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Estha esperó a que Rahel se metiera y luego ocupó su sitio a horcajadas en la barquita como si fuera un balancín. Utilizó las piernas para separarla de la orilla. Cuando comenzó a dar bandazos al llegar donde el agua era más profunda empezaron a remar río arriba, contra corriente en diagonal, del modo que Velutha les había enseñado. («Si queréis llegar allí, tenéis que dirigiros allí.»)

En medio de la oscuridad no podían ver que se habían equivocado de carril en aquella autopista silenciosa repleta de tráfico amortiguado. Que ramas, troncos, trozos de árboles, iban hacia ellos a una velocidad considerable.

Habían pasado ya lo Realmente Profundo y estaban sólo a unos metros del Otro Lado cuando chocaron con un tronco flotante y la barquita volcó. Ya les había ocurrido otras veces al cruzar el río en incursiones previas, y entonces nadaban hasta la orilla, al estilo perrito, agarrados a la barca y usándola como flotador. En esta ocasión, en medio de la oscuridad, no lograron ver la barca. La corriente la había arrastrado. Se dirigieron a la orilla sorprendidos de cuánto esfuerzo tenían que hacer para cubrir una distancia tan corta.

Estha consiguió agarrarse a una rama baja que se arqueaba hasta meterse en el agua. Escudriñó río abajo a través de la oscuridad para ver si podía distinguirla.

– No veo nada. Ha desaparecido.

Rahel, cubierta de fango, gateó hasta la orilla y extendió la mano para ayudar a Estha a salir del agua. Les llevó unos minutos recuperar la respiración y darse cuenta de que se habían quedado sin barca. Y lamentar su pérdida.

– Y toda la comida se habrá echado a perder -le dijo Rahel a Sophie Mol, pero se encontró con el silencio por respuesta. Un silencio de agua que corre, que gira, de peces que nadan-. ¡Sophie Mol! -susurró al río que corría-. ¡Estamos aquí! ¡Aquí! ¡Junto al árbol gordo!

Nada.

Sobre el corazón de Rahel la mariposa de Pappachi extendió de pronto sus alas sombrías.

Para afuera.

Para adentro.

Y alzó sus patitas.

Para arriba.

Para abajo.

Corrieron a lo largo de la orilla llamándola. Pero se había ido. Arrastrada por la autopista amortiguada. Verde grisácea. Con peces dentro. Con el cielo y los árboles dentro. Y, por la noche, con la titilante luna amarilla dentro.

No había música de tormenta. Ningún remolino surgió desde las profundidades de tinta del Meenachal. Ningún tiburón supervisó la tragedia.

Fue, simplemente, una silenciosa ceremonia de entrega. Una barca que derrama su carga. Un río que acepta la ofrenda. Una vida pequeñita. Un rayo de sol muy breve. Con un dedal de plata para que le diera buena suerte apretado en su puñito.

Eran las cuatro de la madrugada, aún estaba oscuro, cuando los gemelos, agotados, destrozados y cubiertos de lodo se abrieron paso a través de la ciénaga hacia la Casa de la Historia. Eran el Hansel y la Gretel de un cuento de hadas espantoso en el que sus sueños les serían arrebatados y resonados. Se tumbaron en la galería trasera sobre una estera de paja con un pato inflable y un koala de propaganda de Qantas. Un par de enanitos empapados, aturdidos por el miedo, a la espera del fin del mundo.

– ¿Crees que estará muerta?

Estha no contestó.

– ¿Y ahora qué va a pasar?

Iremos a la cárcel.

El lo sabía pero que muy bien. Pequeño hombrecito soy. A bordo de un barco voy. (Pim-pim.)

No vieron a alguien tumbado y dormido entre las sombras. Tan solitario como un lobo. Con una hoja pardusca sobre la espalda negra. Que hacía que los monzones llegaran a su debido tiempo.

17. ESTACIÓN TÉRMINO DEL PUERTO DE COCHÍN

En su habitación limpia de la sucia casa de Ayemenem, Estha (ni joven ni viejo) estaba sentado a oscuras sobre su cama. Estaba muy erguido. Los hombros rectos. Las manos en el regazo. Como si fuera el siguiente en alguna inspección. O como si estuviera esperando a que lo detuvieran.

Todo estaba planchado. Colocado en una pila ordenada, sobre la tabla de planchar. También había planchado la ropa de Rahel.

Llovía con fuerza. Lluvia nocturna. Un tamborilero ensayando en solitario mucho después de que el resto de la banda se haya ido a la cama.

En el mittam lateral, junto a la entrada para las «Necesidades de los Hombres», los alerones cromados del viejo Plymouth emitieron un destello fugaz cuando se encendió una luz. Durante varios años, después de la marcha de Chacko al Canadá, Bebé Kochamma había hecho que lo lavaran con regularidad. Dos veces por semana el cuñado de Kochu María llegaba al volante del camión amarillo de la basura del municipio de Kottayam a la casa de Ayemenem (precedido por el hedor de la basura de Kottayam, que permanecía mucho rato después de que se hubiera marchado) a despojar a su cuñada de su sueldo y, a cambio de una propina, le daba una vuelta al Plymouth para que no se le descargara la batería. Cuando Bebé Kochamma se quedó enganchada a la televisión, abandonó jardín y coche al mismo tiempo. Tutti-frutti.

Con cada nuevo monzón el viejo coche se asentaba más firmemente en el suelo. Como una gallina angulosa y artrítica, instalada sobre sus huevos. Sin la menor intención de levantarse jamás. La hierba había crecido alrededor de sus neumáticos desinflados. El anuncio de Conservas y Encurtidos Paraíso se había podrido y había caído hacia adentro como una corona derrumbada.

Una planta trepadora se contemplaba en el trozo herrumbroso que aún quedaba del espejo retrovisor roto.

En el asiento de atrás había un gorrión muerto. Se había metido por un agujero del parabrisas a coger gomaespuma del asiento para su nido. No logró encontrar la salida. Nadie oyó sus llamadas de pánico junto a la ventanilla del coche. Murió en el asiento de atrás con las patitas levantadas. Como en los dibujos infantiles.

Kochu María estaba dormida hecha un ovillo en el suelo del salón, bajo la luz parpadeante de la televisión, que seguía encendida. Unos polis americanos estaban metiendo a un adolescente esposado en un coche de policía. El suelo estaba salpicado de sangre. Las luces del coche emitían destellos y la sirena ululaba. Una mujer consumida, tal vez la madre del muchacho, miraba atemorizada entre las sombras. El chico oponía resistencia. Le habían puesto uno de esos cuadraditos borrosos sobre la parte superior de la cara para impedir su identificación y que no pudiera demandarlos. Tenía sangre reseca por toda la boca y por la pechera de la camiseta, como si fuera un babero rojo. Adelantaba los labios de color rosa bebé, separándolos de los dientes, mientras lanzaba gruñidos. Parecía un hombre lobo. Gritó a la cámara a través de la ventanilla del coche.

– ¡Tengo quince años, y me gustaría ser mejor de lo que soy! ¡Pero no puedo! ¿Queréis saber mi historia?