Después de oscurecer la temperatura descendió. Recogieron ramas y astillas y troncos de árboles secos y los apilaron en las fisuras que no estaban llenas de tierra. Allí el polvo no era tan espeso como abajo y había más corteza desnuda. El sol se ocultó y luego las nieblas les rodearon. Temblando y empapados, se apretujaron alrededor de las hogueras.
Ulises habló a Ghlij, que estaba sentado junto a él al calor de las llamas.
– No estoy tan seguro de que fuese buena idea. Es cierto que aquí hay menos vegetación y que podemos movernos mejor, pero podemos enfermar también con la humedad y el frío.
El hombre murciélago y su esposa eran pálidas imágenes demoníacas bajo la niebla y la vacilante luz de la hoguera. Se envolvían en mantas de las que se proyectaban sus desnudas cabezas y sus coriáceas alas. Ghlij castañeteó los dientes y dijo:
– Mañana, mi Señor, construiremos una balsa y podremos descender en ella por el río. Entonces os convenceréis de que mi consejo es bueno. Recorreremos mucho más territorio con mucha mayor rapidez. Veréis que la incomodidad de las noches quedará compensada sobradamente con la facilidad del viaje durante el día.
– Veremos -dijo Ulises, y se acomodó en su saco de dormir.
La niebla era en su cara como un húmedo aliento que la cubría de gotitas de agua. Pero el resto de su cuerpo estaba caliente. Cerró los ojos, y los abrió luego para mirar a Awina. Estaba en su saco, pero incorporada, la espalda apoyada en la pared de la fisura gris. Sus grandes ojos le miraban. Él cerró los suyos pero siguió viendo los de ella, y cuando se durmió soñó con ellos.
Despertó asustado, el corazón latiendo apresuradamente, jadeante. El grito aún sonaba en sus oídos.
Durante un minuto, pensó que se trataba de un sueño. Luego oyó las exclamaciones de los otros y el ruido que hacían intentando salir de sus sacos. El fuego estaba casi apagado, y las figuras que se movían en la oscuridad parecían monos en el fondo de un pozo.
Se levantó, con su azagaya preparada. ¿Preparada para qué? Todos parecían tan desconcertados como él. Estaban divididos en tres grupos, cada uno de ellos alrededor de una hoguera y al fondo de una fisura en forma de cañón, cuya parte superior quedaba a varios metros por encima incluso de la cabeza de Ulises. Entonces un objeto redondo apareció en la niebla a su lado y una voz dijo:
– ¡Mi Señor! ¡Dos de los nuestros están muertos!
Era Edjauwando, un wuagarondite de otro grupo. Ulises salió de la fisura y otros le siguieron.
– Han matado a dos a lanzadas -dijo Edjauwando.
Ulises examinó a los muertos a la luz de las brasas, incrementadas con un puñado de ramas. Las heridas del cuello podían ser de lanzazos, pero Edjauwando no hacía más que suponer cuales habían sido las armas utilizadas.
Los centinelas dijeron que no habían visto nada. Estaban apostados fuera de la fisura pero sentados y con la mitad de sus cuerpos en los sacos de dormir y el resto envuelto en mantas. Dijeron que los gritos habían partido de allí (y señalaban a la niebla), no del lugar donde estaban las víctimas.
Ulises aumentó la guardia y volvió luego a su fisura.
– Ghlij -dijo-. ¿Qué clase de seres inteligentes hay en esta zona?
Ghlij parpadeó y luego dijo:
– Dos, Señor. Los wuggrud, los gigantes, y los jrauszmiddum, que son parecidos a los wufeas pero más altos y con manchas como los leopardos. Pero nunca viven tan alto. O al menos son muy pocos los que lo hacen.
– Sin embargo, sean quienes sean -dijo Ulises-, no pueden ser muchos. Si no, habrían atacado a todo el grupo.
– Eso es probable -dijo Ghlij-. Pero por otra parte, a los jrauszmiddum les gusta jugar con sus enemigos lo mismo que los leopardos juegan con las cabritillas o el gato con el ratón.
Poco durmieron el resto de la noche. Ulises se quedó adormilado, pero le despertó una mano que agitó su hombro. Un alkumquibe, Wassundi, decía:
– ¡Mi Señor! ¡Despertad! ¡Dos de mis hombres están muertos!
