Ulises cabeceó al oír eso. Sospechaba que el hombre murciélago y su esposa habían sido enviados para descubrir qué le retenía a él. Y estaba seguro de que ambos se irían mucho antes de lo que solían hacerlo. Se despidió de ellos una fría mañana y decidió que partiría antes aun de lo planeado.
Entre tanto, sacó sus caballos y enseñó a los guerreros a montarlos. Las nieves del invierno no eran tan abundantes como acostumbraban. Aquello podía seguir siendo geográficamente Syracusa, pero el clima se había hecho más suave. Nevaba con frecuencia, pero no con tanta intensidad, y la nieve no solía cuajar. Había espacio de sobra para montar sus caballos, que conservaba dentro del templo. Aquella primavera habían nacido potros, e instruyó a los suyos para que se cuidasen de ellos. Insistió mucho en que tratasen humanamente a los animales.
Por fin la primavera liberó el suelo helado y las llanuras se llenaron de barro. Estaba aplazando la expedición por causa de una enfermedad que había aparecido entre los wufeas. Murieron docenas en unas semanas, y luego Awina cayó en cama con la fiebre. Estuvo a su lado casi constantemente y la alimentó él mismo. Aizira entraba a menudo a ejecutar las ceremonias de purificación. Desconocían la existencia de gérmenes causantes de la enfermedad. Creían en la vieja teoría de la posesión de los malos espíritus enviados por hechiceros. Ulises no discutió este asunto. Sin microscopios, no podía demostrar su explicación, y aunque hubiese podido de nada hubiese valido en la cura de la enfermedad. La fiebre y los forúnculos en la cabeza que la acompañaban solían durar una semana. Unos morían y otros se recobraban; no parecía haber ninguna razón aparente por la que unos sobreviviesen y sucumbiesen otros. Hubo muchos entierros diarios; y luego, por fin, la fiebre desapareció.
Ulises había pensado lo irónico que resultaría el que cayese víctima de una enfermedad después de estar oculto varios millones de años. Pero la enfermedad no le afectó. Lo que fue una ventaja en más de un sentido. De haberle afectado quizás los otros dudaran de su divinidad.
La fiebre se mantuvo en la zona durante un mes. Cuando desapareció, había acabado con casi un octavo de la población. La enfermedad no respetó la edad: murieron niños de pecho, chiquillos, adultos y ancianos.
Él se sentía desalentado, por varias razones. En primer lugar, se sentía más próximo a aquella gente, pese a sus rasgos no humanos, tanto físicos como psicológicos. Algunas de las muertes le dolieron mucho, sobre todo la de Aizira. Quizás el dolor de Awina por su padre le conmoviese más que la muerte del propio viejo, pero lo cierto es que le afectó. En segundo lugar, los wufeas necesitaban todos los brazos posibles para la siembra de primavera y para las cacerías de esa época. No podían prescindir de los guerreros de su expedición.
Sin embargo, el dios de piedra les había dado el arco y la flecha y el caballo como transporte. Cazaban ahora con mucha mayor eficacia que antes de que él hubiese despertado. Y así salieron en grandes cacerías comunales y trajeron grandes cantidades de carne de caballo y antílope. Además, la idea de criar caballos para alimentarse de ellos se les ocurrió sin que su dios se lo indicara. Dividieron los animales en dos grupos con objetivos de selección y cría. Uno de ellos lo formaban los animales de transporte y el otro sería alimentado y engordado para el sacrificio. Conocían los principios de la genética, pues habían criado perros y cerdos con diversos propósitos durante mucho tiempo.
Por entonces era demasiado tarde para salir a las llanuras, o demasiado pronto, según el punto de vista. Tendría que secarse el barro. Así que Ulises esperó y aumentó sus preparativos e imaginó aún más obstáculos contra los que debía prepararse o contra los que no podría hacerlo. A sus guerreros también les resultaba dura la espera. Cuanto más se demoraba la expedición, más sombríos y espantosos eran los relatos que corrían sobre las pérfidas hazañas de Wurutana.
