Al oír la voz de Emily por el pasillo salió disparado de la oficina y yo corrí a guardar la ropa debajo de mi mesa. Emily llegó del comedor con su almuerzo habituaclass="underline" un zumo de frutas natural y un ensalada pequeña de brécol y lechuga iceberg con vinagre balsámico. No vinagreta, no. Vinagre. Miranda se presentaría en cualquier momento -Uri había telefoneado para comunicarmelo-, así que no pude disfrutar de mis habituales siete minutos de lujo para ir directa al puesto de las sopas, regresar con una taza y engullirla en mi mesa. Los minutos pasaban y tenía un hambre atroz, pero sencillamente no me quedaba energía para sortear a las ayudantes de moda, aguantar el examen de la cajera y preguntarme si me infligía un daño irreparable al beberme una sopa que ardía (¡y engordaba!) con tanta prisa que notaba cómo el calor corría por mi esófago. No vale la pena, pensé. No te morirás por saltarte una comida, me dije. De hecho, según mis sanos y equilibrados compañeros de trabajo, me volvería más fuerte. Además, los pantalones de dos mil dólares no sientan tan bien a las chicas comilonas, razoné. Me hundí en mi asiento y pensé en lo bien que acababa de representar a la revista Runway.
Capítulo 11
El móvil aulló en lo más profundo de mis sueños, pero recuperé el conocimiento lo bastante para preguntarme si era ella. Tras un proceso de orientación sorprendentemente raudo -dónde estoy, quién es «ella», qué día es hoy-, comprendí que el hecho de que el teléfono sonara a las ocho de la mañana de un sábado no podía traer nada bueno. Todos mis amigos tardarían aún horas en despertarse, y mis padres, tras años de soportar mi indiferencia, habían aceptado de mala gana que su hija no respondía al teléfono antes de las doce. Durante los siete segundos que tardé en sacar estas conclusiones también estuve buscando alguna razón por la que debía atender esa llamada. Entonces recordé las razones que me dio Emily el primer día y mi brazo procedió a alejarse del confort de la cama. Alcancé a abrir el móvil un segundo antes de que dejara de sonar.
– ¿Diga?
Me enorgulleció que mi voz sonara fuerte y clara, como si llevara cinco horas trabajando en algo respetable en lugar de sumida en un sueño tan profundo, tan intenso, que no podía indicar nada bueno sobre mi salud.
– ¡Buenos días, cariño! Me alegro de que estés despierta. Solo quería decirte que estoy en las sesenta con la Tercera, así que llegaré dentro de unos diez minutos -me flageló la voz de mi madre.
¡Día de traslado! ¡Era día de traslado! Había olvidado por completo que mis padres había accedido a venir a la ciudad para ayudarme a empaquetar mis cosas y llevarlas al apartamento que Lily y yo acabábamos de alquilar. Nosotros nos encargaríamos de las cajas de ropa, discos y álbumes de fotos, y los de la mudanza llevarían la cama.
– Ah, hola, mamá -murmuré recuperando el tono cansino-. Pensé que eras ella.
– No, hoy has tenido suerte. Oye, ¿dónde puedo aparcar? ¿Hay algún aparcamiento cerca de tu casa?
– Sí, hay uno justo debajo de mi edificio. Gira a la derecha desde la Tercera. Dales el número de mi apartamento y te harán un descuento. Tengo que vestirme, mamá. Ahora nos vemos.
– Muy bien, cariño. ¡Espero que tengas ganas de trabajar!
Caí sobre la almohada y consideré la posibilidad de dormir un poquito más. Imposible, mis padres había venido expresamente de Connecticut para ayudarme con la mudanza. Justo en ese momento estallaron las características interferencias del radio-despertador. ¡Ajá, me había acordado de que aquel era día de traslado! Comprobar que no estaba del todo loca me tranquilizó.
Salir de la cama me costó aún más que otros días, a pesar de que era mucho más tarde. Mi cuerpo se había engañado brevemente pensando que iba a recuperarse, había contado con reducir ese infame «sueño pendiente» que estudiamos en psicología 101. Junto a la cama había una pila de ropa doblada, lo único, además del cepillo de dientes, que me quedaba por guardar. Me puse el pantalón Adidas, la sudadera con capucha Brown y las mugrientas zapatillas de deporte grises New Balance que me habían acompañado alrededor del mundo. En cuanto escupí la última gota de Listerine sonó el portero automático.
