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A las dos semanas de su regreso, Miranda había entregado a Emily una lista de los diseñadores cuyos catálogos quería consultar. Mientras los sospechosos habituales se apresuraban a montar sus respectivos catálogos -las fotografías de los desfiles ni siquiera habían sido todavía reveladas y aún menos encuadernadas-, todo el personal de Runway recibía el aviso de que estos no tardarían en llegar. Nigel, naturalmente, tenía que estar listo para ayudar a Miranda a hojearlos y elegir su indumentaria personal. Una redactora de complementos debía hallarse disponible para elegir bolsos y zapatos, y quizá otra de moda para buscar un consenso general, sobre todo sí el pedido incluía algo grande, como un abrigo de pieles o un vestido de noche. Una vez que las casas reunían los artículos solicitados, el sastre personal de Miranda pasaba unos días en Runway retocándolo todo. Jeffy vaciaba por completo el ropero y nadie podía hacer debidamente su trabajo porque Miranda y su sastre se encerraban allí durante horas. En una ocasión, durante la primera ronda de pruebas, pase por delante del ropero justo cuando Nigel vociferaba: «¡Miranda Priestly, quítate ese vestido ahora mismo! ¡Pareces una furcia! ¡Una vulgar puta!».

Yo tenía la oreja pegada a la puerta -arriesgando literalmente mi vida- y esperé a que Miranda le echara la bronca, pero solo oí un quedo murmullo de aceptación y el frufrú de la tela cuando se quitó el vestido.

Ahora, como ya llevaba un tiempo en Runway, el honor de encargar la ropa de Miranda recaería en mí. Cuatro veces al año. como un reloj, Miranda hojeaba los catálogos como si le pertenecieran y elegía trajes de Alexander McQueen y faldas de Prada como si fueran camisetas L. L. Bean. Una pegatina amarilla sobre los pantalones pitillo Fendi, otra a lo largo del traje de falda Chanel con un gran «no» sobre la camisa de seda a juego. Pasar hoja, pegar, pasar hoja, pegar, y así sucesivamente, hasta que Miranda elegía directamente de la pasarela un vestuario completo de temporada, ropa que, en ocasiones, aún no había sido confeccionada.

Yo había visto a Emily enviar por fax la selección de Miranda a los diseñadores omitiendo las tallas y los colores, pues cualquier diseñador digno de sus Manolo debía saber qué necesitaba Miranda Priestly. Como es lógico, el hecho de que la ropa fuera de la talla y el color debidos no bastaba. Cuando llegaba a la revista había que retocarla para que pareciera confeccionada a medida. Solo cuando el vestuario al completo había sido retocado y trasladado al armario del dormitorio de Miranda en una limusina con chófer, se desprendía esta de la ropa de la última temporada. Entonces pilas de Yves, Celine y Helmut Lang regresaban en bolsas de plástico a la oficina. La mayor parte de las prendas no tenía más de cuatro o seis meses de antigüedad y había sido utilizada un par de veces, y en algunos casos ni eso. Todo seguía siendo tan increíblemente moderno que aún no estaba disponible en la mayoría de las tiendas pero, una vez que una prenda pasaba a ser de la última temporada, tenía tantas probabilidades de caer en el cuerpo de Miranda como unos pantalones de polipiel de la nueva línea Massimo de Target.

A veces me quedaba un top u otro trapito, pero el hecho de que todo fuera de la talla cero me lo ponía difícil. Casi siempre repartíamos la ropa entre gente con hijas preadolescentes, las únicas con alguna posibilidad de caber en ella. Yo imaginaba a niñas con cuerpo de niño paseándose con faldas de tubo Prada y provocativos vestidos Dolce & Gabbana. Si había algo explosivo de verdad, algo realmente caro, lo sacaba de la bolsa de basura y lo escondía debajo de mi mesa hasta que podía llevármelo sin correr peligro. Unos rápidos clics en eBay o una visita a una de las elegantes tiendas de segunda mano de Madison Avenue y mi salario dejaba de parecerme deprimente. Eso no era robar, me decía, sino utilizar lo que tenía a mi disposición.

