– ¿Por qué se ha ido? -preguntó Lily pese a haber presenciado toda la conversación-. ¿Se ha enfadado contigo?
– Eso creo. -Suspiré. Me apreté la bandolera contra el pecho-. Últimamente no me he portado muy bien con él.
Fui a la barra para pedir algo de comer y a mi regreso encontré al ejecutivo acurrucado con Lily en el sofá. Aparentaba unos veintiocho años, pero sus incipientes entradas me impedían asegurarlo.
Cogí el abrigo de Lily y se lo arrojé al regazo.
– Lily, póntelo, nos vamos -dije mientras miraba al tipo.
Era más bien bajo, y sus pantalones caqui no lograban disimular su figura gordinflona. Y el hecho de tuviera la lengua a un par de centímetros de la oreja de mi mejor amiga hizo que me gustara aún menos.
– ¿A qué viene tanta prisa? -preguntó con voz nasal-. Tu amiga y yo nos estamos conociendo.
Lily sonrió y asintió con la cabeza antes de llevarse a los labios el vaso, sin percatarse de que estaba vacío.
– Eso es estupendo, pero tenemos que irnos. ¿Cómo te llamas?
– Stuart.
– Me alegro de conocerte, Stuart. ¿Por qué no le das a Lily tu número para que pueda llamarte cuando se encuentre un poco mejor? ¿Qué te parece la idea?
Le lancé mi sonrisa más atractiva.
– Bueno… no importa, no te preocupes. Ya nos veremos.
Se levantó del sofá y volvió a la barra con tal rapidez que Lily no reparó en que ya no estaba.
– Stuart y yo nos estamos conociendo, ¿verdad, Stu…? -Se volvió para mirarle y puso cara de pasmo.
– Stuart ha tenido que irse, Lil. Venga, salgamos de aquí.
Le puse el abrigo verde guisante sobre los hombros y la levanté del sofá. Se tambaleó precariamente hasta que al fin recuperó el equilibrio. El aire de la calle era frío y cortante, y pensé que la despejaría.
– No me encuentro muy bien. -Arrastraba de nuevo las palabras.
– Lo sé, cariño, lo sé. Cogeremos un taxi hasta tu casa, ¿te parece bien?
Lily asintió y, acto seguido, se inclinó y vomitó sobre sus botas marrones, salpicando en el proceso los bajos de los pantalones. Ojalá las chicas de Runway pudieran ver ahora a mi mejor amiga, no pude evitar pensar.
La senté sobre el saliente de un escaparate que no parecía tener alarma y le ordené que no se moviera. Al otro lado de la calle había una tienda abierta y mi amiga necesitaba agua. Cuando regresé vi que había vuelto a vomitar -esta vez sobre el pecho-, y los párpados se le cerraban. Había comprado una botella de Poland Spring para que se la bebiera y otra para limpiarle el vómito, pero ahora estaba demasiado sucia. Le vertí una botella entera sobre las botas y la mitad de la otra sobre el abrigo. Mejor empapada de agua que cubierta de vómito. Lily tenía una curda tal que ni se enteró.
Con el aspecto que ofrecía no fue fácil convencer a un taxista de que nos dejara entrar en su vehículo, pero le prometí una propina exorbitante además de lo que a buen seguro sería un precio exorbitante. Teníamos que ir desde la parte baja este hasta la parte alta oeste, y ya estaba pensando en cómo justificaría los veinte dólares que sin duda nos costaría el trayecto. Podría atribuirlos a algún viaje que había tenido que hacer para buscarle algo a Miranda. Sí, eso colaría.
El ascenso a pie hasta la cuarta planta fue aún menos divertido que el trayecto en taxi, si bien en los veinticinco minutos que había durado Lily se había vuelto más colaboradora y hasta fue capaz de ducharse sola después de que yo la desnudara. La coloqué junto a la cama y vi cómo se desplomaba sobre el colchón cuando las rodillas tocaron el somier. Mientras la contemplaba en su estado inconsciente, eché de menos todas las cosas que habíamos hecho juntas en el college. Ahora también nos divertíamos, desde luego, pero nunca volveríamos a actuar con semejante despreocupación.
