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Le expliqué como mejor pude que trabajaba para una persona importante y poco razonable que se negaba a tener que esperar su café de la mañana. ¿Existía alguna posibilidad de que se me permitiera saltarme la cola, sutilmente, claro, y alguien me preparara el café sin demora? Por algún golpe de suerte incomprensible Marión, la gerente, asistía por las noches al FIT para obtener un título de comercial de moda.

«¡Dios mío, no puedo creerlo! ¿Trabajas para Miranda Priestly? ¿Y ella toma nuestro café con leche? ¿Grande? ¿Cada mañana? Increíble. ¡Claro, claro, por supuesto! Diré a todo el mundo que te lo sirvan en cuanto te vean. No te preocupes. ¡Miranda es la persona más influyente en el mundo de la moda!», había exclamado Marión mientras yo me obligaba a asentir con entusiasmo.

Así fue como conseguí saltarme una larga cola de neoyorquinos cansados, agresivos y farisaicos que llevaban muchísimos minutos esperando. Eso no me hacía sentir bien ni importante,y siempre temía el día que me tocaba hacerlo. Cuando la cola era tan larga como la de ese día -bordeaba todo el mostrador y llegaba hasta la puerta-, me sentía aún peor y sabía que iba a marcharme entre abucheos. La cabeza me palpitaba y notaba los ojos secos y pesados. Traté de olvidar que así era mi vida, la razón por la que me había pasado cuatro años memorizando poemas y estudiando prosa, el resultado de unas buenas calificaciones y un montón de peloteo. Pedí el café con leche grande de Miranda además de algunas consumiciones personales. Un capuchino amaretto grande, un frapuchino moka y un machiato con caramelo aterrizaron en mi bandeja de cuatro tazas junto con media docena de madalenas y cruasanes. El total ascendió a 28,83 dólares y me aseguré de añadir el recibo a la hinchada sección de facturas de mi billetero que más adelante me reembolsaría el siempre cumplidor Elias-Clark.

Tenía que apresurarme, pues ya habían pasado doce minutos desde la llamada de Miranda y probablemente estaría sentada a su mesa, enfurecida, preguntándose dónde me metía cada mañana; la taza con el logo de Starbucks nunca conseguía despejar sus dudas. En el momento en que me disponía a levantar la bandeja del mostrador sonó el móvil. Como siempre, el corazón me dio un vuelco. Sabía que era ella, lo sabía con certeza, pero nunca dejaba de sobresaltarme. El identificador de llamadas confirmó mis sospechas y me sorprendió oír la voz de Emily por la línea de Miranda.

– Está aquí y está cabreada -susurró-. Ven ahora mismo.

– Hago lo que puedo -gruñí mientras hacía equilibrios para sostener la bandeja y los cruasanes con una mano y el móvil con la otra.

He ahí la razón fundamental del odio que existía entre Emily y yo. Puesto que ella era la «primera» ayudante, yo era más bien la ayudante personal de Miranda, encargada de recoger los cafés y las comidas, ayudar a sus hijas con los deberes y correr por toda la ciudad con el objetivo de encontrar la vajilla perfecta para sus cenas sociales. Emily llevaba la cuenta de sus gastos, le organizaba los viajes y -lo más trabajoso de todo- le hacía el pedido de ropa personal cada determinados meses. Por lo tanto, cuando yo salía cada mañana en busca de golosinas, Emily se quedaba sola atendiendo el teléfono y las exigencias de una Miranda alerta y madrugadora. Yo la odiaba porque, como no tenía que dejar el agradable calor de la oficina seis veces al día para recorrer Nueva York buscando, encargando y recogiendo cosas, podía llevar tops. Ella me odiaba porque carecía de razones para salir de la oficina y sabía que yo siempre me tomaba mi tiempo para hablar por teléfono y fumar.

La vuelta desde Starbucks generalmente duraba más que la ida, pues tenía que repartir los cafés y las pastas. Siempre elegía a los indigentes, una pequeña pandilla que rondaba por los pórticos y dormía en los portales de la Cincuenta y siete burlando los esfuerzos de la ciudad por «acabar con ellos». La policía los echaba a empujones antes de que comenzara la hora punta, pero todavía estaban allí cuando yo hacía la primera ronda de cafés del día. Me encantaba, incluso estimulaba, que esos carísimos cafés pagados por Elias llegaran a manos de la gente más indeseable de la ciudad.

