– No, hoy no, seguro que va para allá. Miranda tiene hora con el pedicuro a las ocho y media y no creo que llegue con él.
Consulté rápidamente la agenda que descansaba sobre la mesa de Emily y confirmé la cita. Tenía por delante una mañana sin Miranda.
– Qué bien. No se me ocurre nadie mejor con quien intimar esta mañana que con MUSYC. ¿Por qué habla tanto?
– La única respuesta que me viene a la cabeza es que, si se casó con ella, es evidente que le falta un tornillo. Llámame si dice algo especialmente absurdo. Tengo que dejarte. Caroline acaba de aplastar una barra de labios Stila de Miranda contra el espejo del cuarto de baño sin motivo aparente.
– Qué vida tan emocionante la nuestra, ¿no te parece? En fin, gracias por la información. Te llamaré más tarde.
– De acuerdo, adiós.
Mientras esperaba a MUSYC repasé el texto que acababa de redactar. En él Miranda pedía permiso al Consejo de Administración del Metropolitan Museum of Art para celebrar, a finales de abril, una cena en una de las galerías, en nombre de su cuñado, un hombre que yo intuía que ella despreciaba pero que, desafortunadamente, era pariente. Jack Tomlinson, el hermano menor y más alocado de MUSYC, acababa de anunciar que abandonaba a su mujer y sus tres hijos para casarse con su criada mexicana. Aunque él y MUSYC habían sido la quinta esencia de la aristocracia universitaria de la costa Este, al acercarse a la treintena Jack se despojó de su personalidad «harvardiana» y se mudó a Dallas, donde enseguida hizo una fortuna con el negocio inmobiliario. Según me había contado Emily, se transformó en un auténtico chico texano, roedor de pajitas y escupidor de tabaco, algo que, naturalmente, horrorizaba a Miranda, personificación de la clase y la sofisticación. MUSYC le había rogado que organizara una fiesta de pedida para su hermano pequeño y Miranda, cegada de amor, no había tenido más remedio que aceptar. Y ya que estaba obligada a hacer algo, lo haría como es debido. Y hacerlo como es debido significaba hacerlo en él Met.
Estimados miembros del Consejo, bla, bla, bla, me dirijo a ustedes a fin de solicitar su autorización para celebrar una pequeña velada, bla, bla, bla, naturalmente solo contrataremos lo mejor en servicio de comida, floristería y música, bla, bla, bla, apreciaría sus consejos, bla, bla. Tras comprobar por última vez que el texto no contenía errores obvios, falsifiqué la firma de Miranda y llamé a un mensajero.
Poco después llamaron a la puerta de la oficina -a esas horas de la mañana la tenía cerrada porque todavía no había nadie- y me sorprendió la rapidez del servicio, pero cuando la puerta se abrió apareció MUSYC. Mostraba una sonrisa excesivamente entusiasta para no ser aún las ocho.
– Andrea -trinó acercándose de inmediato a mi mesa y sonriendo con tanta franqueza que me sentí culpable por no tenerle un mayor aprecio.
– Buenos días, señor Tomlinson, ¿qué le trae tan pronto por aquí? -pregunté-. Lamento comunicarle que Miranda aún no ha llegado.
Soltó una risita y su nariz tembló como la de un roedor.
– Creo que no vendrá hasta después del almuerzo. Hay que ver, Andy, ha pasado tanto tiempo desde nuestra última charla. Cuéntale al señor T. cómo te van las cosas.
– Deje que le ayude -dije en tanto le cogía la bolsa de la ropa sucia de Miranda.
También le liberé del bolsito Fendi que había reaparecido recientemente. Era un bolsito único, con un elaborado diseño de cuentas de cristal cosidas a mano, regalo de Silvia Venturini Fendi a Miranda como agradecimiento a su apoyo. Una ayudante de moda lo había valorado en casi diez de los grandes. Advertí que una de las finas asas de cuero había vuelto a romperse, a pesar de que el departamento de complementos lo había devuelto a Fendi una docena de veces para que la cosieran a mano. El bolso estaba diseñado para transportar un delicado billetero de mujer y puede que unas gafas de sol o, en caso absolutamente necesario, un móvil. Pero a Miranda eso le traía sin cuidado. Había metido un frasco de perfume Bulgari grande, una sandalia con un tacón roto que yo debía enviar a reparar, una agenda electrónica más pesada que un ordenador portátil, un collar de púas que todavía estaba intentando dilucidar si era de su perro o lo quería para un reportaje y el Libro que yo le había entregado la noche anterior. De haber sido mío ese bolso de diez mil dólares, lo habría empeñado y pagado el alquiler de un año, pero Miranda prefería utilizarlo de papelera.