Miranda telefoneó otras seis veces entre las seis y las nueve de la noche -entre las doce y las tres de la madrugada en Francia- para que le pusiéramos en contacto con personas que ya se encontraban en París. Trabajé sin incidentes hasta que fui a recoger mis cosas con la intención de marcharme a casa antes de que el teléfono volviera a sonar. Fue cuando me estaba poniendo cansinamente el abrigo cuando reparé en la nota que había pegado en la pantalla para no olvidar que debía hacer algo, llamar a alex 15.30 hoy. Tenía la sensación de que todo me daba vueltas, mis lentillas se habían secado hasta convertirse en diminutas astillas de cristal y en ese momento la cabeza empezó a palpitarme con fuerza. No eran punzadas, sino un dolor nebuloso cuyo centro no puedes precisar pero cuya intensidad sabes que aumentará lentamente hasta que, una de dos, te desmayes o explotes. Entre la angustia y el pánico generados por las innumerables llamadas desde el otro lado del Atlántico había olvidado tomarme los treinta segundos de siempre para telefonear a Alex. Sencillamente había olvidado hacer algo tan simple por alguien que nunca parecía necesitar nada de mí.

Me senté en la penumbra silenciosa de la oficina y descolgué el auricular, que todavía retenía parte del sudor que habían desprendido mis manos durante la última llamada de Miranda. Marqué el número de su casa y esperé hasta que saltó el contestador automático. A continuación llamé al móvil y Alex respondió al primer tono.

– Hola -dijo, sabiendo que era yo por el identificador de llamadas-. ¿Qué tal te ha ido?

– Como siempre. Alex, siento mucho no haberte llamado a las tres y media, pero las cosas aquí se desmadraron y Miranda no hacía más que llamar…

– Oye, olvídalo, no pasa nada. Escucha, ahora mismo no puedo hablar. ¿Te importa que te llame mañana?

Parecía distraído. Su voz sonaba lejana, como quien llama desde la cabina de una playa de un pueblo diminuto al otro lado del mundo.

– No, no. ¿Va todo bien? ¿Podrías decirme al menos de qué querías hablarme? He estado muy preocupada pensando que había pasado algo.

Alex permaneció callado unos segundos y luego dijo:

– Ya, bueno, no parece que estuvieras tan preocupada. Por una vez que te pido que me llames a una hora conveniente para mí, por no mencionar que tu jefa ni siquiera está en el país, te retrasas seis horas. No me parece la conducta propia de alguien que está preocupado. -Lo dijo sin sarcasmo, sin desaprobación, únicamente como un resumen de los hechos.

Yo estaba retorciendo el cable del teléfono con el dedo índice hasta cortarme la circulación. Tenía el nudillo hinchado y la yema blanca. También noté un sabor sanguinolento en la boca y me di cuenta de que me había estado mordiendo el interior del labio inferior.

– Alex, no me olvidé de llamarte -mentí descaradamente tratando de defenderme de su acusación no acusatoria-, pero no tuve un solo segundo libre y, como parecía algo serio, no quería telefonearte para tener que colgar enseguida. Miranda me ha llamado unas veinte veces esta tarde, y siempre con una urgencia. Emily se marchó a las cinco, de modo que me quedé sola con el teléfono, y Miranda siguió llamando sin parar, y cada vez que me disponía a llamarte volvía a sonar el teléfono.

Semejante bombardeo de excusas me sonó patético incluso a mí, pero no podía parar. Alex sabía que me había olvidado y yo también, no porque no me importara o no estuviera preocupada,sino porque todas las cosas que no tenían que ver con Miranda dejaban de ser prioritarias en cuanto ponía un pie en la oficina. En cierto modo, todavía no alcanzaba a comprender y aún menos a explicar -y de nada servía pedir a otros que lo comprendieran- cómo podía ser que el mundo exterior dejara de existir, que lo único que permaneciera cuando todo lo demás se esfumaba fuera Runway. Sin embargo, más difícil me resultaba aún explicar ese fenómeno sabiendo que era lo único en mi vida que despreciaba. Y aún así, era lo único que importaba.