su decepción y compró todas las existencias que quedaban de ese modelo. Dos años antes de mi incorporación a la empresa llegaron a la oficina quinientos pañuelos, y ahora quedaban menos de la mitad. Miranda se los dejaba por todas partes: restaurantes, cines, desfiles, reuniones, taxis. Se los dejaba en los aviones, en el colegio de sus hijas, en la pista de tenis. Sin embargo, siempre llevaba uno incorporado elegantemente a su atuendo. Todavía no la había visto fuera de casa sin el pañuelo. Pero eso no era razón para que faltaran tantos. Tal vez Miranda pensaba que eran pañuelos de nariz, o gustaba de hacer anotaciones sobre seda en lugar de papel. Sea como fuere, daba la impresión de que realmente creía que eran de usar y tirar, y nadie sabía cómo sacarla de su error. Elias-Clark había pagado doscientos dólares por cada uno de ellos, pero qué importaba eso; nosotras se los pasábamos como si fueran Kleenex. Al ritmo que iba, en dos años ya no quedaría ninguno.

Yo había colocado las cajas naranjas de los pañuelos en el estante del armario destinado a repartos inmediatos, de donde salían con rapidez. Cada tres o cuatro días, Miranda se preparaba para salir a comer y decía con un suspiro: «An-dre-aaa, tráeme un pañuelo».

Me consolaba pensar que me marcharía de allí mucho antes de que se le acabaran. Quienquiera que tuviera la mala suerte de estar ocupando mi lugar ese día estaría obligado a comunicar a Miranda que ya no le quedaban pañuelos Hermés y que no era posible confeccionarlos, importarlos, crearlos, encargarlos o exigirlos. Solo de pensarlo se me erizaba la piel.

Acababa de abrir el armario cuando Uri telefoneó.

– ¿Andrea? Hola, hola, soy Uri. ¿Puedes bajar, por favor? Estoy en la Cincuenta y ocho, junto a Park Avenue, delante del New York Sports Club. Tengo algunas cosas para ti.

La llamada era una forma válida, aunque imperfecta, de decirme que Miranda estaba en camino. Quizá. Casi todas las mañanas Miranda enviaba a Uri por delante con un montón de ropa sucia para la tintorería, los números que se había llevado a casa para leer, zapatos o bolsos que era preciso reparar y el Libro. De ese modo yo podía ir a su encuentro, subir todas esas cosas indeseables y encargarme de ellas antes de que Miranda llegara a la oficina. Esto último ocurría media hora más tarde, cuando Uri, después de descargar las cosas, iba a buscarla allí donde se hubiera escondido.

Miranda podía estar en cualquier parte, pues, según Emily, nunca dormía. No la creí hasta el día que empecé a llegar a la oficina antes que ella y a ser la primera en escuchar el buzón de voz. Todas las noches sin excepción Miranda nos dejaba de ocho a diez mensajes ambiguos entre la una y las seis de la madrugada. Cosas como: «Cassidy quiere una de esas bolsas de nailon que llevan todas las niñas. Encarga una de tamaño mediano y de un color que le guste», o «Necesitaré la dirección y el teléfono de ese anticuario situado en las setenta, donde vi la cómoda antigua». Como si nosotras supiéramos qué bolsas de nailon eran el último grito entre las niñas de ocho años o en cuál de los cuatrocientos anticuarios de las setenta -por cierto, ¿Este u Oeste?- vio algo que le gustaba en un momento dado de los últimos quince años. Con todo, cada mañana yo escuchaba y transcribía fielmente los mensajes, pulsando «rebobinar» una y otra vez y esforzándome por comprender el acento e interpretar las pistas para no tener que pedir más información a Miranda.

En una ocasión que insinué esa posibilidad tropecé con una de esas miradas fulminantes de Emily. Preguntar a Miranda estaba, por lo visto, prohibido. Era preferible salir del paso y que luego te dijeran lo mucho que te habías desviado del blanco. Para localizar la cómoda antigua tuve que pasarme dos días y medio a bordo de una limusina -cortesía de Elias-Clark- recorriendo las setenta de Manhattan a ambos lados del parque. Tras descartar York Avenue (demasiado residencial), subí por la Primera, bajé por la Segunda, subí por la Tercera y bajé por Lex. Me salté Park (también demasiado residencial) y subí por Madison, y repetí el proceso por el lado oeste, bolígrafo en mano, ojo avizor, guía telefónica sobre el regazo y lista para saltar del coche a la primera tienda que atisbara con antigüedades. Honré a cada anticuario -e incluso algunas tiendas de muebles normales- con una visita personal. Cuando entré en la cuarta, ya era toda una experta.

«Hola, ¿venden cómodas antiguas?», casi grité ante la segunda que me abrió la puerta.

A partir de la sexta tienda ya no me molestaba ni en cruzar el umbral. Algún dependiente altivo me miraba de arriba abajo -¡y yo a callar!- para decidir si era alguien con quien merecía la pena esforzarse. La mayoría reparaba entonces en el Town Car y contestaba de mala gana sí o no, aunque algunos me pedían una descripción detallada de la cómoda en cuestión.

Si reconocían tener a la venta algo que encajaba con mis dos palabras, preguntaba de inmediato: «¿Ha estado Miranda Priestly aquí últimamente?». Los que no me habían tomado ya por loca ahora se mostraban dispuestos a llamar a seguridad. Algunos, muy pocos, jamás habían oído ese nombre, lo cual me encantaba, pues resultaba refrescante descubrir que todavía había seres humanos normales cuyas vidas no estaban dominadas por ella, y me marchaba sin más demora. La patética mayoría que reconocía el nombre se volvía súbitamente curiosa. Algunos se preguntaban para qué columna de sociedad escribía yo. Pero, al margen de las historias que me inventara, nadie la había visto en su tienda (con excepción de tres anticuarios que «hacía meses que no veían a la señorita Priestly y ¡oh, cómo la echamos de menos! Por favor, dígale que Franck/Charlotte/Sarabeth le envía recuerdos»).

En vista de que a las doce del tercer día aún no había encontrado la tienda, Emily me dio luz verde para regresar a la oficina y pedir más detalles a Miranda. En cuanto el coche se detuvo delante del edificio, empecé a sudar. Amenacé con saltar el torniquete si Eduardo no me dejaba pasar sin numerito. Cuando llegué a nuestra planta, el sudor ya me había traspasado la blusa. Las manos empezaron a temblarme en cuanto entré en la oficina, y el discurso (Hola, Miranda. Estoy bien, gracias por preguntar. ¿Cómo estás tú? Oye, solo quiero que sepas que he hecho lo posible por dar con el anticuario que me describiste, pero no he tenido demasiada suerte. ¿Crees que podrías decirme si está en el lado este u oeste de Manhattan? ¿O crees que podrías recordar el nombre?) que había ensayado una docena de veces simplemente desapareció en las regiones veleidosas de mi nervioso cerebro. Sin respetar el protocolo, en lugar de introducir la pregunta en el Boletín solicité permiso a Miranda para acercarme a su mesa. Probablemente porque no daba crédito a que hubiera osado hablar sin que ella me hubiera hablado primero, me lo concedió. Resumiendo: Miranda suspiró, condescendió y me insultó de todas sus encantadoras maneras posibles, pero al final abrió su agenda Hermes de cuero negro (cerrada incómoda pero elegantemente con un pañuelo Hermes blanco) y extrajo… la tarjeta de la tienda. «Te dejé esta información en la grabadora, An-dre-aaa. Supongo que hubiera sido demasiado pedir que la anotaras.»