– ¿Estamos en su territorio?
– Si estamos en Wurutana, estamos en su territorio.
– Me gustaría ver a unos cuantos y arrojarles nuestras flechas. Así se les quitaría el miedo a mis hombres.
– Lo bueno de los wuggrudes -dijo Ghlij- es que uno acaba viéndolos, tarde o temprano. Pero por entonces quizás sea demasiado tarde.
– Y ahora estás intentando asustarme a mí.
Ghlij enarcó las cejas.
– ¿Yo, Señor? ¿Intentar asustar a un dios? Es Wurutana -prosiguió-, no los wuggrudes, quien ha desanimado a vuestros valientes guerreros.
– ¡Son valientes y animosos!
Y pensó: Les diré que nada podemos hacer respecto a Wurutana. No es más que un árbol. Un árbol grande y poderoso. Pero es una planta sin mente que nada puede hacerles. Y los otros, los jrauszmiddumes y los wuggrudes, no son más que los piojos de la planta.
Esperaría hasta la mañana para decírselo. Ahora estaban demasiado torpes y cansados. Después del descanso nocturno y un buen desayuno, les diría que podían descansar allí unos días, Y pronunciaría un discurso alentador.
Dio una vuelta por la cueva, asegurándose de que había leña bastante y de que se habían designado centinelas. Luego se sentó de nuevo en su sitio y mientras pensaba en su discurso se quedó dormido.
Al principio pensó que le despertaban para cumplir su turno de centinela que había insistido en cumplir. Luego comprendió que estaban dándole vueltas y que tenía las manos atadas a la espalda.
Una voz dijo algo en una lengua extraña. La voz era el bajo más profundo que había oído en su vida.
Miró hacia arriba. Llameaban antorchas en la cúpula. Las sostenían gigantes. Seres de casi tres metros de altura. Tenían las piernas muy cortas, el tronco muy largo y largos y musculosos brazos. Iban desnudos, y la distribución de su pelo se parecía mucho a la del hombre salvo por la zona peluda del vientre y de la ingle. La piel era tan pálida como la de un rubio sueco y el pelo rojizo o marrón. Tenían caras humanoides pero muy prognatas, con narices oscuras, redondas y húmedas. Las orejas eran puntiagudas y emplazadas muy arriba de la cabeza. Apestaban a sudor, basura y excremento.
Llevaban inmensos garrotes nudosos, grandes mazos de madera y lanzas con las puntas endurecidas al fuego.
El ser que había hablado antes (debía ser un wuggrudes) volvió a hacerlo. Tenía los dientes afilados y muy separados.
Hubo un rumor aflautado. Tardó unos segundos en darse cuenta de que era la voz de Ghlij y de que hablaba al wuggrudes en su idioma.
Ulises sintió tal cólera que se creyó capaz de romper las ligaduras que ataban sus muñecas. Pero éstas aguantaron.
– ¡Sucio y apestoso animal traicionero! -exclamó-. ¡Debería haberte matado!
Ghlij, sonriendo, se volvió hacia él y dijo:
– ¡Sí, deberíais haberlo hecho, mi Señor!
Y dicho esto escupió a Ulises y luego le dio una patada en las costillas. La patada hizo más daño al propio Ghlij, de delicados pies, que a Ulises. El wuggrudes gruñó algo y Ghlij se alejó.
El gigante se inclinó y cogió a Ulises por el cuello con una mano inmensa y le levantó. Aquella mano le asfixiaba. Cuando recuperó sus sentidos, vio que todos estaban atados. Bueno, todos no. Había unos diez muertos, con los cráneos aplastados.
La pared posterior estaba corrida mostrando un túnel. Dentro del túnel ardían antorchas alineadas en la pared..
Así que por allí les habían sorprendido. ¿Pero cómo podían tan pocos dominar a tantos, aunque esos pocos fuesen ogros? ¿Qué había pasado con los centinelas? ¿Cómo no les había despertado el ruido de la lucha?
Ghlij se sentó frente a él.
– Los wuggrudes me dieron unos polvos. Yo los eché en el agua que debían beber todos. Hace efecto de un modo sutil y lento. Pero es muy fuerte.
No había notado sabor alguno en el agua. Ni había tenido dolor de cabeza. Era realmente muy sutil.
