Subieron la escarpada ladera del cerro entre los grandes árboles de hoja perenne que crecían ligeramente ladeados, coronaron luego, arrastrándose y de rodillas, la cima. Debajo, al otro lado, había un valle con muchos árboles pero con una serie de espacios abiertos. Aproximadamente la mitad de los árboles parecían como asolados por el invierno. Pero se había tragado sus hojas un animal, no una estación. Un animal tan grande que a Ulises le costaba trabajo admitir lo que le decían sus sentidos. Era más alto que algunos de los árboles jóvenes. Aunque gris como cualquier elefante, tenía uña enorme mancha blanca en el lomo derecho. Sus largos y amarillentos colmillos parecían tan pesados que Ulises se preguntó cómo podría el animal alzar la cabeza. Su trompa, proporcionalmente mayor que la de los elefantes de la época de Ulises, se movía sinuosamente entre los árboles, arrancando ramas enteras. Llevándoselas hasta la enorme boca y escupiéndolas luego después de deshojarlas. Incluso desde tan lejos llegaba a los cazadores los rumores y estruendos de su gigantesco estómago.
Soplaba viento del norte, por lo que el animal no podría ciernes ni oírles si tenían cuidado. Quizás su vista no fuese tan débil como la de otros ejemplares del clan elefantino, por lo que Ulises les advirtió de nuevo que se escondieran lo más posible.
El grupo tardó una hora en bajar la ladera y llegar, entre los árboles, al fondo del valle. Por entonces Ulises comenzaba a preocuparse por Ghlij. Era ya hora de que apareciese. ¿Qué le habría pasado? Quizás algunos renegados alkumquibes o miembros de otras tribus de más al norte andaban al acecho y habían matado a Ghlij y a los que le llevaban. Quizás… ¿Por qué preocuparse tanto? Si Ghlij no aparecía, nada se podía hacer. Atacarían sin él.
Ulises indicó a los otros que se quedasen donde estaban, que era, principalmente, detrás de los árboles. Cogió el bazoka de madera en el que había metido el proyectil también de madera y avanzo. Detrás iba Awina, con una pequeña antorcha que acababa de encender. Otras antorchas se encendían también con cajas de humeante yesca que estallaban en rojo calor en cuanto se echaban en ellas unas ramitas. Luego se aplicaban las antorchas a las cajas para hacer fuego. Este fue el momento crucial para Ulises. El humo, aun con el viento en contra, podía olerlo el animal, o sus ojos, aunque fuesen débiles, podían ver las espesas nubes negras.
El estruendo atronador del vientre, el destrozo de ramas, el rumor de la boca y el deshoje continuaban. Aquélla masa gris y ballenesca se agitaba en una especie de constante danza. La trompa trabajaba afanosamente, y todo parecía en paz en el mundo del Viejo Ser de la Mano Larga.
Una sombra cayó sobre Ulises. Alzó los ojos. La oscura forma alada de Ghlij volaba sobre él. Ulises le hizo señas de que se desplazase hacia la derecha. Si la sombra caía sobre el animal, que probablemente fuese tan excitable como un elefante africano, se asustaría o al menos se alertaría.
Ghlij no le vio o interpretó mal sus gestos. Siguió volando recto hacia adelante, hacia el animal, a una altura de unos quince metros. Llevaba la bomba sujeta al vientre con una mano y la pequeña antorcha en lo otra. El espeso humo que iba dejando tras él le hacía parecer un demonio de fuego.
Ulises lanzó un juramento y corrió hacia el Viejo Ser. A ambos lados suyos guerreros y porteadores, olvidando, en su nerviosismo y su miedo, toda precaución, se lanzaron hacia el animal. Su niñez había estado plagada de historias aterradoras sobre aquel monstruo, y algunos habían llegado incluso a verle a lo lejos o en acción. Los padres de algunos habían perecido aplastados por aquellas enormes patas. Pero no retrocederían para que les tuviesen por cobardes, y era mejor la muerte que la deshonra. Sin embargo, su audacia era excesiva, y además competían entre sí en ella, y estaban así traicionándose a sí mismos.
Y también traicionándome a mí, pensó Ulises.