Ulises le siguió hasta la hendidura donde habían dormido los alkumquibes. Esta vez los muertos eran los dos centinelas. Habían sido estrangulados y sus cuerpos arrojados a la hendidura sobre sus compañeros. Los otros tres guardianes, a sólo unos metros de distancia, no habían oído nada hasta que los cuerpos chocaron con el fondo de la hendidura.
– Si el enemigo cuenta con fuerzas suficientes, ha perdido una buena oportunidad de matar a muchos más -murmuró Ulises.
Nadie durmió el resto de la noche. Salió el sol y comenzó a disolver la niebla. Ulises observó la zona buscando huellas de los atacantes, pero nada pudo encontrar. Ordenó que envolvieran a los cadáveres en sus sacos de dormir y que los arrojasen por el borde de la rama. Después de que los sacerdotes ejecutasen sus ritos, por supuesto, habría sido más adecuado, de acuerdo con su religión, enterrar a los muertos. Pero en aquella rama, toda la tierra amontonada en las hendiduras la ocupaba un entramado de raíces de árboles y matorrales. En consecuencia arrojaron a los muertos por el borde de la rama, que era lo más próximo a un enterramiento de que disponían. Giraron y giraron en el aire, pasando a muy poca distancia de una gran rama situada a unos trescientos metros por debajo, y luego desaparecieron en un entramado de lianas.
Tras un silencioso desayuno, Ulises dio la orden de reanudar la marcha. Les condujo a lo largo de la rama durante la mitad del día. Poco después del mediodía, decidió pasar a otra rama un poco más baja que llevaba varios kilómetros corriendo en paralelo a la que seguían. Su vegetación era mucho más espesa; la razón de esto era el riachuelo. Ulises quería construir una balsa siguiendo el consejo de Ghlij.
Se realizó la transferencia a través de un entramado de lianas casi horizontal. Ulises dividió al grupo en tres secciones. Mientras el primero se arrastraba sobre las lianas, el resto permanecía de guardia con arcos y flechas. Era un momento excelente para que sus enemigos intentasen un ataque sorpresa, porque los que cruzaban se hallaban demasiado ocupados agarrándose a las lianas y comprobando dónde pisaban. Los que se quedaban atrás atisbaban entre la maleza por si había peligro de una emboscada. En aquella espesura podían ocultarse, muy cerca de allí, hasta un millar de enemigos sin que los viesen.
Cuando el primer grupo llegó al otro lado, se distribuyeron para proteger al siguiente, mientras un tercer grupo permanecía vigilando en retaguardia. Ulises había ido con el primer grupo. Observaba al grupo siguiente que se arrastraba sobre el entramado de lianas, que se curvaba sólo un poco bajo el peso de los alkumquibes y los suministros y bombas que llevaban. Había explorado ya la zona inmediata y se había asegurado que no había allí enemigos emboscados.
Cuando el primer alkumquibe se hallaba a unos siete metros de la rama, el tercer grupo lanzó un gran grito. Ulises, sorprendido, vio que señalaban hacia arriba. Alzó los ojos a tiempo para ver un gran tronco de unos tres metros de longitud que caía hacia el guerrero alkumquibe. No le alcanzó, pero atravesó el entramado, rompiendo lianas y enredaderas. El guerrero se encontró de pronto colgando del extremo de una liana. Los que iban tras él se habían quedado paralizados al principio y habían retrocedido luego precipitadamente cuando comenzaron a caer sobre ellos otros proyectiles, troncos, ramas y nubes de polvo.
Chillando, el primer alkumquibe perdió apoyo y cayó al abismo. Otro fue alcanzado en la espalda por un tronco de más de un metro de longitud y desapareció. Un tercero dio un salto para escapar a un trozo de corteza del tamaño, de su cabeza y cayó también. Un cuarto se escurrió por una abertura que se cerró tras él. Pero reapareció un momento después y alcanzó la dudosa seguridad de la rama.
Por entonces los troncos caían más cerca del primer grupo, obligándole a retroceder por la rama. Ulises tuvo también que retroceder, pero se había asegurado que los que tiraban aquellos proyectiles estaban en la rama que quedaba directamente encima. A los lados, más bien, pues se habrían visto obligados a descender por los lados de la áspera corteza para lanzar sus andanadas. Estaban a unos doscientos metros de altura respecto a ellos, y en consecuencia al alcance de los arqueros de la otra rama. Eran éstos wuagarondites al mando de Edjauwando, que no perdió el control y dio las órdenes oportunas y volaron andanadas de flechas hacia la rama superior.