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Un ruido persistente comenzó a sonar en su cabeza. El ruido de trenes que pasan. La luz y la sombra y la luz y la sombra que se proyectan sobre uno, si está sentado junto a la ventanilla.

Se puso aún más erguido. Todavía podía ver a su hermana. Había crecido dentro de la piel de su madre. El brillo líquido de sus ojos en la oscuridad. Su naricilla recta. Su boca de labios carnosos. Un algo que le daba aspecto de estar herida. Como si se estremeciera por algo. Como si, mucho tiempo atrás, alguien -un hombre con anillos- le hubiera cruzado la boca de una bofetada. Una preciosa boca herida.

La preciosa boca de su madre, pensó Estha. La boca de Ammu.

Que le había besado la mano entre los barrotes de la ventanilla del tren. Primera clase, tren correo de Madrás, rumbo a Madrás.

¡Adiós, Estha, que Dios te bendiga!, había dicho la boca de Ammu. La boca de Ammu tratando de no llorar.

La última vez que la había visto.

Estaba en el andén de la estación término del puerto de Cochín, con la cara alzada hacia la ventanilla del tren. La piel gris, pálida, privada de su luminosidad por la luz de neón de la estación. La luz diurna detenida por los trenes que estaban al otro lado. Corchos largos que mantenían la oscuridad embotellada. El Tren Correo de Madrás: La Raní Voladora.

Rahel de la mano de Ammu. Un mosquito con correa. Un Insecto Palo con sandalias Bata. Un Hada de Aeropuerto en una estación de tren. Dando patadas con los pies en el andén, levantando el polvo mugriento aposentado en la estación. Hasta que Ammu la zarandeó y le dijo «Estáte quieta» y ella se estuvo quieta. Alrededor de ellos la multitud empujando.

Corriendo, apresurándose, comprando, vendiendo, tirando del equipaje, pagando al porteador, niños haciendo caca, gente escupiendo, yendo, viniendo, pidiendo, regateando, comprobando las reservas.

Ruidos de estación resonando.

Vendedores ambulantes de café. De té.

Niños demacrados, rubios, malnutridos, vendiendo revistas obscenas y comida que ellos no se podían permitir comer.

Chocolatinas derretidas. Cigarrillos de caramelo.

Naranjadas.

Limonadas.

Coca-Cola. Fanta. Helado. Batido.

Muñecas de piel de color rosa. Sonajeros. «Amores-en-Tokio.»

Periquitos de plástico llenos de caramelos con cabezas que se podían desenroscar.

Gafas de sol rojas con la montura amarilla.

Relojes de juguete con la hora pintada.

Un cargamento de cepillos de dientes defectuosos.

La Estación Término del Puerto de Cochín.

Gris bajo las luces grises. Gente hundida. Sin techo. Hambrientos. Aún bajo los efectos de la última hambruna. Con su revolución pospuesta, de momento, por el camarada E. M. S. Namboodiripad (Títere Soviético, Perro del Gobierno). La antigua niña de los ojos de Pekín.

El aire estaba plagado de moscas.

Un ciego sin párpados, con los ojos tan azules como unos vaqueros gastados y la piel plagada de marcas de viruela, charlaba con un leproso al que le faltaban los dedos, mientras daba chupadas con gran destreza a unas colillas sacadas de entre un montón de basura que había al lado.

– ¿Y tú? ¿Cuándo viniste a vivir aquí?

Como si hubieran tenido posibilidad de elegir. Como si hubieran escogido aquello como hogar entre una amplia colección de elegantes terrenos edificables en un catálogo de papel satinado.

Un hombre sentado sobre una balanza roja se quitó la pierna artificial (de rodilla para abajo) que tenía pintada una bota negra y un calcetín blanco. La pantorrilla hueca y abombada era de color rosado, como deben ser las pantorrillas que se precien (¿por qué repetir los errores de Dios al recrear la imagen humana?). Dentro de ella guardaba su billete. Su toalla. Su vaso de acero inoxidable. Sus olores. Sus secretos. Su amor. Su locura. Su esperanza. Su júbilo infinito. El pie de verdad estaba descalzo.

Compró un poco de té para llenar su vaso.

Una señora anciana vomitó. Un charco lleno de grumos. Y siguió su vida.

El mundo de la estación. El circo social. Donde la desesperación, con la locura del comercio, se iba volviendo en contra y, poco a poco, se convertía en resignación.

Pero, en aquella ocasión, para Ammu y sus gemelos heterocigóticos no había ventana de Plymouth por la que mirar. Ni red que los protegiese mientras cruzaban el aire del circo.

¡Haz las maletas y márchate!, había dicho Chacko. Pisando una puerta rota. Con el picaporte en la mano. Y Ammu, aunque le temblaban las manos, no había levantado la mirada del dobladillo que estaba cosiendo sin que hiciera falta. Tenía una lata con cintas abierta en el regazo.

Pero Rahel sí lo hizo. Levantó la mirada. Y vio que Chacko había desaparecido y en su lugar había un monstruo.

Un hombre de labios abultados, con anillos, flemático, vestido de blanco, compró cigarrillos Scissors a un vendedor del andén. Tres paquetes. Para fumar en el pasillo del tren.

Satisfacción

para hombres de acción.

Era el acompañante de Estha. Un Amigo de la Familia que por casualidad iba a Madrás. El señor Kurien Maathen.

Puesto que, de todos modos, Estha iba a ir con una persona adulta, Mammachi había dicho que no había necesidad de tirar el dinero comprando otro billete más. Baba compraba el de Madrás a Calcuta. Ammu estaba comprando Tiempo. Ella también tenía que hacer sus maletas y marcharse. A empezar una nueva vida con la que pudiera conservar a sus niños con ella. Hasta entonces, se había decidido que sólo uno de los gemelos podía quedarse en Ayemenem. Los dos, no. Juntos constituían un problema. sánataS ne sus sojo. Tenían que separarlos.

Quizá tengan razón, susurró Ammu mientras preparaba el baúl y la bolsa de viaje. Quizá un chico necesite un Baba.

El hombre de los labios abultados iba en el compartimiento que había a continuación del de Estha. Dijo que intentaría cambiar de asiento con alguien, una vez que el tren se hubiera puesto en marcha.

De momento, dejó sola a la reducida familia.

Sabía que un ángel infernal se cernía sobre ellos. Iba adonde ellos iban. Se paraba cuando ellos se paraban. Cera goteando de una vela torcida.

Todo el mundo lo sabía.

Había salido en los periódicos. La noticia de la muerte de Sophie Mol y del «enfrentamiento» de la policía con un paraván acusado de secuestro y asesinato. Del asedio subsiguiente del Partido Comunista a Conservas y Encurtidos Paraíso, liderado por el propio Paladín de la Justicia y Portavoz de los Oprimidos de Ayemenem. El camarada K. N. M. Pillai sostenía que la dirección había implicado al paraván en un caso falso porque era miembro muy activo del Partido Comunista. Que querían eliminarlo porque se había atrevido a participar en «Actividades Sindicales Legales».