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– Mmm, me temo que este lunes no puedo porque ahora mismo no resido en Nueva York -me apresuré a explicar apretando el auricular con fuerza- y necesitaré un par de días para buscar apartamento, comprar algunos muebles e instalarme.

– En fin, supongo que no pasará nada por que empieces el miércoles -replicó ella con desdén.

Tras un breve forcejeo quedamos para el lunes de la semana siguiente, el 17 de noviembre. Eso me dejaba poco más de ocho días para buscarme un hogar, y amueblarlo, en uno de los mercados inmobiliarios más disparatados del mundo.

Colgué y me derrumbé de nuevo en el sofá. Me temblaban las manos y el teléfono se me cayó al suelo. Una semana. Disponía de una semana para incorporarme al trabajo que acababa de aceptar como ayudante de Miranda Priestly. ¡Un momento! Ya decía yo que algo me tenía mosca… En realidad no había aceptado ningún empleo porque no me habían hecho ninguna oferta formal. Sharon ni siquiera había pronunciado las palabras «Nos gustaría hacerte una oferta» porque daba por sentado que cualquier persona con un mínimo de inteligencia aceptaría sin vacilar. Casi me eché a reír en voz alta. ¿Se trataba de una táctica bélica perfeccionada? Espera a que la víctima entre en las profundidades del sueño REM después de una noche agitada y luego lánzale una noticia que va a cambiarle la vida. ¿O acaso Sharon había decidido que, tratándose de la revista Runway, cosas tan prosaicas como hacer una oferta de trabajo y aguardar a que la aceptara constituían una pérdida de tiempo y energía? Había dado por hecho que me pondría a dar saltos de alegría, que estaría feliz con esa oportunidad. Y, como siempre ocurría en Elias-Clark, tenía razón. Todo había sucedido tan deprisa que no había tenido tiempo de reflexionar. No obstante, presentía que era una oportunidad que no debía desperdiciar, un gran primer paso para llegar al New Yorker. Tenía que intentarlo. Ciertamente era una chica con suerte.

Reanimada al fin, apuré el café, preparé una taza para Alexy me di una ducha caliente. Cuando entré en el dormitorio, el se estaba incorporando.

– ¿Ya estás vestida? -preguntó mientras buscaba las gafas con montura de alambre, sin las cuales no veía ni torta-. ¿Ha llamado alguien esta mañana o lo he soñado?

– No lo has soñado -respondí deslizándome de nuevo entre las sábanas pese a llevar puestos unos vaqueros y un jersey de cuello alto. Procuré que mi pelo mojado no empapara la almohada-. Era Lily. La mujer de recursos humanos de Elias-Clark llamó a su casa porque les di su número. Y adivina qué.

– ¿Te han dado el trabajo?

– ¡Me han dado el trabajo!

– ¡Ven aquí! -exclamó Alex al tiempo que me abrazaba-. Estoy muy orgulloso de ti. Es una noticia estupenda.

– ¿Todavía piensas que es una buena oportunidad? Sé que ya lo hemos hablado, pero es que esa mujer ni siquiera me ha permitido decidir. Ha dado por sentado que quería el empleo.

– Es una oportunidad increíble. La moda no es lo peor de este mundo, puede que hasta te resulte interesante.

Puse los ojos en blanco.

– De acuerdo, me he pasado un poco -agregó-. Pero con Runway en el curriculum, una carta de esa Miranda y quizá hasta algunos artículos para cuando termine el año, podrás hacer lo que quieras. The New Yorker te suplicará que trabajes para ellos.

– Espero que tengas razón. -Me levanté y procedí a guardar mis enseres en la mochila-. ¿De veras que no te molesta que coja tu coche? Cuanto antes llegue a casa, antes estaré de vuelta, aunque tampoco importa mucho, porque me mudo a Nueva York. ¡No hay marcha atrás!

Como Alex tenía que ir a Westchester dos veces por semana para cuidar de su hermano pequeño porque su madre trabajaba hasta tarde, esta le había regalado su viejo coche, pero no lo necesitaría hasta el martes y yo pensaba estar de vuelta antes de ese día. Además, ya había planeado pasar el fin de semana en casa y ahora tendría una buena noticia que llevarme.

