La chica abrió la boca para disculparse, pero Miranda prosiguió.
– ¡Y tú! -exclamó colocándose delante de Vanessa, la de mayor rango y la favorita de los redactores-. ¿Has olvidado que hay millones de chicas que querrían tu trabajo y que saben de alta costura tanto como tú?
Dio un paso atrás, miró de arriba abajo cada uno de los cuerpos, deteniéndose lo justo para hacer que se sintieran gordas, feas e indebidamente vestidas, y les ordenó que volvieran a sus mesas. Asintieron enérgicamente con la cabeza gacha. Algunas murmuraron una disculpa mientras regresaban con paso presto al departamento de moda. Entonces caí en la cuenta de que nos habíamos quedado solas. Otra vez.
– ¿An-dre-aaa? No toleraré que mi ayudante me hable de ese modo -declaró al tiempo que echaba a andar hacia la puerta que conducía al pasillo.
No sabía si debía seguirla y confié en que Eduardo, Sophy o una de las chicas de moda hubiera avisado a Emily de que Miranda se aproximaba.
– Miranda, yo…
– Basta. -Se detuvo ante la puerta y me miró-. ¿De quién son los zapatos que llevas? -inquirió una vez más con un tono ligeramente irritado.
Volví a contemplar mis zapatos negros abiertos por detrás y me pregunté cómo podía explicar a la mujer más elegante del hemisferio occidental que eran de Ann Taylor Loft. La miré de nuevo a la cara y supe que no podía.
– Los compré en España -expliqué desviando la mirada-, en una tienda preciosa de Barcelona, cerca de las Ramblas, que vendía la línea de un nuevo diseñador español. -¿Cómo se me había ocurrido eso?
Cerró la mano en un puño, se lo llevó a los labios y ladeó la cabeza. Entonces vi a James caminar hacia la puerta de cristal, pero en cuanto vio a Miranda dio media vuelta y huyó.
– An-dre-aaa, son inaceptables. Mis chicas tienen que representar a la revista Runivay y esos zapatos no transmiten el mensaje que deseo comunicar. Busca unas Jimmy Choo en el ropero. Y tráeme un café.
Me miró, luego miró la puerta, y entonces comprendí que debía abrírsela. Atravesó el umbral sin dar las gracias y se dirigió a su despacho. Yo necesitaba coger dinero y mis cigarrillos para realizar el encargo, pero ni una cosa ni otra valían tanto como para obligarme a caminar detrás de ella como un patito maltratado y fiel, así que di la vuelta para volver al ascensor. Eduardo podía prestarme los cinco dólares del capuchino y Ahmed anotaría otra cajetilla a la cuenta de Runway, como llevaba haciendo desde hacía meses. No había contado con que Miranda reparara en mí, de modo que su voz me golpeó la cabeza como una pala.
– ¡An-dre-aaa!
– ¿Sí, Miranda?
Me detuve en seco y me volví para mirarla.
– Espero que el artículo del restaurante que te pedí esté sobre mi mesa.
– Bueno, lo cierto es que no he podido dar con él. Verás, he hablado con todos los periódicos y por lo visto ninguno ha publicado un artículo sobre un restaurante de fusión oriental en los últimos días. ¿No recordarás, por casualidad, el nombre del restaurante?
Sin darme cuenta estaba conteniendo la respiración y preparándome para la bronca. Mi explicación le trajo sin cuidado, porque echó a andar otra vez hacia el despacho.
– An-dre-aaa, ya te dije que salió en el Post. ¿Tan difícil te resulta encontrarlo?
Y dicho eso, se fue. ¿El Post? Había hablado con la crítica gastronómica de ese periódico esa misma mañana, y me había jurado que no había artículo alguno que encajara con mi descripción, que esa semana no se había inaugurado nada digno de mención. Por dentro se estaba desternillando, eso seguro, pero yo sería la que se llevara las culpas.
Apenas tardé unos minutos en comprar el café porque era mediodía, así que decidí añadir otros diez para llamar a Alex, que almorzaba exactamente a las doce y media. Por fortuna respondió a su móvil y no tuve que vérmelas con otros maestros.
