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Los murciélagos dormían todo el día, cubrían el techo como un forro de piel. Salpicaban los suelos de cagadas.

Los policías se detuvieron y se desplegaron en abanico. En realidad, no era necesario, pero les gustaban esos juegos de Tocables.

Se colocaron en posiciones estratégicas. Agachados junto al murete bajo y roto de piedra que hacía de linde.

Una meada rápida.

Espuma caliente sobre piedras tibias. Meada policial.

Hormigas ahogadas en burbujas amarillas.

Respiraciones profundas.

Y luego, todos juntos, apoyándose sobre codos y rodillas, se arrastraron hacia la casa. Como los policías de las películas. En silencio, por la hierba. Con largas porras en la mano. Con ametralladoras en la mente. Con la responsabilidad del futuro de los Tocables sobre sus hombros débiles, pero aptos para la misión.

Encontraron a su presa en la galería trasera. Un tupé deshecho. Una fuente con un «amor-en-Tokio». Y, en otra esquina (tan solo como un lobo), un carpintero con esmalte rojo en las uñas.

Dormido. Lo que convertía todo aquel montaje Tocable en un absurdo.

El ¡uh! de la sorpresa.

Con los titulares ya en sus cabezas.

FORAJIDO ATRAPADO EN OPERACIÓN POLICIAL.

Por su insolencia, por aguar la fiesta, la presa pagó. ¡Oh, sí!

Despertaron a Velutha a golpes de bota.

Esthappen y Rahel se despertaron con los gritos de alguien cuyo sueño se ve sorprendido con la rotura de las rodillas.

Los gritos se les ahogaron en el estómago y se les quedaron flotando como peces muertos. En el suelo, encogidos y petrificados, entre el espanto y la incredulidad, vieron que el hombre al que estaban pegando era Velutha. ¿De dónde habría venido? ¿Qué habría hecho? ¿Por qué le habrían llevado allí los policías?

Oyeron el ruido de la madera sobre la carne. El de las botas sobre los huesos. Sobre los dientes. El gruñido sordo que se emite cuando un estómago recibe una patada. El crujido amortiguado de un cráneo sobre el cemento. El borboteo de la sangre entremezclado con la respiración al clavarse una costilla rota en un pulmón.

Con los labios morados y los ojos como platos miraban hipnotizados algo que percibían, pero no podían comprender: la ausencia de apasionamiento en lo que hacían los policías. El vacío donde debería haber cólera. La brutalidad medida, constante, la economía en todo aquello.

Como si estuvieran abriendo una botella.

O cerrando un grifo.

O cascando un huevo para hacer una tortilla.

Los gemelos eran demasiado pequeños para saber que aquellos hombres no eran más que unos secuaces de la historia. Enviados a cuadrar los libros y hacer pagar a los que transgredían sus leyes. Impulsados por sentimientos que, aunque primarios, paradójicamente, también eran impersonales. Sentimientos de desprecio que nacen del miedo embrionario, no reconocido, del miedo de la civilización ante la naturaleza, del miedo de los hombres ante las mujeres, del miedo del poder ante la falta de poder.

Esa urgencia subliminal de destrozar lo que no se puede someter ni deificar.

Las Necesidades de los Hombres.

Lo que Esthappen y Rahel presenciaron aquella mañana, aunque entonces no lo sabían, fue una demostración clínica controlada (después de todo, aquello no era la guerra ni un genocidio) de la búsqueda del dominio de la naturaleza humana. Estructura. Orden. Monopolio absoluto. Era la historia humana, disfrazada de Intención Divina, revelándose a una audiencia menor de edad.

En lo que ocurrió aquella mañana no hubo nada accidental. Nada imprevisto. No fue un ataque aislado ni un ajuste de cuentas personal. Aquélla era una época que dejaba huellas en quienes la vivían.

La Historia en una puesta en escena en vivo.

Si hicieron a Velutha un daño mayor del que pretendían, fue sólo porque hacía mucho tiempo que se había cortado cualquier afinidad, cualquier punto de contacto, entre ellos y él, cualquier implicación, aunque no fuera más que la biológica, pues era un ser humano como ellos. No detenían a un hombre: exorcizaban su propio miedo. No disponían de un instrumento para calibrar cuánto castigo podía soportar. No tenían manera de calcular qué daños le habían causado o hasta qué punto.

A diferencia de lo acostumbrado al reprimir tumultos religiosos o sofocar disturbios descontrolados, aquella mañana, en el «corazón de las tinieblas», el grupo de policías Tocables actuó con economía, no con frenesí. Con eficiencia, no de un modo anárquico. Con responsabilidad, no con histeria. No le arrancaron el pelo ni lo quemaron vivo. No le cortaron los genitales y se los metieron en la boca. No lo violaron. Ni lo decapitaron.

Después de todo, no estaban luchando contra una epidemia. Estaban vacunando a una comunidad contra un simple brote.

En la galería trasera de la Casa de la Historia, mientras rompían y aplastaban al hombre al que ellas querían, la señora Eapen y la señora Rajagopalan, Embajadoras Gemelas de Dios-sabe-qué, aprendieron dos lecciones nuevas.

Lección Número Uno:

La sangre apenas se ve en un Hombre Negro. (Pim-pim.)

Y

Lección Número Dos:

Pero huele.

Un olor empalagoso.

Como el de rosas marchitas traídas por la brisa. (Pim-pim.)

– Madiyo? -preguntó uno de los Agentes de la Historia.

– Madi aayirikkum -respondió otro.

¿Suficiente?

Suficiente.

Retrocedieron unos pasos. Artesanos enjuiciando su obra. A una distancia estética.

Su Obra, abandonada por Dios y por la Historia, por Marx, por el Hombre, por la Mujer y (en las horas que habían de venir) por los Niños, yacía doblada en el suelo. Estaba semiconsciente, pero no se movía.

Tenía el cráneo fracturado por tres sitios. La nariz y los pómulos aplastados, lo cual daba a su rostro un aspecto carnoso indefinido. El golpe en la boca le había roto el labio superior y le había partido seis dientes, tres de los cuales se le habían clavado en el labio inferior, lo que había transformado su maravillosa sonrisa convirtiéndola en algo horrible. Tenía cuatro costillas astilladas. Una le había perforado el pulmón izquierdo, que era lo que le hacía sangrar por la boca. Sangre roja brillante en el aliento. Fresca. Espumosa. En la parte inferior del intestino se le había producido una hemorragia que le llenaba de sangre la cavidad abdominal. La espina dorsal estaba lesionada en dos puntos, con parálisis del brazo derecho y pérdida de control de vejiga y recto. Las dos rótulas estaban hechas añicos.