Era demasiado tarde para hacer algo que no fuese atacar y confiar en la suerte. Si al menos Ghlij calculase bien y no errase el blanco… aunque, ¿cómo se podía errar el blanco con un animal tan grande?
Pero Ghlij erró. Al parecer pasó sobre el animal y luego dio la vuelta intentando avanzar sobre él con el viento en contra y sorprenderle por detrás. No era una maniobra muy inteligente. En, primer lugar, había ido directamente hacia el animal, arrojando así su sombra sobre él. Pero el animal no se había dado cuenta. Ahora, sin embargo, el humo de la antorcha llegaba hasta él aunque Ghlij estuviese a quince metros de altura.
El animal dejó de arrancar ramas, alzó su trompa, olfateó a un lado y a otro y luego comenzó a bramar.
Ghlij tiró la bomba y luego lanzó un chillido de frustración.
El coloso contestó con otro chillido y alteró súbitamente su inmovilidad en una carga que fue adquiriendo una velocidad increíble. El animal aún no había visto nada; sólo estaba asustado y corría a ciegas. Fuese cual fuese su estado o el motivo, se volvió hacia Ulises, y de pronto, el cohete pareció servir de poco.
Pese a lo cual Ulises se echó al hombro el bazoka cargado y gritó a Awina que encendiese la mecha. El no podía verla, pero le dijo con mucha calma lo que tenía que ir haciendo.
En ese momento, estalló la bomba de Ghlij a unos treinta metros por detrás del monstruo gris. El Viejo Ser aumentó la intensidad de sus bramidos y su velocidad. Cambió también de dirección, de modo que ya no se dirigía en línea recta hacia Ulises y Awina. A menos que volviese a cambiar de rumbo, pasaría a unos metros de ellos. Pero podría verles antes y atacarles.
El calor chamuscaba la mejilla de Ulises; el humo llenaba sus ojos; el cohete silbó al salir del tubo junto a su cabeza. Voló en un arco liso hacia el animal, que cargaba ahora contra ellos, tras verles dos segundos antes. Llevaba la trompa encogida y alzada y clavaba en ellos unos ojos rojizos. La masa oscura del cohete le golpeó en la pata izquierda y la explosión ensordeció a Ulises. Brotó tanto humo que no pudo ver siquiera al animal. No esperó a comprobar los efectos de la explosión sino que corrió a un lado con Awina. Un porteador se acercó corriendo a él con otro cohete, y luego volaron sobre él otros proyectiles, uno junto a él, y algo le golpeó en la espalda.
Cayó de bruces mientras el humo se agrupaba como una tienda a su alrededor. Tosió y luego se puso a cuatro patas antes de levantarse. Estuvo atontado varios minutos hasta que advirtió lo que había sucedido. Algún guerrero se había puesto demasiado nervioso y había dirigido el proyectil demasiado bajo. Este proyectil era el que le había golpeado y había destrozado luego un árbol junto a él.
Ulises se levantó. Tenía la ropa destrozada y estaba chamuscado y ahumado. Miró alrededor buscando a Awina, y luego lanzó un grito de alivio. Ella estaba de pie junto a él, desconcertada y enrojecidos los ojos y ennegrecida la piel por el humo. Pero no parecía tener herida alguna.
Se volvió al Viejo Ser. No oía nada; pero en realidad tenía que estar detrás de él.
El animal estaba en el suelo, pateando en el aire mientras brotaban arroyos de sangre de varios agujeros inmensos. Una de las patas, aunque se movía, estaba prácticamente destrozada.
Y luego, cuando guerreros y porteadores, gritando y chillando en triunfo, se acercaron a él, se puso en pie laboriosamente y, tambaleándose, cargó de nuevo. Los bípedos se esparcieron, chillando aterrados, y entonces el animal agarró a uno de ellos con su trompa y lo alzó en el aire y lo arrojó dando vueltas contra las ramas de un árbol.
Tras esto, el Viejo Ser se derrumbó otra vez y murió en un lago de cieno y sangre.
Milagrosamente, el wufea arrojado contra el árbol sobrevivió con sólo unos cuantos cortes y magulladuras.