– Hola, os abro.
Dos minutos más tarde, llamaron a la puerta, y en lugar de mis padres encontré a un Alex de aspecto desaliñado. Estaba guapísimo, como siempre. Los tejanos gastados le bailaban sobre unas caderas inexistentes y la camiseta gris de manga larga le apretaba lo justo. Iba despeinado y, detrás de las gafas de montura metálica que llevaba cuando no toleraba las lentillas, se veían unos ojos muy rojos. No pude evitar darle un abrazo allí mismo. No le veía desde el domingo por la tarde, cuando quedamos para tomar un café rápido. Habíamos planeado pasar el día y la noche juntos, pero Miranda necesitó inesperadamente un canguro para Cassidy a fin de poder llevar a Caroline al médico y me reclutó a mí. Llegué a casa demasiado tarde para poder pasar un rato con Alex, que últimamente había dejado de acampar en mi cama ya que apenas conseguía verme, y yo lo entendía. La noche anterior había querido quedarse, pero yo todavía me hallaba en la fase de disimulo ante los padres; aunque todas las partes implicadas sabían que Alex y yo dormíamos juntos, no podía hacerse, decirse ni insinuarse nada que lo confirmara. Así pues, no quería que estuviera allí cuando mi padre llegara.
– Hola, nena, he pensado que no os iría mal un poco de ayuda. -Levantó una bolsa que supe contenía bollitos salados, mis favoritos, y café-. ¿Han llegado ya tus padres? También les he traído café.
– Pensaba que hoy tenías clase particular -dije.
En ese momento Shanti salía de su habitación vestida con un traje pantalón negro. Ladeó la cabeza al pasar por nuestro lado, farfulló que tenía que trabajar todo el día y se fue. Hablábamos tan poco que me pregunté si se acordaba de que ese era mi último día en el apartamento.
– Y así era, pero llamé a los padres de las dos niñas y ambos dijeron que mañana les iba bien. Por tanto, ¡soy todo tuyo!
– ¡Andy! ¡Alex!
Mi padre se detuvo en el umbral, detrás de Alex, con el semblante iluminado, como si esa fuera la mejor mañana de su vida. Repasé rápidamente la situación y llegué a la conclusión de que mi padre supondría acertadamente que Alex acababa de llegar porque iba calzado y sostenía comida recién comprada. Además, la puerta aún estaba abierta. Buf.
– Andy me dijo que no podías venir -comentó papá mientras dejaba sobre la mesa de la sala lo que tenía todo el aspecto de ser una bolsa de bollitos, seguro que salados, y café, evitando mirarnos a los ojos-. ¿Vienes o te vas?
Sonreí a Alex con la esperanza de que no estuviera lamentando haberse metido en ese berenjenal a una hora tan temprana.
– Oh, acabo de llegar, doctor Sachs-repuso animadamente-. He cambiado mi clase particular porque pensé que les iría bien una mano.
– Eso es genial, estoy seguro de que nos hará mucha falta. Toma, Alex, coge un bollito. Lo siento, pero como no sabía que estabas aquí solamente pedí tres cafés.
Mi padre estaba sinceramente apenado y eso me conmovió. Sabía que le costaba aceptar que su hija pequeña tuviera novio, pero hacía lo posible por no demostrarlo.
– No se preocupe, doctor Sachs. Yo también he traído algo de comer.
Y dicho eso, mi padre y mi novio se sentaron en el futón, totalmente relajados, y compartieron el desayuno.
Yo caté los bollitos salados de ambas bolsas y pensé en lo fantástico que sería volver a vivir con Lily. Hacía casi un año que habíamos terminado el college y, aunque intentábamos hablar al menos una vez al día, tenía la sensación de que apenas nos veíamos. Ahora podríamos llegar a casa y quejarnos del día que habíamos tenido, como en los viejos tiempos. Alex y mi padre hablaban de deportes (baloncesto, creo), mientras yo etiquetaba las cajas que tenía en mi habitación. Por desgracia, no había muchas: algunas con ropa de cama y almohadas, otra con álbumes de fotos y material de escritorio (aunque no tenía escritorio), artículos de maquillaje y tocador, además de un montón de guardapolvos llenos de ropa nada Runway. Apenas lo justo para justificar el uso de etiquetas. Supongo que se lo debía a la ayudante que llevaba dentro.