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– Tienes toda la razón, Em, y lo siento. Me esforzaré más.

Emily pareció asombrada y complacida.

– Te lo agradecería, Andrea. Verás, yo he hecho tu trabajo y sé lo asqueroso que es. Créeme, había días que tenía que salir cinco, seis y hasta siete veces, nevase o tronase, para comprarle el café. Estaba tan cansada que apenas podía andar. ¡Sé lo que es! A veces me llamaba para preguntarme dónde estaba algo, como el capuchino, la comida o una pasta para dientes sensibles que me había enviado a buscar (me tranquilizaba saber que al menos sus dientes tenían algo de sensibilidad) cuando yo todavía seguía en el edificio. ¡Aún no me había dado tiempo de salir a la calle! Ella es así, Andy. Si sigues rebelándote contra eso, no sobrevivirás. Con su actitud no pretende hacer daño, te lo aseguro. Simplemente es así.

Asentí con la cabeza y lo comprendí, pero no podía aceptarlo. No había trabajado en ningún otro lugar, pero me negaba a creer que todos los jefes se comportaran así. ¿Estaba equivocada?

Dejé la bolsa de la comida sobre mi mesa y me dispuse a servirla. Uno a uno, saqué los recipientes térmicos y dispuse los alimentos (con elegancia, esperaba) en un plato de porcelana. Deteniéndome únicamente para limpiarme las manos grasientas en unos pantalones Versace que aún no había enviado a la tintorería, coloqué el plato en la bandeja de teca y azulejos que guardaba debajo de mi mesa. Al lado puse la salsera llena de mantequilla, la sal y los cubiertos envueltos en una servilleta que ya no parecía una falda plisada. Tras un rápido repaso a mi obra de arte me percaté de que faltaba el Pellegrino. ¡Date prisa, volverá dentro de un minuto! Corrí a una de las minicocinas, cogí un puñado de cubitos de hielo y soplé sobre ellos para que no me quemaran las manos. Soplar estaba solo a un paso, un pasito, de chupar. ¿Lo hago? ¡No! Supérate, elévate. No escupas en su comida ni chupes sus cubitos de hielo, eres una persona demasiado educada para hacer eso.

El despacho de Miranda estaba vacío cuando regresé y lo único que me quedaba por hacer era servir el agua y colocar la bandeja sobre su mesa. Luego Miranda volvería, se sentaría ante su gigantesco escritorio y ordenaría que alguien cerrara las puertas de su despacho. Sería una de las pocas ocasiones en que yo me levantaría gustosamente, porque eso significaría no solo que Miranda pasaría media hora detrás de esas puertas ronroneando con MUSYC, sino que había llegado la hora de comer también para nosotras. Una podría bajar corriendo hasta el comedor, coger lo primero que viera y regresar corriendo para que entonces pudiera ir la otra, y esconder la comida debajo de la mesa o detrás de la pantalla del ordenador por si ella salía inesperadamente. Si existía una regla tácita pero irrefutable era que el personal de Runway no comía delante de Miranda. Punto.

Mi reloj decía que eran las dos y cuarto. Mi estómago decía que era casi de noche. Hacía siete horas que había engullido la madalena de chocolate mientras regresaba de Starbucks. Estaba tan hambrienta que hasta pensé en dar un bocado al bistec.

– Em, tengo tanta hambre que podría desmayarme. Creo que voy a bajar a comprar algo. ¿Quieres que te traiga alguna cosa?

– ¿Estás loca? Todavía no le has servido la comida. Volverá en cualquier momento.

– Hablo en serio, no me encuentro bien. No creo que pueda esperar. -Empezaba a sentirme mareada por la falta de sueño y de azúcar en la sangre. Hasta dudaba de mi capacidad para trasladar la bandeja al despacho de Miranda aunque apareciera en ese mismo instante.

– ¡Andrea, ten un poco de sentido común! ¿Qué pasaría si te la encontraras en el ascensor o la recepción? Sabría que habías abandonado la oficina y se pondría furiosa. Es demasiado arriesgado. Ya lo tengo, yo misma iré a buscarte algo.

Emily cogió su monedero y salió de la oficina. Cuatro segundos después vi que Miranda se acercaba por el pasillo. En cuanto divisé su rostro ceñudo se me pasó por completo la sensación de mareo, hambre y fatiga, y salté de mi asiento para llevar la bandeja a su mesa antes de que ella la cogiera personalmente.

