Me entraron ganas de llorar, por Anita y por todas sus amigas que gastaban tanta energía tratando de parecerse a Shalom, Stella o Carmen, tratando de impresionar, complacer y adular a una mujer que, de ver sus cartas, pondría los ojos en blanco y se encogería de hombros, o las arrojaría directamente a la papelera sin dedicar un solo pensamiento a las chicas que habían dejado una parte de sí mismas en el papel. Guardé la carta en un cajón y me juré que encontraría la forma de ayudar a esa muchacha. Parecía aún más desesperada que las otras lectoras, y no había razón para que en el exceso de ropa que me rodeaba no pudiera encontrar un vestido decente para su fiesta de graduación.
– Em, voy a bajar al quiosco para ver si ya ha llegado Women's Wear. Es tardísimo. ¿Quieres algo?
– ¿Puedes traerme una Diet Coke? -preguntó.
– Claro.
Sorteé los percheros y me dirigí al ascensor, donde oí a Jessica y James compartir un cigarrillo y preguntarse quién asistiría a la fiesta del Met de esa noche. Ahmed por fin pudo entregarme un ejemplar de Women's Wear Daily, lo cual fue un alivio. Cogí una Diet Coke para Emily y una lata de Pepsi para mí, pero enseguida cambié de parecer y opté también por una Diet. La diferencia de sabor y placer no compensaba las miradas y/o comentarios de desaprobación que sin duda recibiría durante el trayecto entre la recepción y mi mesa.
Estaba tan absorta examinando la foto de la portada que no advertí que uno de los ascensores se había abierto y estaba disponible. Con el rabillo del ojo distinguí un verde, un verde muy característico. Especialmente digno de mención porque Miranda poseía un traje Chanel de tweed justo de ese color, un color que no había visto antes y me encantaba. Aunque mi mente sabía que no debía, mis ojos se alzaron para contemplar el interior del ascensor y no se sorprendieron en exceso al encontrar a Miranda. Estaba tiesa como un palo, el pelo severamente recogido, la vista clavadas en mi cara, que debía de ser de pánico. No tuve más remedio que entrar.
– Buenos días, Miranda -saludé con un hilo de voz.
Las puertas se cerraron. Íbamos a ser las únicas pasajeras durante las próximas diecisiete plantas. Sin pronunciar palabra, abrió su carpeta de piel y empezó a pasar las hojas. Estábamos una al lado de la otra y la profundidad del silencio se multiplicaba por diez con cada segundo que pasaba. ¿Me había reconocido?, me pregunté. ¿Era posible que no tuviera conciencia de que yo llevaba siete meses como su ayudante? ¿O es que había hablado tan bajito que no me había oído? Me extrañaba que no me preguntara por el artículo del restaurante o si había recibido su mensaje de que encargara la vajilla o si todo estaba preparado para la fiesta de esa noche. Actuaba como si estuviera sola, como si no hubiera otro ser humano -o, para ser exactos, uno digno de ser tenido en cuenta- en el reducido cubículo.
Tardé un minuto entero en advertir que no estábamos subiendo. ¡Dios mío! Miranda me había visto porque había dado por sentado que yo apretaría el botón, pero yo había estado demasiado paralizada para hacer el gesto. Alargué un brazo trémulo, pulsé el número diecisiete y esperé instintivamente a que se produjera una explosión. Pero nos elevamos, y yo sin saber si Miranda había notado que no nos habíamos movido del sitio en todo ese tiempo.