Tres días antes de que partiera la expedición, aparecieron Ghlij y su esposa Ghuaj.
– ¡Mi Señor, creí que podría estar a tu servicio! -dijo Ghlij, y su coriácea cara de grandes dientes se afiló como la de un murciélago. O la de un zorro muy feo, pensó Ulises.
Ulises dijo que podía serle de gran utilidad. Y podía, hasta cierto punto. Pasado éste, no podía confiar en él. Ulises había tenido tiempo de cavilar mucho sobre el incidente del Viejo Ser y sobre los informes que le habían dado acerca de los hombres murciélago.
Ghlij abrió mucho los ojos cuando vio los cuatro carros que Ulises había hecho construir.
– Mi Señor -dijo-, habéis dado a vuestro pueblo muchas cosas nuevas y útiles. Con los arcos y las flechas y con la pólvora y el uso de los caballos, vuestro pueblo podría barrer a todos los pueblos del norte.
– Cierto, pero lo que a mí me interesa es derrotar a un sólo ser -dijo Ulises.
– ¡Ah, sí, a Wurutana!
Ghlij no pareció sorprendido. Si algo pareció fue, en realidad, satisfecho.
A la tercera mañana la caravana inició su marcha. Ulises montaba el caballo mayor que pudo encontrar. A su lado, Awina montaba una yegua, y luego iban Ghlij y Ghuaj a la espalda de dos guerreros. Tras ellos cabalgaban cuarenta guerreros y detrás iban los carros tirados por caballos y sesenta guerreros más. En los flancos, delante y detrás, cabalgaban los explotadores. El grupo estaba compuesto en partes casi iguales de wufeas, wuagarondites y alkumquibes. Ulises habría preferido que todos los combatientes fuesen de una misma raza, porque estaba harto de tener que impedir o resolver disputas o matanzas entre los viejos enemigos. Pero quería preservar la unión y preferir a una raza sobre las otras dos habría ofendido a las excluidas.
Formaban, desde luego, un grupo extraño y pintoresco. Por entonces había llegado a la conclusión de que los tres grupos eran felinos y tenían un ancestro común. El parecido de wuagarondites y alkumquibes con los mapaches era superficial.
El grupo recorrió las llanuras, deteniéndose al oscurecer o al final de la tarde junto a un pozo o un arroyo. Mataban mucha carne y todos comían bien. Día tras día, la inmensa masa del sur se hacía mayor, y luego, de pronto, comenzó a crecer rápidamente. En una ocasión se acercó a ellos una pequeña banda guerrera de los kurieiaumea, pero los invasores les igualaban en número. Además, pareció desconcertarles el que aquella gente montase a caballo. Se mantuvieron a respetable distancia e intentaron seguirles los pasos, pero después del segundo día se quedaron atrás. Luego, dos días más tarde, se enfrentaron con un ejército de casi un millar de emplumados y adornados kurieiaumeas. A Ulises no le sorprendieron. Los dhulhulijes les habían localizado medio día antes.
Ulises hizo parar la caravana y les estudió. Eran casi tan altos como él, pero flacos como galgos. Tenían la piel rojiza y las orejas emplazadas más adelante y más arriba. Aunque sus caras eran tan humanas como las de los wufeas, sus dientes eran también los de los carnívoros. Evidentemente no se trataba de felinos. Tenían un cierto aire perruno. Olían incluso como los perros, y sudaban por la lengua.
Kdamguwing, jefe de los alkumquibes, preguntó:
– ¿Debemos atacarlos, Señor?
Los otros jefes le miraron ceñudos por atreverse a hablar. Ulises alzó una mano para indicarle que esperase y contempló al enemigo con más detenimiento. Sonaban los grandes tambores de guerra, y todos ejecutaban una danza mientras sus jefes les arengaban. Formaban una marea que amenazaba con barrer y cubrir la caravana.
Dio órdenes y el grupo de guerra formó una cuña con él a la cabeza y los carros en el centro de la masa. Era una formación que los indisciplinados salvajes habían tardado mucho en aprender.