– Muy bien, Sebastian -dije como si estuviera felicitando a un cachorro-. Hoy te has superado.
Su rostro se iluminó y dirigió la mirada al suelo con experta humildad.
– Gracias. Ya sabes lo que siento por la señorita Priestly, y es un honor, en fin, ya sabes…
– ¿Preparar su almuerzo? -le ayudé.
– Exacto. Tú me entiendes.
– Por supuesto, Sebastian. Estoy segura de que le encantará.
No tuve el coraje de decirle que yo desmontaba toda su creación porque la señorita Priestly, a la que tanto adoraba, sufriría un ataque si tropezara con una servilleta con forma de todo menos de servilleta, tanto si parecía una bolsa de bolos como un tacón de aguja. Me coloqué la mochila bajo el brazo para irme, y en ese momento sonó el teléfono.
Sebastian me miró expectante, deseoso de que la voz al otro lado de la línea fuera la de su amada, su razón de vivir. No le defraudó.
– ¿Eres Emily? ¿Emily, eres tú? Casi no te oigo -dijo la voz de Miranda en un colérico estacato.
– Hola, Miranda. Sí, soy Andrea -repuse con calma mientras Sebastian se desvanecía al oír su nombre.
– ¿Acaso estás preparando tú la comida, Andrea? Porque, según mi reloj, la pedí hace más de veinte minutos. No se me ocurre razón alguna, si estuvieras haciendo tu trabajo como es debido, para que la comida no esté aún sobre mi mesa. ¿Y a ti?
¡Me había llamado por mi nombre! Una pequeña victoria, pero no tenía tiempo de celebrarla.
– Lamento la tardanza, pero ha habido una pequeña confusión con…
– Ya sabes lo poco que me interesan los detalles.
– Sí, lo sé, y no tardaré en…
– Te llamo para decirte que quiero la comida, y ahora mismo. No hay lugar para matices, Emily. Quiero. Mi. Comida. ¡Ya!
Y colgó. Las manos me temblaban tanto que el teléfono, como si estuviera cubierto de arsénico abrasador, se me cayó al suelo. Sebastian, que parecía al borde del desmayo, se agachó para recogerlo y me lo tendió.
– ¿Está enfadada con nosotros, Andrea? ¡Espero que no piense que la hemos defraudado! ¿Lo piensa? ¿Piensa eso?
Su boca formó un óvalo apretado y las venas de la frente, ya marcadas de por sí, le palpitaban con fuerza. Deseé odiarle tanto como la odiaba a ella, pero solo me inspiró pena. ¿Por qué a ese hombre, que parecía extraordinario únicamente por lo poco mediocre que era, le importaba tanto Miranda Priestly? ¿Por qué estaba tan empeñado en complacerla, impresionarla, atenderla? Quizá debería ocupar mi puesto, pensé, porque yo dimitía. Sí, se acabó. Regresaría a la oficina y dimitiría. ¿Por qué tenía que aguantar las gilipolleces de Miranda? ¿Qué le daba derecho a hablarnos a mí y a los demás de ese modo? ¿El cargo? ¿El poder? ¿El prestigio? ¿La maldita Prada? ¿Desde cuándo, en un universo justo, se consideraba eso una conducta aceptable?
El recibo de la comida de 95 dólares que debía cargar a Elias-Clark descansaba sobre el atril, y lo firmé con un garabato ilegible. En esos momentos ya no sabía si la firma era de Miranda, de Emily o de Mahatma Gandhi, pero tampoco me importaba. Cogí la bolsa y me marché, dejando al frágil Sebastian con su angustia. En cuanto alcancé la calle subí a un taxi y a punto estuve de derribar a un anciano en el proceso. No disponía de tiempo para ocuparme de él. Tenía un empleo que dejar. Pese al tráfico del mediodía, recorrimos el puñado de manzanas en cinco minutos y di al taxista un billete de veinte. Le habría dado uno de cincuenta de haberlo tenido y haber concebido la forma de recuperarlo de Elias, pero no llevaba ninguno en la cartera. El hombre se puso a contar el cambio, pero cerré la portezuela y eché a correr. Deja que esos veinte alimenten a una niñita o reparen un calentador de agua, pense. O compren unas cervezas después del trabajo en las cocheras de Queens. Hiciera lo que hiciera el taxista con ellos, sería más noble que comprar otra taza de Starbucks.