Cinco, seis, siete… el ascensor parecía tardar diez minutos en salvar cada planta y el silencio había empezado a zumbarme en los oídos. Cuando reuní el aplomo suficiente para dirigir la vista hacia Miranda, la descubrí observándome de arriba abajo. Su mirada avanzaba descaradamente examinando mis zapatos, mis pantalones, mi camisa y, por último, mi cara y mi pelo, en todo momento evitando mis ojos. La expresión de su rostro era de descontento pasivo, como la de los detectives insensibilizados de Ley y orden cuando se enfrentan a otro cuerpo maltratado y ensangrentado. Hice un rápido repaso de mi persona y me pregunté qué aspecto concreto había generado esa reacción. Camisa estilo militar de manga corta, tejanos nuevos que el departamento de relaciones públicas de Seven me había enviado de regalo por el simple hecho de trabajar en Runway y zapatos negros abiertos por detrás relativamente bajos (cinco centímetros de tacón), hasta la fecha el único calzado que, sin ser bota/zapatilla de deporte/ mocasín, me permitía hacer diariamente más de cuatro viajes a Starbucks sin destrozarme los pies en el proceso. Generalmente intentaba llevar las Jimmy Choo que Jeffy me había dado, pero necesitaba descansar de ellas un día a la semana para que el puente de los pies se relajara. Llevaba el pelo limpio y recogido en un moño deliberadamente despeinado que la propia Emily lucía sin recibir comentarios, y las uñas -aunque sin pintar- estaban largas y razonablemente moldeadas. Me había afeitado las axilas en las últimas cuarenta y ocho horas. Y la última vez que me había mirado al espejo, no detecté ninguna erupción facial. Llevaba mi reloj Fossil girado para que la esfera quedara sobre la parte interna de la muñeca por si a alguien le daba por mirar la marca, y una rápida comprobación con la mano derecha indicó que no había tiras de sujetador visibles. Entonces ¿qué era? ¿Qué la había hecho mirarme así?
Doce, trece, catorce… el ascensor se detuvo y abrió sus puertas a otra recepción completamente blanca. Una mujer de unos treinta y cinco años dio un paso al frente para entrar, pero se detuvo a medio metro de la puerta al ver a Miranda.
– Oh, esto… -balbuceó mirando frenéticamente alrededor en busca de una excusa para no entrar en nuestro infierno privado. Aunque hubiera sido mejor para mí tenerla a bordo, la animé a huir para mis adentros-. ¡Oh, he olvidado las fotos que necesito para la reunión! -dijo al fin, y tras girar sobre unos Manolo especialmente inestables puso pies en polvorosa.
Miranda no pareció advertirlo y las puertas se cerraron. Quince, dieciséis y por fin -¡por fin!- diecisiete. El ascensor se abrió a un grupo de ayudantes de moda de Runway que se dirigían a comprar los cigarrillos, la Diet Coke y las verduras en que consistiría su comida. Cada rostro joven y guapo se mostró más aterrorizado que el anterior, y casi tropezaron unas con otras al tratar de apartarse del camino de Miranda. Se dividieron por la mitad, tres a un lado y dos al otro, y Miranda se dignó pasar por el centro. La siguieron con la mirada, en silencio, y a mí no me quedó más opción que ir tras ella. Aunque para lo que iba a notarlo, me dije. Acabábamos de pasar lo que me había parecido una insufrible semana atrapadas en un cubículo de sesenta por noventa y ni siquiera había reparado en mi presencia. Sin embargo, en cuanto salí, se volvió hacia mí.
– ¿An-dre-aaa? -Su voz cortó el tenso silencio que reinaba en el lugar.
No respondí porque supuse que no esperaba una respuesta, pero me equivocaba.
– ¿An-dre-aaa?
– ¿Sí, Miranda?
– ¿De quién son los zapatos que calzas?
Se llevó una mano a la cadera de tweed y me miró de hito en hito. Para entonces el ascensor se había marchado sin las ayudantes de moda a bordo, que estaban encantadas de poder ver -¡y oír!- a Miranda Priestly en persona. Noté seis pares de ojos en mis pies, que hasta ese momento se habían sentido muy cómodos pero ahora hervían y escocían bajo el intenso escrutinio.
La ansiedad generada por el viaje compartido en ascensor (una novedad) y las miradas de esas chicas me debilitaron el cerebro, así que pensé que Miranda me preguntaba eso porque creía que los zapatos no eran míos.
– Pues míos -contesté. Solo después de pronunciar esas palabras me di cuenta de que mi respuesta, además de irrespetuosa, era desagradable.
El corro de ayudantes de moda rió por lo bajo hasta que Miranda descargó su ira contra ellas.
– Me pregunto por qué la vasta mayoría de mis ayudantes de moda nunca parece tener nada mejor que hacer que cuchichear como crías. -Las señaló una a una, pues no habría sido capaz de recordar un solo nombre aunque le hubieran apuntado en la cabeza con una pistola-. ¡Tú! -dijo con resolución a la nueva, que probablemente veía a Miranda por primera vez-. ¿Te hemos contratado para esto o para encargar la ropa del reportaje de Suits?