– Gracias, Andy, eres una gran ayuda para todos. Y ahora al señor T. le encantaría saber cosas de ti. ¿Qué hay de tu vida?
¿Qué hay de mi vida? ¿Qué hay de mi vida? Mmm, veamos. En realidad no mucho, supongo. Me paso los días tratando de sobrevivir al período de servidumbre contratado con su sádica mujer. Los pocos minutos al día que Miranda no me está pidiendo algo humillante me los paso bloqueando el lavado de cerebro que me inflige su eficiente primera ayudante. Durante las cada vez más raras ocasiones en que me encuentro fuera de los confines de esta revista, intento convencerme de que no tiene nada de malo comer más de ochocientas calorías al día, o me concentro en recordarme que el hecho de gastar la talla 38 no me coloca en la categoría de tallas grandes. Por lo tanto, supongo que la respuesta es: no mucho.
– Pues no mucho, señor Tomlinson. Trabajo duro y cuando no estoy trabajando salgo con mi mejor amiga o con mi novio. También veo a mi familia.
Antes leía mucho, quise decirle, pero ahora me puede el cansancio. Y aunque el tenis siempre ha sido una parte importante de mi vida, ya no tengo tiempo para practicarlo.
– Así que tienes veinticinco, ¿eh?
Ignoraba a qué venía ese comentario.
– No, veintitrés. Me licencié en mayo.
– Ajá, conque veintitrés… -Tuve la impresión de que estaba dudando en si decir algo y me puse en guardia-. Andy, cuéntale al señor T qué hacen en esta ciudad las chicas de veintitrés años para divertirse. Ya sabes, restaurantes, discotecas, esas cosas.
Sonrió de nuevo y me pregunté si necesitaba tanta atención como aparentaba. Su interés no parecía ocultar nada turbio, solo una necesidad insaciable de hablar.
– Mmm, bueno, muchas cosas, supongo. No voy a discotecas, sino a bares, pubs y sitios así. Salgo a cenar, voy al cine.
– Qué divertido. Yo también hacía esas cosas cuando tenía tu edad. Ahora solo asisto a actos de trabajo y fiestas benéficas. Disfrútalo mientras puedas, Andy.
Me guiñó un ojo como un padre bonachón.
– Bueno, eso intento.
Vete, vete, vete, supliqué para mis adentros mientras contemplaba con ansia el bollito que estaba gritando mi nombre. Apenas disponía de tres minutos de paz al día y ese hombre me los estaba robando.
Abrió la boca para decir algo pero en ese momento entró Emily. Llevaba puestos los auriculares y vibraba al ritmo de la música. Al vernos se detuvo en seco.
– ¡Señor Tomlinson! -Se quitó los auriculares y guardó el iPod en su bolso Gucci-. ¿Va todo bien? No le pasa nada a Miranda, ¿verdad?
Parecía realmente preocupada. Una actuación magistral, la ayudante siempre atenta y cortés.
– Hola, Emily. No, todo va bien. El señor T. solo ha venido a dejar las cosas de Miranda. ¿Cómo estás?
La cara de Emily se iluminó. Me pregunté si podía ser cierto que le gustara la compañía del señor Tomlinson.
– Muy bien, gracias por su interés. ¿Y usted? ¿Le ha sido útil Andrea?
– Desde luego -respondió enviándome la sonrisa número mil-. Quería comentar algunos detalles de la fiesta de pedida de mi hermano, pero supongo que aún es demasiado pronto.
Por un momento pensé que se refería a la hora y estuve a punto de gritar ¡sí!, pero entonces me percaté de que se refería al día.
Se volvió hacia Emily.
– Tienes una segunda ayudante extraordinaria, ¿no crees?
– Desde luego -farfulló Emily entre dientes-. Es la mejor.
Sonrió.
Sonreí.
El señor Tomlinson sonrió todavía más y pensé que tal vez sufría un desequilibrio químico, quizá manía crónica.