Debajo de la factura había una nota de la dueña de la tintorería, una mujer que a buen seguro pagaba el alquiler de su tienda y de su casa con el dinero que recibía de Elias debido a la adicción a la limpieza en seco de Miranda.
«Ha sido un placer trabajar con tan hermoso vestido y esperamos que lo luzca con satisfacción en la fiesta del Metropolitan Museum of Art. Siguiendo sus instrucciones, volveremos a recogerlo el lunes, 28 de mayo, para su limpieza. Si podemos servirle en algo más, no dude en llamarnos. Un saludo, Colette.»
El caso es que era jueves y Miranda tenía en su armario un vestido nuevo y limpio, y Emily había localizado las sandalias plateadas de Jimmy Choo que aquella había solicitado. El peluquero estaba citado en casa de Miranda el viernes a las 17.30 y el maquillador, a las 17.45, y Uri debía personarse a las 18.15 para llevarla junto con el señor Tomlinson al museo.
Miranda ya se había marchado para asistir a la función de gimnasia de Cassidy y yo confiaba en largarme pronto y dar una sorpresa a Lily. Había tenido su último examen final y quería invitarla a cenar para celebrarlo.
– Oye, Em, ¿crees que hoy podría marcharme a las seis y media o siete? Miranda ha dicho que no necesita el Libro porque no hay nada nuevo -añadí rápidamente, irritada por tener que pedir autorización a mi compañera para salir doce horas después de haber fichado, en lugar de las catorce habituales.
– Sí, claro. Yo me voy ya. -Miró la pantalla y vio que eran poco más de las cinco-. Quédate un par de horas más y luego vete. Miranda está con las gemelas, así que no creo que llame.
Se cambió las Puma por unas Jimmy Choo para una cita que tenía esa noche con un tipo al que había conocido en Los Angeles el día de Nochevieja. Al fin había venido a Nueva York y, sorprendentemente, había llamado. Tomarían unas copas en Craftbar y, si el tío sabía comportarse, ella le invitaría a cenar en el Nobu. Había hecho la reserva cinco semanas atrás, cuando él le mandó un correo electrónico para anunciarle que quizá fuera a Nueva York, a pesar de lo cual Emily tuvo que utilizar el nombre de Miranda para conseguir una mesa.«¿Qué piensas hacer cuando llegues al restaurante y vean que no eres Miranda Priestly?», le había preguntado yo, estúpidamente. Como siempre, Emily puso los ojos en blanco y suspiró. «Simplemente les diré que Miranda tuvo que salir inesperadamente de viaje, les mostraré la tarjeta y les diré que quiso que yo me quedara con la reserva. Así de fácil.»
Miranda solo llamó una vez más después de que Emily se marchara para decirme que al día siguiente no llegaría a la oficina hasta las doce y que le gustaría tener la reseña de un restaurante que había leído ese día «en el periódico». Tuve la sangre fría de preguntarle si recordaba el nombre del restaurante o del periódico, pero eso la irritó sobremanera.
– An-dre-aaa, ya llego tarde a la función, no me interrogues. Era un restaurante de fusión oriental y hablan de él en el periódico de hoy. Eso es todo.
Y sin más, cerró su Motorola V60. Deseé, como siempre que Miranda me colgaba a media frase, que un día el móvil le pillara los dedos perfectamente cuidados y se los tragara enteros, tomándose su tiempo para arañar esas uñas rojas impecables.
Anoté que debía buscar la reseña a primera hora de la mañana en la agenda donde escribía las interminables y mutables peticiones de Miranda y corrí hasta el coche. Llamé por teléfono a Lily, que respondió justo cuando me disponía a subir al apartamento, así que saludé con la mano a John Fisher-Galliano (se había dejado crecer el pelo, había adornado su uniforme con unas cuantas cadenas y cada día se parecía más al diseñador), pero no me moví del coche.
– Hola, ¿qué tal? Soy yo -dije desde mi propio Motorola V60.
– Holaaa -trinó Lily con un tono alegre que hacía semanas que no oía en ella-. ¡He terminado! ¡Terminado! Ya solo tengo pendiente una propuesta para una tesis que puedo cambiar diez veces si quiero. Eso significa que estoy libre hasta mediados de julio. No puedo creerlo.
