Los enemigos eran felinos con la piel manchada como los leopardos y mechones peludos sobre las orejas y perillas caprinas. Seis de ellos, ensartados por las flechas, cayeron atravesando el entramado de lianas. Uno de ellos cayó sobre un alkumquibe y ambos se perdieron en el vacío. El resto de los alkumquibes consiguieron llegar al otro lado y se precipitaron entre los matorrales para situarse bajo la rama donde los jrauszmiddum no podían alcanzarles. Por entonces los wuagarondites hablan dejado de disparar, y Ulises les lanzó un grito a través de aquel vacío de setenta metros. Tras llegar a la conclusión de que los hombres leopardo habían vuelto a subir por los lados huyendo de las flechas, ordenó a los wuagarondites que cruzasen. Estos lo hicieron lo más deprisa posible, pero antes de que el último llegase a lugar seguro, fueron bombardeados desde arriba. Esta vez los troncos y las ramas no alcanzaron a nadie.
Ulises encontró por fin a los dos seres murciélago ocultos bajo un gran matorral de grandes hojas escarlata de seis puntas. Habían sido los primeros en cruzar, pues se habían lanzado desde el tronco superando la distancia de un vuelo. Hubiera deseado enviarles a la rama más alta para vigilar. A partir de entonces lo haría así. De hecho, tenía en aquel momento un trabajo para ellos.
– Quiero que voléis por ahí hasta encontrar el sitio en que viven los jrauszmiddum -dijo. La piel de Ghlij tomó un color aún más gris.
– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Qué planeáis hacer?
– Los barreré -dijo-. No podemos permitirles que anden cazándonos de dos en dos o de tres en tres.
Ninguno de los dos quería aventurarse en terreno abierto, pero Ulises dijo que les cortaría las alas y les dejaría atrás si no obedecían sus órdenes. Luego decidió retener a Ghuaj como rehén mientras su marido estuviese fuera. No utilizó la palabra rehén ni dijo por qué quería que sólo uno de ellos explorase, pero ellos le entendieron perfectamente. Ghlij se lanzó a regañadientes desde un saliente de corteza de un lado de las ramas, y se deslizó suavemente hacia abajo, comenzó a aletear y luego ascendió en espiral. El enemigo no le arrojó ningún proyectil.
Mientras esperaba, Ulises hizo que sus hombres utilizaran sus hachas de piedra para construir seis grandes balsas. En una hora aproximadamente regresó el hombre murciélago y aterrizó en otro entramado de lianas. Llegó casi arrastrándose hasta la rama e informó que había visto a muchos hombres leopardo pero ninguna huella de su aldea.
Ulises dijo entonces al hombre murciélago que quería que volase río abajo y explorase. No quería que les tendiesen una emboscada estando en las balsas; serían entonces especialmente vulnerables. Ghuaj se quedaría con él. Ghlij no hizo ningún comentario. Se fue y estuvo fuera una media hora. Nada vio entre la densa vegetación.
La vida vegetal no era la única que florecía esplendorosa allí. Había miles de mariposas de diversos colores, con complicados dibujos en las alas. Una Libélula con una anchura de alas de más de un metro volaba sobre el agua, hundiéndose de cuando en cuando para agarrar grandes arañas acuáticas que patinaban por la superficie. A veces crujía una hoja, y Ulises veía cucarachas tan grandes como su mano. Pasó a su lado un lagarto volador; sus costillas se extendían sobresaliendo por ambos costados y entre ellas crecía una delgada membrana. En una ocasión, en la orilla opuesta, apareció otro que se hundió en el agua. Esta vez no cazaba, sino que huía de un cazador. Tras él iba un ave de como un metro de altura, una variedad más pequeña del correcaminos gigante de las llanuras. Se echó al agua también tras su presa y ninguno de los dos reapareció.