Miró a su alrededor. Awina estaba sentada cerca de él, también con las manos atadas a la espalda. La idea de que pudiese sucederle algo a ella le enfureció.
Abandonó su propósito de preguntar a Ghlij por qué habían sido matados aquellos diez cuando un wuggrudes se inclinó y con un solo tirón de sus inmensas manos arrancó la pierna de un alkumquibe. Comenzó a desgarrar la carne a grandes mordiscos y a masticarla.
Ulises pensó que vomitaría. Pero lamentó no poder hacerlo. Awina había apartado la cabeza. Ghlij y Ghuaj permanecían en un rincón contemplando la escena con aire indiferente.
Había diez ogros (era la mejor forma de designarlos) en la cueva y cada uno de ellos devoró un cadáver. Luego arrojaron los huesos y se limpiaron la sangre de la boca y las mejillas con el dorso de la mano. Mantenían las partes no comidas apoyadas en el pecho. Su jefe lanzó un gruñido atronador hacia Ghlij, que señaló a Ulises y dijo algo. El jefe levantó un sucio y ensangrentado índice hacia Ulises y otro gigante se acercó a él y le hizo ponerse de pie, alzándolo por el cuello. Los dedos se hundieron con tal fuerza en su cuello que estaba seguro de que estallaría la sangre en sus venas. El gigante se colocó detrás de él y fue empujándole hacia la entrada del túnel apoyando la punta de su lanza en su espalda.
Ulises intentó mirar a Awina indicándole que no creía que todo estuviese perdido, pero ella aún seguía con la cabeza vuelta. Penetró en el túnel con un rumor de pies inmensos y el chisporroteo de las antorchas como único sonido. El túnel se curvaba suavemente a la derecha, seguía recto luego, volvía a doblar hacia la izquierda, volvía a enderezarse y de pronto se vio en una inmensa sala en el corazón del tronco.
Había antorchas alrededor, sujetas a las paredes. Su humo se elevaba hacia el techo velado por la oscuridad y desaparecía, al parecer a través de respiraderos. Había también una ligera corriente de aire en dirección al techo. El hedor era asfixiante; los olores de basuras y excrementos eran tan fuertes que parecían casi sólidos. Le apretaban la garganta amenazándole con estrangularle.
Ghlij dijo, tras él, «Shau», su equivalente de «¡Puaf!»
Había unas diez hembras adultas y treinta jóvenes y niños esparcidos por la habitación. Las hembras eran casi tan grandes como los machos y mucho más gordas. Pechos, caderas, muslos y estómagos eran inmensos y fofos. Al ver la carne en las manos de los machos, lanzaron un grito. Los machos les arrojaron los restos y mujeres y niños empezaron a comer.
La habitación estaba dividida en dos partes. La más pequeña estaba emplazada en un alto nicho al otro extremo, y había en ella un objeto en forma de disco adosado a la pared. Un tramo de escalones excavados en la madera daban acceso a él. Ulises subió por ellos mientras la dura punta de madera de la lanza le pinchaba la espalda. Ghlij y el jefe le siguieron.
El disco era en realidad una membrana tensada en un anillo de madera; junto a él había dos varas con los extremos ligeramente nudosos. Ghlij las levantó y comenzó a golpear la membrana. Ulises escuchó y contó. Aquello era una especie de código, estaba seguro. Quizás fuese un código Morse primitivo.
Ghlij dejó de tocar. La membrana vibró. Su superficie cambió de forma y brotaron sonidos. Puntos y rayas.
Ghlij permaneció allí con la cabeza ladeada y las inmensas orejas atentas. Cuando la membrana dejó de vibrar, comenzó a tocar de nuevo. Al cabo de un rato se detuvo a escuchar más vibraciones de duración desigual. Ulises podía establecer normas, unidades con punto-punto-raya-punto, raya, raya-punto-raya-punto, y varias más, pero, claro está, no tenían para él ningún sentido.
La membrana parecía un tímpano o el diafragma de un teléfono. Tras ella podía verse el extremo de un largo nervio-cable vegetal, y al otro extremo, sólo Dios sabía dónde, habría una entidad transmisora en otra membrana.
Ulises se preguntaba por qué habían considerado necesario llevarle a él allí. Lo descubrió un minuto después cuando Ghlij comenzó a hacerle preguntas.