– Hola, nena, ¿cómo va el día?
Parecía muy animado y tuve que hacer un esfuerzo para no mostrarme irritada.
– Por ahora fantástico, como siempre. Me encanta esto. He pasado las últimas cinco horas indagando sobre un artículo imaginario que soñó una lunática que se quitaría la vida antes que reconocer que se ha equivocado. ¿Y tú?
– He tenido un día excelente. ¿Recuerdas que te hablé de Shauna?
Asentí con la cabeza aunque sabía que no podía verme. Shauna era una niña que todavía no había pronunciado una sola palabra en clase, y aunque Alex la amenazaba, sobornaba y atendía en privado, no lograba hacerla hablar. Se había puesto casi histérico el primer día que Shauna apareció en su clase, enviada por una asistenta social que había descubierto que, aunque la niña tenía nueve años, jamás había visto el interior de una escuela, y desde entonces lo había hecho todo por ayudarla.
– ¡Pues ahora no hay quien la calle! Solo ha hecho falta un poco de música. Esta mañana, invité a un cantante para que tocara la guitarra para los chicos y Shauna se puso a cantar. Desde entonces ha estado cotorreando con todo el mundo. Habla inglés y tiene un vocabulario apropiado para su edad. ¡Es una niña totalmente normal!
Su regocijo me hizo sonreír y de repente le extrañé. Le extrañé de esa forma en que extrañas a alguien cuando le has visto con regularidad pero sin conectar realmente. Las noches que pasabamos juntos me quedaba dormida nada más meterme en la cama. Ambos éramos conscientes de que estábamos esperando a que acabara mi condena, esperando a que terminara mi año de servidumbre, esperando a que todo fuera como antes. De todos modos le extrañaba. Y me sentía culpable por lo ocurrido con Christian.
– ¡Felicidades! Aunque no necesitas pruebas de que eres un gran profesor, ahí tienes una. Debes de estar muy contento.
– Desde luego.
Oí el timbre de la clase a lo lejos.
– Oye, ¿sigue en pie la oferta de esta noche, solos tú y yo? -pregunté esperando que no hubiera hecho planes y, al mismo tiempo, deseando que los hubiera hecho.
Esa mañana, cuando me levanté y arrastré mi agotado y dolorido cuerpo hasta la ducha, me había dicho que quería alquilar una película, encargar comida por teléfono y relajarse conmigo. Yo, innecesariamente sarcástica, murmuré que no perdiera el tiempo porque volvería tarde y me dormiría enseguida, y que por lo menos uno de nosotros debía disfrutar de su noche del viernes. Ahora quería decirle que estaba enfadada con Miranda, con Runway, conmigo, pero no con él, y que nada me gustaría más que acurrucarme con él en el sofá y abrazarle durante quince horas seguidas.
– Claro. -Parecía sorprendido pero también complacido-. ¿Qué te parece si espero en tu casa a que llegues y decidimos entonces qué hacer? Entretanto charlaré con Lily.
– Me parece perfecto. Así podrá contártelo todo sobre Chico Freudiano…
– ¿Quién?
– Olvídalo. Oye, tengo que dejarte. La Reina no está dispuesta a esperar más tiempo su café. Estoy impaciente por verte esta noche. Adiós.
Eduardo me dejó pasar tras cantar únicamente dos líneas -elegí yo- de «We didn't start the fire», y Miranda charlaba animadamente por teléfono cuando dejé el café en el lado izquierdo de su mesa. Pasé el resto de la tarde discutiendo con todos los ayudantes y redactores del New York Post con quienes logré hablar, insistiendo en que yo conocía su periódico mejor que ellos, pidiéndoles que me enviaran una copia del artículo del restaurante de fusión oriental que habían publicado el día anterior.
– Señora, se lo he dicho una docena de veces y se lo vuelvo a repetir: no hemos escrito nada sobre ningún restaurante. Sé que la señora Priestly está loca y no dudo que le hace la vida imposible, pero no puedo enviarle un artículo que no existe, ¿me entiende?