Ulises estuvo sentado un rato, pensando, mientras los otros hacían guardia o descansaban tendidos sobre la musgosa vegetación que cubría gran parte de la rama. El origen del riachuelo era una gran oquedad que había en la juntura del tronco y las ramas. Según Ghlij, el Árbol bombeaba agua y la expulsaba luego por varios puntos como aquél. El agua, o bien corría a través del canal, que se inclinaba imperceptiblemente hasta caer en cascada cuando la rama adquiría una inclinación brusca, o, con mayor frecuencia, cuando la rama se extendía horizontalmente, arroyos adicionales que se le unían de camino mantenían la corriente de agua, haciéndola superar en ocasiones ligeras elevaciones en su curso.
Este riachuelo corría al parecer durante muchos kilómetros, Ghlij calculaba unos cincuenta, aunque no estaba seguro. La rama, como muchas otras, zigzagueaba. Había incluso ramas que se doblaban sobre sí mismas.
Por fin Ulises se levantó. Awina, que había estado tendida junto a él, se levantó también. Dio la orden de marcha y subió a la primera balsa. Algunos wufeas subieron a la balsa con él y empujaron con grandes varas que habían cortado de una planta parecida al bambú.
La corriente avanzaba a sólo unos ocho kilómetros por hora allí. Había unos siete metros de profundidad en el centro del canal, y el agua estaba lo bastante clara para poder ver a través de ella hasta los primeros dos metros de profundidad. Después, se oscurecía. Ghlij dijo que se debía a las plantas del fondo, que desprendían de vez en cuando un líquido marrón. No sabía qué función tenía aquel liquido, pero sin duda cumplía alguna en la ecología del Árbol. No sabía tampoco por qué el líquido no ascendía hasta la superficie ensuciando así todo el río.
Había peces. Los habla de diversas variedades y tamaños, pero los mayores medían cerca de un metro de longitud y eran como peces joya con manchas rojas y negras. Parecían alimentarse de plantas. Un pez más pequeño, y mucho más activo, con la mandíbula inferior muy grande, se alimentaba de arañas acuáticas y perseguía también a las ranas. Pero éstas normalmente lograban escapar o se volvían y presentaban batalla. No tenían dientes, pero se pegaban al costado del pez y le arañaban los ojos. En una ocasión, uno de estos peces consiguió herir a una rana en una de sus patas traseras y entonces los demás se echaron sobre ella y la destrozaron a mordiscos.
Los balseros mantenían las balsas lo bastante cerca de la orilla para poder llegar al fondo e incluso a las orillas y poder impulsarse con las varas. Trabajaban al compás siguiendo las órdenes de los jefes, y empujando con un gruñido cuando los jefes contaban. Otros permanecían alertas con arcos y flechas preparados.
El nivel del agua cubría casi las orillas, y las plantas crecían espesas a lo largo de éstas. A veces la vegetación caía sobre el agua sin separación. Y había árboles que crecían inclinados sobre la corriente. Estaban llenos de pájaros y monos y otras criaturas. Los monos tenían el pelo más tupido que sus cantaradas de zonas menos elevadas.
De no ser por la amenaza de los seres leopardo, Ulises habría disfrutado en aquel viaje. Habría sido agradable sentarse allí y dejarse arrastrar por la corriente como Huck Finn en un río que Mark Twain jamás había imaginado.
Pero no podía ser. Todos tenían que estar alerta, listos para entrar en acción en cualquier momento. Y suponía que todos esperaban que surgiese una lanza de entre la densa vegetación en cualquier instante.
Transcurrieron dos tensas horas y luego las balsas llegaron a un punto donde el río se ensanchaba casi lo bastante para considerarlo un lago. Ulises había visto otras ramas que a veces se ensanchaban, pero nunca había estado en una. El agua alcanzaba también mayor profundidad y el lago tendría unos ciento treinta metros de anchura. Para cruzarlo, las balsas podían o bien ser empujadas por la corriente, que se había hecho muy lenta, o mantenerse cerca de la orilla, donde la profundidad fuese lo bastante pequeña para poder utilizar las varas. Ulises decidió mantenerse en medio donde, por lo menos, podían tranquilizarse unos instantes, pues se encontrarían fuera del alcance de las jabalinas de los jrauszmiddumes.