Ulises le dio las gracias, aunque le molestaba hasta hablar con los dos seres murciélago. Durante la batalla se habían escondido detrás de los arqueros abrazados uno a otro. Ulises admitía que no tenía derecho alguno a esperar que participasen en la lucha. No era su guerra. Pero no podía evitar sospechar que Ghlij había visto a los emboscados. Según la ruta que había seguido en su vuelo tenía que haber visto sin duda una de las canoas de guerra. De todos modos, era posible también que no la hubiese visto. Además, si les llevaba a una trampa, ¿por qué se había quedado con ellos? Había corrido casi tanto peligro como el resto.
Reflexionando, Ulises llegó a la conclusión de que no estaba siendo justo. Estaba permitiendo que su antipatía hacia aquellos seres influyese en su juicio. Y no era que confiase en ellos. Aún creía que estaban trabajando para quien Wurutana fuese realmente, o puede que para su propio pueblo.
Las balsas continuaron aproximadamente a la misma velocidad. Al cabo de un rato oyeron el suave estruendo de las cascadas. Ulises dejó que las balsas siguiesen avanzando durante otros tres minutos y luego dio orden de abandonarlas. Según las órdenes dadas, los que estaban al borde de las balsas saltaron primero a la orilla. Los que estaban tras ellos avanzaron también y saltaron. Dos cayeron al agua cuando las balsas tropezaron con la orilla. Uno quedó atrapado y fue aplastado por la balsa contra la arena; al otro lo arrastró la corriente.
Los que quedaban en las balsas arrojaron todos los suministros salvo las bombas a la orilla. Ulises no confiaba en la estabilidad de la pólvora hasta el punto de correr el riesgo de aquel impacto. Las bombas fueron tiradas a las manos de los que estaban en la orilla.
Él fue el último en desembarcar. Vio cómo la corriente arrastraba las seis balsas y cómo se perdían al curvarse el canal tapadas por el espeso follaje. Unos cuantos kilómetros más abajo el grupo se encontró con las cataratas. La corriente se precipitaba por el estrechamiento del canal y se arqueaba sobre el tronco del Árbol, cayendo al abismo. Ulises calculó que habría unos dos mil metros hasta el suelo, lo que hacía a aquella catarata aproximadamente el doble que la más alta de su época, la catarata del Ángel, en Venezuela.
El grupo pasó a otra rama que sólo tenía un pequeño arroyo, de unos tres metros de anchura y uno de profundidad, en su canal. Siguieron la orilla, aunque hubiesen podido ir más deprisa vadeando. Pero había en el agua serpientes de bellos colores, muy venenosas, y unos cuantos cocodrilos sin patas. Ulises decidió llamar a éstos snoligósteros, según un animal similar de las leyendas de Paul Bunyan.
Antes del anochecer, pasaron a otra rama a través de m entramado de lianas. Siguieron por ella hasta que Ghlij vio un gran agujero en la articulación de un tronco y una rama en un tronco próximo. Dijo que podrían alojarse en aquel agujero, aunque quizás tuviesen que expulsar a los animales que lo utilizasen como albergue.
– Hay muchos agujeros como éste, muy grandes, en el Árbol -dijo-. Normalmente cuando la rama brota del tronco.
– No los he visto hasta ahora -dijo Ulises.
– No supisteis mirar -dijo Ghlij, sonriendo.
Ulises guardó silencio un rato. No podía eliminar la suspicacia que sentía hacia aquella criatura. Sin embargo podía estar cometiendo una injusticia. Y Ghlij quizás estuviese aún más deseoso que él de encontrar un sitio cómodo y fácil de defender. Por otra parte, un lugar bueno para la defensa podía ser bueno también para que un enemigo te rodease en él. ¿Y si los hombres leopardo les habían seguido hasta allí y les rodeaban?
Por fin, tomó una decisión. Su gente necesitaba un sitio donde pudiese relajarse, relativamente hablando. Además, sus heridos necesitaban atención, y a algunos habría que transportarlos si continuaban la marcha sin detenerse.
– Está bien -dijo-. Acamparemos en este agujero esta noche.
No dijo que pensaba quedarse allí unos cuantos días. No quería que Ghlij supiese nada de lo que él planeaba.
