– Oye, tengo que volver con Joey. Está con dos amigos y probablemente a estas alturas ya hayan destrozado la casa.
– ¿Joey? Entonces ¿estás en Larchmont? No acostumbras cuidar de tu hermano los miércoles. ¿Va todo bien?
Estaba deseando desviar la conversación del hecho irrefutable de que el trabajo me había absorbido en exceso durante seis horas seguidas y ese parecía el mejor camino. Alex me contaría que su madre había tenido que quedarse a trabajar hasta tarde o que tenía una reunión con el maestro de Joey y que el canguro le había fallado. No se quejaría, por supuesto, así era él, pero por lo menos me contaría lo sucedido.
– Sí, todo va bien, pero mi madre tenía una reunión urgente con un cliente. Andy, ahora mismo no puedo hablar. Antes te llamé para darte una buena noticia, pero no me devolviste la llamada.
Enrollé el cable del teléfono en torno a mis dedos índice y corazón con tanta fuerza que empezaron a palpitar.
– Lo siento -fue cuanto alcancé a decir, pues, aunque sabía que Alex tenía razón, que había demostrado una gran falta de consideración al no llamar, estaba demasiado agotada para defenderme-. Alex, por favor, no me castigues ocultándome una buena noticia. ¿Tienes idea de cuánto tiempo hace que nadie me llama con una buena noticia? Por favor, cuéntamela. -Sabía que respondería a mi razonamiento.
– No es nada del otro mundo. Simplemente me adelanté e hice los preparativos para ir juntos a nuestra primera fiesta de ex alumnos.
– ¿De veras? ¿Iremos juntos?
Yo había sacado el tema un par de veces, confiaba que de forma despreocupada, pero Alex siempre se había resistido a comprometerse a ir conmigo. Todo el mundo sabía que la primera reunión de ex alumnos era una fiesta inolvidable, y aunque Alex nunca se habría atrevido a admitirlo, yo tenía la impresión de que quería ir con Max y los demás chicos. No había vuelto a insistirle, suponiendo que Lily y yo haríamos nuestro propio plan y al final acabaríamos todos juntos. Sin embargo Alex, cómo no, había percibido lo mucho que me apetecía ir con él como pareja y lo había organizado todo.
– Sí, ya está todo planeado. Tendremos un coche de alquiler, de hecho un jeep, y he reservado una habitación en el Biltmore.
– ¿En el Biltmore? ¿Bromeas? ¿Has reservado una habitación en el Biltmore? Es fantástico.
– Bueno, siempre decías que querías probar ese hotel, así que pensé que había llegado el momento. También he reservado una mesa para diez en Alfonso, para desayunar el domingo, y así vernos todos.
– ¿En serio que ya has hecho todo eso?
– Sí. Pensé que te haría ilusión, por eso estaba deseando contártelo, pero por lo visto estabas demasiado ocupada para llamarme.
– Alex, estoy muy contenta. No tienes ni idea de la ilusión que me hace y no puedo creer que ya lo hayas organizado todo. Siento mucho lo ocurrido. Estoy deseando que llegue octubre. Lo pasaremos en grande, y todo gracias a ti.
Hablamos unos minutos más. Cuando colgué, Alex ya no parecía enfadado, pero yo apenas podía moverme. El esfuerzo de reconquistarlo, de encontrar las palabras adecuadas no solo para convencerle de que no me había olvidado de él sino también para asegurarle que estaba agradecida e ilusionada, había agotado mis últimas reservas de energía. No recuerdo haber subido al coche ni el trayecto hasta casa, ni si saludé a John Fisher-Galliano al entrar en mi edificio. Además de un profundo agotamiento que de tanto como dolía era casi placentero, lo único que recuerdo haber sentido fue alivio al ver que la puerta de Lily estaba cerrada y no salía luz por debajo. Pensé en encargar algo de comida, pero la idea de buscar una carta y el teléfono me abrumaba en exceso. He aquí otra comida que, sencillamente, no tendría lugar.
