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No hables demasiado de ti, no domines la conversación, consigue que esté lo bastante cómodo para charlar del tema que más le gusta y conoce: él.

– Mientes muy bien, Andrea. Para un oído inexperto habría sonado creíble, aunque ya conoces el dicho. No puedes timar a un timador. Pero no te preocupes, por esta vez no lo tendré en cuenta. -Abrí la boca para rechazar la acusación, pero en lugar de hablar me eché a reír. Muy perceptivo-. Y ahora iré al grano porque estoy a punto de tomar un avión con destino a Washington y a los agentes de seguridad no les está haciendo ninguna gracia que pase por el detector de metales mientras hablo por teléfono. ¿Tienes plan para el sábado por la noche?

Detestaba que la gente planteara las preguntas de ese modo, o sea, que te preguntara si tenías plan antes de contarte el suyo. ¿Quería meter a la hija de su vecino en Runway y que yo pasara su curriculum? ¿O quería que alguien le paseara el perro mientras él concedía otra entrevista de ocho horas al New Yorker? Estaba buscando una respuesta evasiva cuando añadió:

– Tengo una reserva en Babbo para este sábado a las nueve. Vendrán algunos amigos, la mayoría redactores y gente bastante interesante. Una mujer del Buzz y un par del New Yorker. ¿Te apetece?

En ese momento pasó una ambulancia con la sirena a todo volumen y las luces centelleando, esforzándose por sortear el denso tráfico. Los conductores, como siempre, ni se inmutaron, y la ambulancia tuvo que esperar como todos los demás a que el semáforo se pusiera verde.

¿Acababa de proponerme una cita? Sí, creo que eso era exactamente lo que había hecho. ¡Me había propuesto una cita! Christian Collinsworth me había pedido que saliera con él, un sábado por la noche para ser precisos, y al Babbo, donde había reservado una mesa para cenar con un grupo de gente inteligente e interesante, gente como él. ¡Lo del New Yorker era lo de menos! Me devané los sesos tratando de recordar si en la fiesta le había mencionado que el Babbo era el restaurante de Nueva York que más ganas tenía de conocer, que me encantaba la comida italiana y sabía que Miranda adoraba ese lugar. En una ocasión hasta decidí pulirme el salario de una semana en una cena y llamé a fin de reservar una mesa para Alex y para mí, pero tenían los siguientes cinco meses completos. Durante los últimos dos años y medio nadie me había invitado a salir salvo Alex.

– Córcholis, Christian, me encantaría -comencé, y al instante traté de olvidar que acababa de decir «córcholis». ¡Córcholis! La escena donde Baby anuncia orgullosamente a Johnny que ha transportado una sandía me vino a la mente, pero enseguida la aparté y me obligué a seguir hablando pese a la vergüenza-. Me encantaría, de veras… -Eso ya lo has dicho, boba, trata de decir algo más-. Pero no puedo. Ya… ya tengo planes para el sábado.

En general, una buena respuesta, pensé. Aunque había hablado a gritos para que se me oyera por encima de la sirena, creo que soné bastante digna. No tenía por qué estar libre para una cita dentro de dos días, ni tenía por qué revelar la existencia de un novio… después de todo, no era asunto suyo. ¿Cierto?

– ¿De veras tienes planes, Andrea, o crees que a tu novio no le gustaría que salieras con otro hombre?

Quería sonsacármelo, lo sabía.

– Sea lo que sea, no es asunto tuyo -respondí remilgadamente, como la telefonista del colegio de Alex, y hasta puse los ojos en blanco.

Crucé la Tercera Avenida sin advertir que el semáforo estaba en rojo y una camioneta casi se me llevó por delante.

– De acuerdo, esta vez te perdono, pero volveré a intentarlo. Y sospecho que la próxima vez aceptarás.

– ¿No me digas? ¿Y qué te hace pensar eso?

La seguridad que al principio me había parecido tan atractiva empezó a resultarme sumamente arrogante. Por desgracia, eso le hacía aún más atractivo.

– Una corazonada, Andrea, solo una corazonada. Y no hace falta que tu preciosa cabecita se preocupe, y tampoco la de tu novio. Solo era una invitación amistosa para una buena comida con una buena compañía. Quizá le gustaría apuntarse, Andrea. Me refiero a tu novio. Debe de ser un gran tipo. Me encantaría conocerle.