Me pregunté si Lily no bebía demasiado últimamente. Lo cierto era que se emborrachaba con bastante regularidad. Alex había sacado el tema una semana atrás, y yo le había asegurado que Lily bebía así porque todavía era una estudiante, porque no vivía en el mundo real, con las responsabilidades reales de un adulto (¡como, por ejemplo, servir el perfecto Pellegrino!). El caso es que Lily y yo habíamos pillado muchas curdas en el Señor Frog durante las semanas blancas, y en una ocasión nos habíamos pulido tres botellas de vino tinto para celebrar el día en que nos conocimos. Una vez, tras una juerga de final de curso, Lily tuvo que sujetarme el pelo mientras yo descansaba la cabeza en la taza del retrete, y luego se vio obligada a detener el coche cuatro veces cuando nos dirigíamos a mi dormitorio después de una noche que comprendió ocho cubalibres y una interpretación especialmente terrorífica de «Every rose has its thorn». Yo la había arrastrado hasta mi apartamento la noche que cumplió veintiún años, la había metido en mi cama y había comprobado su respiración cada diez minutos, y solo cuando tuve la seguridad de que sobreviviría me acosté en el suelo, a su lado. Esa noche, se despertó dos veces. La primera para vomitar -aunque se esforzó por acertar en el cubo que le había colocado al lado, lo echó todo sobre la pared de lo desorientada que estaba-, y la segunda para disculparse y decirme que me quería y que era la mejor amiga que una chica podía desear. Eso hacían las amigas, emborracharse juntas, hacer tonterías y cuidar la una de la otra. ¿O no eran más que divertidos ritos de iniciación que habían tenido su momento y su lugar? Alex insistía en que lo de ahora era diferente, que Lily estaba distinta, pero yo no lo veía así.
Sabía que esa noche debía quedarme con ella, pero eran casi las dos y tenía que estar de vuelta en el trabajo en cinco horas. La ropa me olía a vómito y las posibilidades de encontrar en el armario de Lily una prenda adecuada para Runway eran nulas, y eso a pesar de que mi estilo ya era de por sí corriente. La arropé con una manta y le puse el despertador a las siete para que, si no tenía demasiada resaca, pudiera ir a clase.
– Adiós, Lil, me voy. ¿Estás bien?
Coloqué el teléfono inalámbrico sobre la almohada, junto a la cara. Lily abrió los ojos, me miró y sonrió.
– Gracias -murmuró, y sus párpados volvieron a cerrarse.
No estaba para correr una maratón, ni siquiera para manejar un cortacésped, pero bastaría con que la durmiera.
– Ha sido un placer -alcancé a decir a pesar de que era la primera vez en las últimas 21 horas que dejaba físicamente de correr, recoger, colocar, trasladar, limpiar o atender-. Te llamaré mañana -añadí mientras rezaba para que las piernas no me fallaran-, si alguna de nosotras sigue viva.
Y por fin, por fin, me fui a casa.
Capítulo 10
– Hola, me alegro de dar contigo -dijo Cara al otro lado de la línea.
¿Qué hacía jadeando a las 7.45?
– Oh, oh, nunca llamas tan pronto. ¿Qué ocurre?
Durante los pocos segundos que tardé en pronunciar esas palabras pensé en media docenas de cosas que Miranda podría necesitar.
– Nada, solo quería avisarte de que MUSYC va camino de la oficina para verte y hoy está espececialmente hablador.
– Vaya, qué gran noticia. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me interrogó sobre cada aspecto de mi vida? ¿Una semana? Empezaba a preguntarme qué había sido de mi mayor fan. -Terminé de escribir el texto que tenía entre manos y pulsé «imprimir».
Debo admitir que eres una chica afortunada. MUSYC ha perdido todo el interés por mí. -Cara suspiró con fingido dramatismo-. Solo tiene ojos para ti. Le oí decir que iba a verte para hablar de los detalles de la fiesta del Met.
– Genial. Estoy impaciente por conocer a su hermano. Por ahora solo he hablado con él por teléfono y parece un auténtico capullo. ¿Estás segura de que MUSYC viene hacia aquí? ¿Crees que un espíritu bondadoso podría salvarme hoy de este desdichado encuentro?