– ¡An-dre-aaa! -Su voz era cortante, acerada-. ¿Qué te pedí que hicieras hace cinco minutos? -¡Coño, el helado! Lo había olvidado-. ¿Hay alguna razón para que sigas sentada ahí en lugar de estar haciendo tu trabajo? ¿Se trata quizá de una broma? ¿Acaso hice o dije algo que indicara que no hablaba en serio? ¿Lo hice? ¿Lo hice?
Tenía los ojos desorbitados y, aunque todavía no había levantado del todo la voz, estaba en un tris de hacerlo. Abrí la boca para hablar, pero entonces oí la voz de Emily.
– Miranda, lo siento mucho, ha sido culpa mía. Pedí a Andrea que respondiera al teléfono porque pensé que podrían ser Caro-line o Cassidy, y yo estaba en la otra línea encargando la blusa de Prada que querías. Andrea ya se iba. Lo siento, no volverá a ocurrir.¡Milagro! Doña Perfecta había hablado, y en mi defensa, ni más ni menos.
Miranda se aplacó.
– De acuerdo. Ahora ve a por mi helado, Andrea.
Dicho eso, entró en su despacho, descolgó el teléfono y se uso a ronronear con MUSYC.
Miré a Emily, pero ella hizo ver que trabajaba. Le envié un correo electrónico con solo dos palabras: «¿Por qué?».
«Porque temía que fuera a despedirte y no tengo ganas de formar a otra chica», respondió. Me fui a buscar el helado perfecto y llamé a Lily desde el móvil en cuanto el ascensor llegó al vestíbulo.
– Lo siento, lo siento mucho. Es que…
– Oye, no puedo perder más tiempo -dijo Lily con tono inexpresivo-. Creo que exageras un poco, ¿no te parece? ¿De veras no podías decir un simple sí o no?
– Es difícil de explicar, Lil. El caso es que…
– Olvídalo, tengo prisa. Te llamaré si lo hemos conseguido, aunque para lo que te importa…
Quise protestar, pero ella ya había colgado. ¡Maldita sea! No era justo esperar que Lily lo comprendiera cuando cinco meses atrás yo misma me hubiera calificado de absurda. No era justo obligarla a recorrer todo Manhattan en busca de un apartamento para las dos cuando yo ni siquiera estaba dispuesta a contestar a sus llamadas, pero ¿qué podía hacer?
Cuando por fin, después de medianoche, atendió una de mis llamadas, me comunicó que el apartamento era nuestro.
– Es fabuloso, Lil, no sé cómo agradecértelo. Juro que te compensaré por esto, ¡lo juro! -Entonces tuve una idea. ¡Sé espontánea! Pide un coche Elias y ve a Harlem para darle las gracias en persona. ¡Sí, lo haré!-. Lil, ¿estás en casa? Voy para allá a celebrarlo, ¿de acuerdo?
Creía que la idea le encantaría.
– No te molestes -replicó quedamente-. Tengo una botella de So-Co y el Chico del Aro Lingual está aquí. Tengo todo lo que necesito.
Eso me dolió, si bien lo entendí. Lily raras veces se enfadaba pero cuando lo hacía, no había forma de hablar con ella hasta que se le pasaba. Oí el vertido de un líquido en un vaso, el tintineo de cubitos de hielo y el sonido de un largo trago.
– De acuerdo, pero llámame si necesitas algo.
– ¿Para qué? ¿Para que puedas permanecer callada al otro lado de la línea? No, gracias.
– Lil…
– No te preocupes por mí, estoy bien. -Otro trago-. Ya nos llamaremos. Por cierto, enhorabuena.
– Sí, enhorabuena -repetí, pero ella ya había colgado.
Después de eso había telefoneado a Alex para preguntarle si podía ir a su casa, pero la idea no le entusiasmó.
– Andy, sabes que me encantaría verte, pero voy a salir con Max y los chicos. Como nunca estás disponible durante la semana, he quedado con ellos.
– ¿Por dónde pensáis ir? ¿Puedo unirme a vosotros? -pregunté, segura de que irían al Upper East Side, cerca de mi casa, porque era donde vivían sus amigos.
– Oye, cualquier otra noche sería genial, pero hoy es solo para hombres.