– Claro que no. Está a media manzana de aquí, en GrandStreet. Las llaves están sobre la mesa de la cocina. Llámame cuando llegues, ¿de acuerdo?

– Claro. ¿Seguro que no quieres venir? Habrá comida buena. Ya sabes que mi madre solo compra lo mejor.

– Es muy tentador. Sabes que iría, pero he quedado mañana con los profesores jóvenes para tomar algo. Pensé que eso nos ayudaría a trabajar como un equipo. Lo he organizado yo y no puedo faltar.

– Maldito bonachón, siempre creando buen rollo allí donde vas. Te odiaría si no te quisiera tanto.

Le di un beso.

– Exageras. Pásalo bien.

– Tú también. Adiós.

Encontré su pequeño Jetta verde al primer intento y solo tardé veinte minutos en dar con la alameda que me conduciría a la 95 Norte, que estaba muy despejada. Ah, cómo echaba de menos conducir. Hacía un frío que pelaba para ser noviembre, estábamos a un par de grados y había placas de hielo en las carreteras secundarias. No obstante, el sol brillaba y proyectaba esa luz de invierno que hace llorar a los ojos poco acostumbrados, y notaba el aire frío y limpio en los pulmones. Hice todo el trayecto con la ventanilla bajada, escuchando una y otra vez la banda sonora de Casi famosos. Me recogí el pelo húmedo en una coleta para que no me cubriera los ojos y me fui soplando los dedos de las manos para mantenerlos calientes, o por lo menos lo bastante calientes para poder sostener el volante. Había finalizado mis estudios hacía apenas seis meses y mi vida ya estaba a punto de dar un gran paso adelante. Miranda Priestly, hasta el día anterior una desconocida pero mujer poderosa, me había elegido para trabajar en su revista. Ahora tenía una buena razón para salir de Connec-ticut, mudarme a Manhattan -sola, como una verdadera adulta- y convertirlo en mi hogar. Cuando detuve el coche frente a mi casa de la infancia me sentía dichosa. El retrovisor me mostró unas mejillas rojas a causa del viento y un pelo alborotado. No iba maquillada y llevaba los bajos de los vaqueros sucios de caminar por el aguanieve de la ciudad, pero me sentía hermosa, natural, fresca, limpia y diáfana. Abrí la puerta y llamé a mi madre. Nunca he vuelto a sentirme tan ligera.

– ¿Una semana? Cariño, dudo mucho que puedas empezar a trabajar dentro de una semana -observó mi madre al tiempo que removía el té con una cucharilla.

Estábamos sentadas frente a la mesa de la cocina, en nuestro lugar de costumbre, mi madre acompañada de su acostumbrado té sin teína y con sacarina, y yo de mi acostumbrada taza de English Breakfast con azúcar. Aunque hacía cuatro años que no vivía en casa de mis padres, solo necesitaba esas enormes tazas de té preparado en el microondas y un par de frascos de mantequilla de cacahuete para sentir que no me había movido de allí.

– No tengo opción y la verdad es que he tenido mucha suerte. No te imaginas lo insistente que estuvo esa mujer por teléfono -dije. Mamá me miró con cara inexpresiva-. En cualquier caso, no es algo que deba preocuparme. He conseguido un trabajo en una revista famosa con una de las mujeres más poderosas de la industria de la moda. Un trabajo por el que darían un ojo de la cara millones de chicas.

Sonreímos, pero la sonrisa de mi madre estaba teñida de tristeza.

– Me alegro mucho por ti -afirmó-. Tengo una hija adulta preciosa. Cariño, sé que será el comienzo de una época maravillosa de tu vida. Oh, recuerdo cuando terminé el college y me mudé a Nueva York, sola en esa enorme y loca ciudad. Estaba aterrada, pero era muy estimulante. Quiero que disfrutes de cada minuto que pases en Nueva York, del teatro y el cine, la gente, las tiendas, los libros. Sé que será la mejor época de tu vida. -Posó una mano sobre la mía, gesto raro en ella-. Estoy muy orgullosa de ti.