– Lo sé y me alegro muchísimo por ti. ¿Estás lista para celebrarlo con una cena? Tú eliges el sitio, Runway paga.
– ¿En serio? ¿Donde yo quiera?
– Donde tú quieras. Estoy delante de la portería con el coche. Baja cuando puedas.
Lily soltó un chillido.
– ¡Genial! Estaba deseando hablarte de Chico Freudiano. ¡Es una monada! Me estoy poniendo unos tejanos. Bajaré enseguida.
Lily apareció cinco minutos más tarde con un aspecto moderno y alegre que no le veía desde hacía mucho tiempo. Vestía unos tejanos ceñidos y gastados, y una blusa campesina blanca. Unas sandalias de piel marrón con cuentas turquesas que no le había visto antes completaban el atuendo. Hasta se había maquillado y sus rizos tenían pinta de haber sido tratados con secador en las últimas veinticuatro horas.
– Estás fantástica -exclamé cuando saltó sobre el asiento trasero-. ¿Cuál es tu secreto?
– Chico Freudiano, naturalmente. Es increíble. Creo que estoy enamorada. Por ahora tiene un nueve sobre diez, ¿puedes creerlo?
– En primer lugar, decidamos adonde vamos. No he hecho ninguna reserva, pero puedo llamar y utilizar el nombre de Miranda. Elige un sitio.
Lily se estaba aplicando brillo Kiehl en los labios y mirando por el retrovisor del conductor.
– ¿El que yo quiera? -preguntó distraídamente.
– El que tú quieras. ¿Que tal unos mojitos en el Chicama? -propuse, sabedora de que lo que le atraía de un restaurante eran sus bebidas, no su comida-. ¿O esos magníficos Cosmos de Búngalow? ¿O qué me dices de los fabulosos martinis de manzana del hotel Hudson? Puede que incluso podamos sentarnos en la terraza. Aunque si quieres vino, me encantaría probar…
– Andy, ¿podemos ir a Benihana? Siempre he deseado ir a ese lugar. -Me miró tímidamente.
– ¿Benihana? ¿Quieres ir a Benihana? ¿Ese restaurante de cadena donde te sientan al lado de turistas con un montón de niños chillones y donde actores orientales en paro te hacen la comida sobre la mesa? ¿Ese Benihana?
Lily asentía con entusiasmo y decidí llamar para pedir la dirección.
– No, no, la tengo aquí. A la Cincuenta y seis, entre la Quinta y la Sexta, lado norte -indicó al chófer.
Mi ilusionada amiga no se percató de que la miraba con expresión atónita y se puso a hablar animadamente de su Chico Freudiano, nombre acertado porque se hallaba en el último curso de psicología. Se habían conocido en la sala de estudiantes del sótano de la biblioteca Low. Me enumeró todas sus características: veintinueve años («maduro, pero nada viejo»), nacido en Montreal («un acento francés encantador, pero totalmente americanizado»), pelo más bien largo («pero por suerte no largo como para hacerse una coleta») y la barba justa («parece Antonio Banderas cuando lleva tres días sin afeitarse»).
Los actores-cocineros samurai rebanaron, cortaron y giraron cubos de carne mientras Lily reía y aplaudía como una niña en un circo. Aunque me resultaba imposible creer que de verdad le gustara alguien, me parecía la única explicación lógica a su alegría, pero más me costaba creer que aún no se hubiera acostado con él («¡Dos semanas y media viéndonos constantemente en la universidad y nada! ¿No estás orgullosa de mí?»). Cuando le pregunté por qué no le había visto por el apartamento, sonrió con orgullo y respondió: «Porque todavía no le he invitado. Estamos yendo despacio». Acabábamos de salir del restaurante y Lily me estaba obsequiando con divertidas historias que Chico Freudiano le había contado cuando Christian Collinsworth apareció frente a mí.
– Andrea, la encantadora Andrea. Debo reconocer que me sorprende que seas aficionada al Benihana… ¿Qué pensaría Miranda de eso? -preguntó socarronamente mientras deslizaba su brazo sobre mi hombro.