Al hombre empapado de orina que dormía fuera de Banana Republic le tocaba cada mañana el frapuchino moka. Nunca se despertaba para recibirlo, pero yo se lo dejaba (con pajita incluida, naturalmente) junto al codo izquierdo y ya no estaba -tampoco él- horas más tarde, cuando regresaba para mi siguiente ronda cafetera.

La anciana que se subía a su carrito y sacaba un cartón que rezaba «Sin casa/puedo limpiar/necesito comida» se llevaba el machiato con caramelo líquido. Pronto me enteré de que se llamaba Theresa, y al principio solía comprarle un capuchino como el de Miranda. Siempre me daba las gracias, pero nunca hacía ademán de probarlo en mi presencia. Cuando un día le pregunté si quería que no le llevara más café, negó enérgicamente con la cabeza y farfulló que no quería parecer quisquillosa, pero que preferiría algo más dulce, menos fuerte. Al día siguiente hice que al capuchino le pusieran aroma de vainilla y lo cubrieran de nata. ¿Mejor? Oh, sí, mucho, mucho mejor, pero quizá ahora era una pizca demasiado dulce. Pasó otro día y por fin di en el clavo: por lo visto a Theresa le gustaba el café sin aromas y cubierto de nata y caramelo líquido. Esbozó una amplia sonrisa desdentada y a partir de ese día lo engullía en cuanto se lo entregaba.

El tercer café era para Rio, el nigeriano que vendía discos en una manta delante de una torre Trump. No parecía un indigente, pero una mañana se me acercó mientras tendía a Theresa su dosis de cafeína y dijo, o más bien trinó: «¿Eres, eres, eres el hada madrina de Starbucks o qué? ¿Dónde está el mío?».

Al día siguiente le entregué un capuchino amaretto grande y desde entonces somos amigos.

Cada día me gastaba 24 dólares de más en cafés (el capuchino de Miranda solo costaba cuatro) a fin de propinar otro golpe pasivo agresivo a la compañía, mi reprimenda personal por el reinado sin límites de Miranda Priestly. Y se los daba a los locos y malolientes porque sabía que era eso -no el gasto- lo que realmente les cabrearía.

Cuando llegué al vestíbulo, Pedro, el chico de los repartos de Mangia, de acento mexicano, estaba al lado de los ascensores hablando en español con Eduardo.

– Eh, aquí está nuestra chica -dijo mientras algunas ayudantes de moda nos miraban de hito en hito-. Tengo el beicon, las salchichas y una cosa asquerosa de queso. ¡Hoy solo has pedido un desayuno! No entiendo cómo puedes comerte esta porquería y estar tan flaca, chica. -Sonrió.

Reprimí el deseo de decirle que él no tenía ni idea de lo que era una chica flaca. Pedro sabía muy bien que no era yo quien daba cuenta de sus desayunos pero, al igual que la docena restante de personas con las que hablaba cada día antes de las ocho de la mañana, ignoraba los detalles. Le entregué, como siempre, un billete de diez por el desayuno de 3,99 y subí.

Cuando entré en la oficina Miranda estaba al teléfono y su guerrera Gucci de piel de serpiente, desparramada sobre mi mesa. El pulso se me disparó. ¿Tanto le costaba dar los dos pasos que había hasta el armario, abrirlo y colgarse el abrigo? ¿Por qué tenía que arrojarlo sobre mi mesa? Dejé el capuchino, miré a Emily, que estaba demasiado ocupada atendiendo el teléfono para reparar en mí, y colgué la piel de serpiente. Me quité el abrigo y me agaché para guardarlo debajo de mi mesa, pues si lo dejaba en el armario podría infectar al de Miranda.

Cogí dos terrones de azúcar sin refinar y un agitador de las provisiones que guardaba en un cajón de mi mesa y lo envolví todo en una servilleta. Se me ocurrió escupir en el café, pero logré contenerme. Saqué un plato pequeño de porcelana de otro cajón, vertí en él la carne grasienta y el brioche legamoso, y me limpié las manos en la ropa sucia de Miranda que tenía escondida debajo de la mesa para que no descubriera que todavía no había sido recogida. En teoría debía lavar el plato cada día en el fregadero de uno de nuestros simulacros de cocina, pero no me hacía ninguna gracia. La humillación de fregar el plato de Miranda delante de todo el mundo me impulsaba a limpiarlo con pañuelos de papel después de cada comida y rascar los restos de huevo y queso con las uñas. Si estaba muy sucio o llevaba mucho tiempo sin lavar, abría una botella del Pellegrino que guardábamos por cajas y le echaba un chorrito. Tenía la sospecha de que había caído muy bajo, pero lo más preocupante era la naturalidad con que lo había hecho.