Regresé a mi silla, con la cabeza dolorida, la boca seca y totalmente aturdida justo cuando su primera Jimmy Choo cruzaba el umbral. Miranda no se dignó mirarme y, por fortuna, no reparó en la ausencia de Emily. Tuve la impresión de que su reunión con el señor Ravitz no había ido demasiado bien, aunque quizá su cara de palo solo se debiera al resentimiento de haber tenido que dejar su despacho para ir al de otra persona. El señor Ravitz era el único ser de todo el edificio al que Miranda se esforzaba por complacer.

– ¡An-dre-aaa! ¿Qué es esto? Por favor, dime qué demonios es esto.

Entré corriendo en el despacho, me detuve frente a la mesa y me quedé mirando el menú que Miranda siempre consumía cuando no comía fuera. Tras un rápido repaso mental comprobé que no faltaba nada, no había nada fuera de lugar ni nada mal cocinado. ¿Qué ocurría entonces?

– Tu almuerzo -contesté con calma procurando no parecer sarcástica dado que mi afirmación no podía ser más obvia-. ¿Hay algún poblema?

Creo que Miranda, en honor a la verdad, se limitó a separar los labios, pero en mi estado de semidelirio me pareció que enseñaba unos colmillos afilados.

– ¿Hay algún problema? -me imitó con una voz chillona que nada tenía que ver con la mía, una voz que, de hecho, no parecía humana. Entornó los ojos y se inclinó hacia mí, resistiéndose, como siempre, a elevar la voz-. Sí, hay un problema, un problema muy grave. ¿Por qué al regresar a mi despacho tengo que encontrarme esto en mi mesa?

Parecía uno de esos acertijos retorcidos. ¿Por qué al regresar a su despacho tenía que encontrarse eso en su mesa?, me pregunté. Estaba claro que el hecho de que lo hubiera pedido una hora atrás no era la respuesta adecuada, pero no se me ocurría otra. ¿No le gustaba la bandeja? No, eso no era posible, la había visto un millón de veces y jamás se había quejado. ¿Se habían equivocado con la carne? No, tampoco. En una ocasión el restaurante me envió de vuelta con un maravilloso filete pensando que a Miranda le gustaría más eso que el duro bistec, y casi le dio un infarto. Me obligó a telefonear al cocinero y a gritarle mientras ella permanecía a mi lado y me transmitía lo que tenía que decirle. «Lo siento, señorita, lo siento de veras», se disculpó el hombre, que parecía el ser más dulce del mundo. «Pensé que la señora Priestly, como es tan buena clienta, preferiría nuestro mejor plato. No le he cobrado la diferencia, pero no se preocupe, no volverá a ocurrir, se lo prometo.» Me entraron ganas de llorar cuando Miranda me ordenó que le dijera que solo servía para cocinar en asadores de segunda, pero lo dije. Y él se disculpó y me dio la razón, y a partir de ese día Miranda recibía siempre su maldito bistec. Por lo tanto, el problema tampoco era ese. No supe qué decir.

– An-dre-aaa, ¿no te ha informado la ayudante del señor Ravitz de que él y yo hemos almorzado en ese asqueroso comedor? -me preguntó lentamente, como si intentara no perder el control.

¿Que había qué? Después de las prisas y las tonterías de Sebastian, de las llamadas iracundas y los 95 dólares, de la canción de Tiffany y la preparación de la bandeja, del mareo y la espera para comer hasta que ella regresara, ¿ya había comido?

– No, no me ha llamado. ¿Significa eso que no lo quieres? -pregunté acercándome a la mesa.

Me miró como si acabara de sugerirle que se comiera a sus hijas.

– ¿Qué crees que significa, Emily?

¡Mierda, ahora que parecía que había aprendido mi nombre!

– Supongo que… bueno, que no lo quieres.

– Qué perspicaz, Emily, qué suerte tengo de que aprendas tan deprisa. Ahora llévatelo y asegúrate de que no vuelva a repetirse. Eso es todo.

Me asaltó una fantasía. Yo barría la mesa con el brazo, como en las películas, y enviaba la bandeja a la otra punta de la habitación. Ella me miraba y, presa del arrepentimiento, se disculpaba profusamente por haberme hablado así. El martilleo de sus uñas sobre el escritorio me devolvió a la realidad. Recogí apresuradamente la bandeja y me marché.