– Oh, entiendo. Quería quedar con Lily para celebrar lo del nuevo apartamento, pero nos hemos peleado. No entiende que no pueda hablar con ella cuando estoy en el trabajo.
– Andy, yo tampoco lo entiendo del todo. Sé que esa Miranda es una mujer exigente, créeme, pero me parece que te tomas muy en serio todo lo relacionado con ella. -Hablaba como si se esforzara por mantener un tono amable.
– ¡Porque no tengo otro remedio! -exclamé, cabreada por el hecho de que no quisiera verme, de que no me rogara que saliera con sus amigos y de que se pusiera del lado de Lily, a pesar de que ambos tenían razón-. Se trata de mi vida, ¿sabes? De mi futuro profesional. ¿Qué debo hacer? ¿Tomármelo a cachondeo?
– Andy, estás tergiversando mis palabras. Sabes que no quiero decir eso.
Yo ya estaba gritando, no podía evitarlo. Primero Lily, y ahora Alex. Como si no tuviera bastante con Miranda. Era demasiado y quise echarme a llorar, pero solo era capaz de gritar.
– Un puto cachondeo, ¿eh? ¡Eso es mi trabajo para vosotros! Oh, Andy, trabajas en el mundo de la moda, eso no puede ser duro -espeté, odiándome un poco más con cada segundo que pasaba-. ¡Bien, pues lo siento si no todos podemos ser bienhechores o estudiantes de doctorado! Lo siento si…
– Llámame cuando te hayas tranquilizado -me interrumpió Alex-. No pienso seguir escuchándote.
Y colgó. ¡Colgó!
Había confiado en que volviera a llamar, pero no lo hizo, cuando conseguí conciliar el sueño, en torno a las tres, no había vuelto a saber nada ni de Alex ni de Lily.
El día de la mudanza, una semana después, ninguno de los dos parecía visiblemente enfadado, pero tampoco eran los de siempre. No había tenido tiempo de reparar la ofensa, pero pensaba que todo volvería a su cauce cuando Lily y yo empezáramos a vivir untas en nuestro nuevo apartamento. Nuestro apartamento, donde todo volvería a ser como en el college, cuando la vida era mucho más agradable.
Los de la mudanza llegaron a las once y tardaron nueve minutos en desmontar mi querida cama y arrojar las piezas en la parte posterior de su furgoneta. Mamá y yo fuimos con ellos hasta el nuevo edificio, donde encontré a papá y a Alex charlando con el portero -curiosamente, era la viva imagen de John Galliano-, con las cajas apiladas contra la pared del vestíbulo.
– Andy, menos mal que has llegado. El señor Fisher se niega a abrir el apartamento a menos que uno de los inquilinos esté presente -explicó mi padre con una amplia sonrisa-. Una postura encomiable -añadió guiñando un ojo al portero.
– ¿Todavía no ha llegado Lily? Dijo que estaría aquí a las diez o las diez y media.
– No la he visto. ¿Quieres que la llame? -preguntó Alex.
– Sí, será lo mejor. Entretanto yo subiré con el señor… Fisher para que podamos empezar a trasladar las cosas. Pregunta a Lily si necesita ayuda.
El señor Fisher esbozó una sonrisa que solo podía calificarse de lujuriosa.
– Por favor, ya somos como de la familia -dijo mirándome el pecho-. Llámame John.
Casi me atraganté con el café ya frío que tenía en la mano y me pregunté si el hombre venerado en el mundo entero por resucitar la marca Dior había muerto sin yo saberlo y se había reercarnado en mi portero.
Alex asintió y se limpió las gafas con la camiseta. Me encantaba ese gesto.
– Ve con tus padres. Yo la llamaré.
Una vez hechas las presentaciones, me pregunté si era bueno malo que mi padre hubiera trabado amistad con mi portero (diseñador), el hombre que, a partir de ese momento, conocería inevitablemente cada detalle de mi vida. El vestíbulo tenía buen aspecto, aunque era un poco retro. Era de piedra clara y tenía unos bancos de apariencia incómoda delante de los ascensores. Nuestro apartamento era el 8C y daba al sudoeste, lo cual, según había oído, era una buena cosa. John abrió la puerta con su llave maestra y retrocedió como un padre orgulloso.