No había ningún ocupante al que expulsar, aunque restos de huesos y excrementos frescos indicaban que el propietario, un animal grande, podría volver pronto. Ordenó que se limpiasen los excrementos, y se instalaron allí. La entrada tenía unos siete metros de anchura por dos de altura.
La cueva era un hemisferio de unos doce metros de anchura. Las paredes estaban tan suaves y pulidas que parecían talladas. Ghlij le aseguró que se trataba de un fenómeno natural.
Recogieron madera y la apilaron bloqueando la mayor parte de la entrada y encendieron fuego. El viento empujó parte del humo hacia el interior, pero no lo bastante para que resultase demasiado incómodo.
Ulises se sentó apoyando la espalda en la lisa pared, y, al cabo de unos minutos, Awina vino a sentarse junto a él. Se lamió los brazos y las piernas y el vientre durante un rato y luego aplicó saliva limpiadora a sus manos y las restregó por la cara y las orejas. Era sorprendente lo que podía hacer aquella saliva. Al cabo de algunos minutos su piel, manchada de sudor y de sangre, volvía a ser inodora. Los wufeas pagaban estas prácticas higiénicas con bolas de pelo en el estómago, pero tomaban una medicina compuesta de diversas hierbas para librarse de esas bolas.
A Ulises le agradaban los resultados de la operación de limpieza, pero no le gustaba verlos lamerse. Era algo demasiado animal.
– Los guerreros están descorazonados -dijo ella, después de llevar sentada a su lado varios minutos.
– ¿Dé veras? -dijo él-. Parecen tranquilos. Pero yo creía que este sosiego se debía a que estaban muy cansados.
– Lo están. Pero también están deprimidos. Murmuran entre ellos. Dicen que vos, por supuesto, sois un gran dios, siendo el dios de piedra. Pero aquí estamos en el cuerpo mismo del propio Wurutana. Y vos, comparado con Wurutana, sois un dios pequeño. No habéis sido capaces de mantenernos vivos a todos. Estamos al principio de nuestra expedición y hemos perdido muchos hombres.
– Ya aclaré antes de que partieran que algunos morirían -dijo Ulises.
– Pero no dijisteis que todos morirían.
– No todos han muerto.
– Aún no -dijo ella.
Luego, al verle fruncir el ceño, añadió:
– ¡Yo no digo eso, Señor! ¡Lo dicen ellos! ¡Y no todos! Pero las cosas han llegado a un punto tal que los que han hablado están sopesando las palabras del miedo. Y algunos han hablado de los wuggrudes.
Ella utilizó la palabra Ugorto, su pronunciación de los sonidos y combinaciones de sonidos difíciles para ella.
– ¿Los wuggrudes? Ah, sí, Ghlij me habló de ellos. Se dice que son gigantes que devoran a los extranjeros. Criaturas inmensas y hediondas. Dime, Awina. ¿Has visto tú o algunos de los tuyos alguna vez a un wuggrud?
Awina volvió hacia él sus ojos azul oscuro. Lamió sus labios negros, que. de pronto se habían quedado secos.
– No, Señor. Ninguno de nosotros les hemos visto. Pero hemos oído hablar de ellos. Nuestras madres nos han contado historias sobre ellos. Nuestros antepasados los conocían cuando vivían más cerca de Wurutana. Y Ghlij los ha visto.
– ¿Así que Ghlij ha estado hablando?
Se levantó, se estiró, y luego se sentó otra vez. Tuvo el impulso de cruzar la cueva, pero recordó que era el mortal quién debía ir a ver al dios, y no el dios al mortal.
– ¡Ghlij! Ven acá -gritó.
El hombrecillo se puso torpemente en pie y cruzó la cueva hacia donde estaba Ulises.
– ¿Qué queréis, mi Señor? -preguntó.
– ¿Por qué andas propagando historias sobre los wuggrud? ¿Intentas acaso descorazonar a mis guerreros?
Ghlij le miró imperturbable.
– Jamás haría eso, mi Señor -dijo-. No, no he estado propagando historias. No he hecho más que contestar, verazmente, a las preguntas que tus guerreros me han hecho sobre los wuggrudes.
– ¿Son tan monstruosos como dicen las leyendas?
– Nadie puede ser tan monstruoso, mi Señor -dijo Ghlij sonriendo-. Pero son bastante terribles.