Llena de indignación farisaica, entré en tromba en el edificio y no hice caso de las miradas de desaprobación del pequeño grupo de ayudantes de moda que había en un rincón. Vi a Benjamín salir de los ascensores de Bergman, pero me desvié rápidamente para no perder tiempo, deslicé la tarjeta y apreté la cadera contra el torniquete. ¡Mierda! La barra metálica chocó contra el hueso de la pelvis y supe que iba a salirme un moretón. Levanté la vista para ver las dos filas de dientes deslumbrantes y la cara rolliza y sudorosa que los enmarcaba. Eduardo. Quería gastarme una broma. Seguro.
Le lancé mi mirada más malévola, esa que expresaba simplemente «¡Muérete!», pero no funcionó. Sin apartar la vista de él corrí hacia el siguiente torniquete, deslicé la tarjeta a toda velocidad y me abalancé sobre la barra. Eduardo había conseguido bloquearla justo a tiempo, y me quedé allí quieta mientras él dejaba pasar a las ayudantes de moda por el primer torniquete, una a una. Seis en total, y allí seguía yo, tan impotente que pensé que iba a echarme a llorar. Eduardo no tuvo compasión.
– Amiga, no pongas esa cara. Esto no es una tortura, sino un pasatiempo. Ahora, por favor, presta atención, porque… -arrancó con los primeros versos de «I think we are alone now».
– ¡Eduardo! ¿Cómo quieres que represente eso? ¡Ahora mismo no tengo tiempo para esa gilipollez!
– De acuerdo, por esta vez no actúes, solo canta. Yo empiezo y tú acabas.
Supuse que tendría que dimitir si conseguía llegar arriba porque de todos modos iban a despedirme. No perdía nada por alegrar el día a alguien, así que continué cantando sin perder un solo compás.
Me incliné al percatarme de que Mickey, el capullo del primer día, estaba intentando escuchar, y Eduardo terminó por mí. Después soltó una carcajada y lanzó una mano al aire. Choqué con él esos cinco y oí el clic que hacía la barra metálica al desbloquearse.
– ¡Disfruta de tu almuerzo, Andy! -exclamó sin dejar de sonreír.
– Tú también, Eduardo, tú también.
El viaje en ascensor transcurrió, por fortuna, sin incidentes, y hasta que tuve delante las puertas de nuestra oficina no comprendí que no podía dimitir. Aparte de una razón obvia -sería demasiado aterrador hacerlo sin una preparación previa, pues ella probablemente se limitaría a mirarme y decir «No, no te permito que dimitas», y entonces ¿qué diría yo?-, no debía olvidar que era únicamente un año de mi vida. Un solo año a fin de evitar muchos más años de desdicha. Un año, 365 días soportando esta basura para hacer lo que en realidad quería hacer. No era mucho pedir y, además, estaba demasiado cansada para ponerme a buscar otro trabajo. Demasiado cansada.
Emily levantó la vista cuando entré.
– Miranda volverá enseguida. El señor Ravitz acaba de convocarla en su despacho. En serio, Andrea, ¿por qué has tardado tanto? Ya sabes cómo se pone cuando te retrasas. ¿Y qué se supone que debo decirle? ¿Qué estás fumando en lugar de estar comprando su café, o hablando con tu novio en lugar de estar recogiendo su almuerzo? No es justo, no lo es.
Emily devolvió su atención al ordenador con cara de resignación.
Tenía razón, desde luego. No era justo. Ni para mí, ni para ella, ni para ningún ser humano semicivilizado. Me sentí mal por ponerle las cosas aún más difíciles, cosa que hacía cada vez que pasaba unos minutos de más fuera de la oficina para despejarme. Porque cada segundo que yo estaba fuera era otro segundo que la atención implacable de Miranda se concentraba en Emily. Juré que me esforzaría por hacerlo mejor.