Me senté en el deteriorado cemento de mi nuevo balcón sin muebles y fumé ociosamente un cigarrillo. Sin energía siquiera para echar el humo, dejé que saliera lentamente de mi boca y flotara alrededor. En un momento dado oí la puerta de Lily y el ruido de unos pasos por el pasillo, pero apagué rápidamente la luz y guardé silencio. Había pasado quince horas seguidas hablando y no podía pronunciar una palabra más.
Capítulo 13
– Contrátala -decretó Miranda tras conocer a Annabelle, la decimosegunda chica a la que entrevisté y la única, junto con otra muchacha, que me había parecido adecuado presentar a Miranda.
Annabelle era francesa (de hecho hablaba tan poco inglés que necesité a las gemelas de traductoras), estaba licenciada por la Sorbona y poseía un cuerpo alto y firme y una preciosa cabellera morena. Tenía clase. No temía llevar tacones de aguja en el trabajo y no parecía importarle el trato brusco de Miranda. En realidad, también ella era distante y brusca, y nunca miraba a los ojos. Siempre daba la impresión de estar una pizca desinteresada, y de ser sumamente segura de sí misma. Me llevé una gran alegría cuando Miranda dijo que la quería, no solo porque me ahorraba varias semanas de entrevistas a otras niñeras, sino también porque eso indicaba -aunque mínimamente- que empezaba a pillarlo.
A pillar exactamente qué lo ignoraba, pero las cosas iban mejor de lo esperado. Había llevado a cabo el pedido de la ropa sin apenas meter la pata. Miranda no dio lo que se dice saltos de alegría cuando, al enseñarle todo lo que había encargado a Givenchy, pronuncié el nombre tal como se escribe. Tras una mirada furibunda y algunos comentarios sarcásticos me informó de la pronunciación correcta, y todo fue razonablemente bien hasta que tuve que decirle que los vestidos de playa de Roberto Cavalli todavía tardarían tres semanas. Con todo, había llevado bien la situación, había conseguido coordinar las pruebas en el ropero con el sastre y reunido casi todo en el armario de su apartamento, que era tan grande como un estudio.
La organización de la fiesta de pedida había seguido su curso durante la ausencia de Miranda y se intensificó tras su regreso pero, sorprendentemente, apenas reinaba el pánico. Por lo visto todo estaba atado y bien atado, y en principio el viernes debía transcurrir sin incidentes. Mientras Miranda se encontraba en Europa, Chanel había enviado un exclusivo vestido de cuentas rojas, largo hasta el suelo, que yo había enviado inmediatamente a la tintorería para que le dieran un repaso. El mes anterior había visto un vestido negro de Chanel muy parecido en las páginas de W, y cuando se lo comenté a Emily, asintió lentamente con la cabeza.
– Cuarenta mil dólares -dijo.
Acto seguido hizo doble clic en un pantalón negro de style.com, página donde llevaba meses buscando ideas para su futuro viaje a Europa.
– ¿Cuarenta mil qué?
– El vestido rojo de Chanel cuesta cuarenta mil dólares en la tienda. Miranda no ha pagado eso, claro, pero tampoco se lo han regalado. ¿No es una locura?
– ¿Cuarenta mil dólares? -repetí, incapaz de creer que unas horas antes había tenido en mis manos una prenda que costaba esa suma.
No pude evitar pensar en lo que podían dar de sí cuarenta de los grandes: dos años completos de universidad, la entrada para una casa, el salario anual medio de una familia estadounidense media de cuatro miembros. O, como mínimo, un montón de bolsos Prada. Pero ¿un vestido? Pensaba que a esas alturas ya lo había visto todo, pero me aguardaba otro bombazo cuando el vestido llegó de la tintorería con un sobre donde se leía: «Sra. Miranda Priestly». Dentro había una factura escrita a mano en un tarjeta de color crema que rezaba: «Tipo de prenda: Vestido de noche. Diseñador: Chanel. Largo: Tobillo. Color: Rojo. Talla: Cero. Descripción: Cuentas cosidas a mano, sin mangas, escote ligeramente redondeado, cremallera lateral invisible, forro de seda pesada. Servicio: Primera limpieza básica. Precio: 670 dólares».