¡No!, estuve a punto de gritar, horrorizada ante la idea de tener a los dos sentados a una mesa frente a frente, ambos sorprendentes de formas tan radicalmente distintas. Me daría vergüenza que Christian viera la integridad y el carácter bonachón de Alex. A los ojos de Christian, Alex sería un paleto ingenuo. Y más vergüenza me daría que Alex viera, con sus propios ojos, todas las cosas feas que tanto me atraían de Christian: la elegancia, el descaro y esa seguridad en sí mismo tan firme que parecía imposible poder ofenderle.

– No -dije entre risas o más bien obligándome a reír para tratar de parecer despreocupada-. No creo que sea una buena idea, aunque estoy segura de que a él también le encantaría conocerte.

Christian rió conmigo, pero su risa se había vuelto burlona y condescendiente.

– Lo decía en broma, Andrea. Ignoro si tu novio es un gran tipo o no, pero no tengo especial interés en conocerle.

– No, claro, te había entendido…

– Oye, tengo que colgar. ¿Por qué no me llamas si cambias de opinión… o de planes? La oferta sigue en pie. Ah, y que tengas un buen día. Adiós.

Y colgó sin darme tiempo a contestar.

¿Qué demonios acababa de ocurrir? Rebobiné: Escritor Inteligente e Impresionante había dado con mi número de móvil, había llamado y me había propuesto una cita para el sábado por la noche en un Restaurante Moderno e Impresionante. No estaba segura de si él sabía de antemano que tenía novio, pero el dato no pareció desalentarle. De lo único que estaba segura era de que había pasado demasiado tiempo al teléfono, hecho que constaté cuando eché un vistazo al reloj. Habían transcurrido 22 minutos desde que abandoné la oficina, más de lo que solía tardar en ir y volver.

Guardé el móvil y me di cuenta de que ya estaba en el restaurante. Abrí la puerta de madera y entré en el oscuro y silencioso comedor. Aunque todas las mesas estaban ocupadas por banqueros y abogados que roían sus filetes favoritos, el silencio era casi absoluto, como si cada una hubiera sido hábilmente insonorizada y la lujosa moqueta y la combinación de colores masculinos absorbieran el ruido.

– ¡Andrea! -oí gritar a Sebastian desde el atril de recepción. Vino derecho mí como si yo portara algún medicamento vital-. ¡Estamos tan felices de tenerte aquí!

Dos chicas de traje gris que tenía detrás asintieron con la cabeza.

– ¿De veras? ¿Por qué?

Nunca podía evitar jugar un poco con Sebastian. Era un pelota difícil de creer. Se inclinó hacia mí con actitud conspiradora. Su emoción era palpable.

– En fin, ya sabes lo que siente todo el personal de Smith and Wollensky por la señorita Priestly, ¿verdad? Runway es una revista tan bonita, con esas fotos tan bellas, esos estilos sorprendentes y, naturalmente, esos relatos literarios fascinantes. ¡Todos la adoramos!

– Relatos literarios, ¿eh? -dije reprimiendo una carcajada.

Sebastian asintió y se volvió cuando una de sus ayudantes le dio un golpecito en el hombro para entregarle una bolsa.

– ¡Ajá! -gritó de alegría-. Aquí está, una comida preparada a la perfección para una directora perfecta… y una ayudante perfecta -añadió con un guiño.

– Gracias, Sebastian, las dos te estamos muy agradecidas.

Abrí la mochila de algodón natural, parecida a esas bolsas superchulas de Strand que llevaban colgadas del hombro todos los estudiantes de la Universidad de Nueva York pero sin el logo, y me aseguré de que no faltara nada. Una libra y cuarto de bistec tan crudo que era posible que ni siquiera lo hubieran pasado por la plancha. Correcto. Dos patatas asadas, ambas del tamaño de un gatito, y muy calientes. Correcto. Un pequeño recipiente con puré de patatas reblandecido con mucha nata líquida y mantequilla. Correcto. Ocho espárragos perfectos, con las puntas rollizas y jugosas y la base bien afilada. Correcto. Una salsera de metal con mantequilla blanda, una caja con sal gorda kosber, un cuchillo de carne con mango de madera y una servilleta blanca de hilo que ese día estaba doblada con la forma de una falda plisada. Adorable. Sebastian aguardaba mi reacción.