Pero el centinela, dando grandes gritos, se detuvo, agarró la lanza y la arrojó con tal violencia que Ulises perdió el equilibrio y cayó. El centinela, la sangre chorreando de la herida, se inclinó y cogió la lanza y la levantó para atravesar con ella a Ulises. Su enorme fuerza podría haber hecho clavarse la punta dé un poste de teléfono en el cuerpo de un toro hasta atravesarlo.
Ulises avanzó eludiendo la lanza y hundió el cuchillo en la capa de grasa y músculos, y rasgó hacia arriba. Al mismo tiempo, una furia negra y blanca saltó sobre los hombros del gigante desde atrás, y un cuchillo de piedra se clavó en su ojo derecho.
El gigante soltó la lanza y se tambaleó. Ulises sacó el cuchillo de su vientre, pero volvió de nuevo a la carga al ver que el gigante se disponía a coger a Awina. Ulises clavó de nuevo la hoja en la ingle del gigante, la hizo girar y la sacó otra vez. El gigante se palpó la herida, y Ulises atravesó de una cuchillada el dorso de su mano.
Silbó una flecha y el gigante cayó, con ella atravesada en el cuello. Awina saltó para no quedar aplastada por su peso. Había caído cuando el gigante se echó hacia atrás.
Ulises se giró. Los gritos y chillidos habían cesado bruscamente. Todos los gigantes estaban muertos en el suelo. La mayoría habían muerto en pleno sueño. Tres habían despertado a tiempo para luchar y habían matado a tres wufeas.
Se volvió de nuevo hacia la entrada y vio a Ghuaj lanzarse por el borde de la rama y luego a Ghlij tras ella.
Gritando, arrancó un arco y una flecha al wufea que había disparado contra el centinela, y corrió tras ellos. Ghlij había saltado desde un saliente y caía, aleteando. Ulises tensó el arco y, calculando inconscientemente el viento, apuntó y soltó la flecha. Esta atravesó la delgada membrana del ala derecha del hombre murciélago.
Ghlij cayó, chillando, pero luego sus alas comenzaron a moverse otra vez y logró descender, en vuelo controlado, hacia la gran rama de otro tronco. Allí le esperaba Ghuaj. Ulises los observó durante unos minutos mientras Ghuaj inspeccionaba la herida del ala y ambos hablaban furiosamente.
Ulises volvió a la cueva y dio a un guerrero su cuchillo para que liberase a los demás. Cuando todos estuvieron libres y armados, les dijo que debían penetrar hasta la cueva interna. Estaban ansiosos de venganza. Dentro de la gran cueva mataron a todos los wuggrud en unos cuantos segundos. Mataron a flechazos a las mujeres adultas, que podían ser tan peligrosas como los machos, y luego atravesaron con sus lanzas a los jóvenes y a los niños.
Ulises se acercó luego al nicho y tamborileó en la membrana. Esta vez la respuesta fue rápida, comprensible, y casi mortal. Desde un millar de aberturas de las paredes, el techo y el suelo, invisibles hasta entonces, brotaron chorros de agua a gran presión que les derribaron y envolvieron. Lucharon por ponerse en pie, pero en vano, pues el agua volvía a derribarles. Por fin consiguieron llegar hasta el túnel, que estaba medio inundado. Tosiendo y cayendo y chocando con los cuerpos muertos de los gigantes, consiguieron llegar a la caverna exterior y salir. La gran corriente de agua estuvo a punto de arrastrarles fuera de la rama.
Al cabo de un rato la corriente disminuyó y luego cesó por completo. Con mucha cautela, Ulises volvió a la cueva, que había quedado limpia de cuerpos y objetos. La mayoría de los implementos de Ulises y su grupo, afortunadamente, habían quedado fuera y no habían sido alcanzados por la corriente.
La entrada del túnel estaba sellada con una masa sólida y pegajosa muy parecida a los panales de abejas.
Ulises contó a sus hombres e hizo un cálculo de las municiones y demás artículos que aún conservaban. La mitad de sus hombres conservaban sus arcos y aljabas llenas de flechas. Quedaban diez bombas. Y ochenta y cuatro guerreros sin contarse él y sin contar a Awina. Estaban fatigados y doloridos. Las cuerdas de sus arcos y las plumas de las flechas estaban mojadas y resultaban inútiles de momento. También estaban mojadas las mechas de las bombas y posiblemente lo estuviese la pólvora. Tenían poca comida.
Aufaieu, que había pasado a ser el jefe wufea, dijo:
– Señor, estamos preparados.
Luego hizo una pausa.
– Para seguiros de vuelta a nuestras aldeas -añadió. Ulises intentó mirarle a los ojos, pero Aufaieu apartó la vista.
– Yo continúo -dijo Ulises-. Sigo hacia la costa sur y descubriré allí si existen mortales como yo.
Aufaieu no comentó que un dios debería saber esto.
– ¿Y Wurutana, Señor? -preguntó.
– Nada podemos hacer respecto a Wurutana, de momento.
¿Qué podría hacer él o cualquier otro? Wurutana no era más que un árbol, y fuera quien fuese el que estuviese en el poder, el que controlase a los seres murciélago y a los gigantes y posiblemente a los hombres leopardo, no había modo de localizarlo. Al menos de momento. El Árbol era sencillamente demasiado grande; la entidad que lo controlaba podía estar oculta en cualquier parte. Pero Ulises conseguiría algún día capturar a un hombre murciélago y obligarle a que le indicase dónde se encontraba el rey de Wurutana.
O esperaba hacerlo. Ahora que lo pensaba, ¿por qué razón debía buscar a aquel soberano oculto? Mientras permaneciese dentro del Árbol y no molestase a los que vivían en la tierra alrededor, bien podía dejarle en paz. Ulises había ido hasta allí sólo porque no sabía qué o quién era Wurutana y porque los wufeas y los demás parecían pensar que Wurutana era una amenaza para ellos y que el dios de piedra podía resolver el problema.
No había ningún problema que resolver respecto al propio Árbol. Continuaría creciendo hasta que cubriese toda la zona. Los wufeas y los demás podrían adaptarse a él, aprender a vivir en él, o construir barcos y partir hacia otras tierras.
– No hay nada que hacer respecto a Wurutana de momento -repitió-. Lo que haremos, lo que yo haré, será seguir y explorar la tierra siguiendo el mar hacia el sur. Si queréis abandonarme, podéis hacerlo. No quiero cobardes conmigo.
No le gustaba usar aquellas palabras. Ellos no eran cobardes ni mucho menos. No les reprochaba que se sintiesen descorazonados y ansiosos de regresar. También él sentía lo mismo, pero no estaba dispuesto a ceder.
– ¡Eso mismo, cobardes! -dijo Awina-. ¡Volved a vuestras aldeas, a los cianea que habéis deshonrado! ¡Las mujeres y los niños se burlarán de vosotros y os escupirán! ¡Y no seréis enterrados con los hombres valientes! ¡Seréis enterrados en la tierra reservada a los cobardes! ¡Las almas de vuestros antepasados os escupirán desde los Territorios de Caza Celestes!
Aufaieu se encogió como si le hubiesen propinado un latigazo. Miró en silencio a Awina y sus grandes ojos azules resplandecieron furiosos. Era bastante deshonroso que un hombre le hablase de aquel modo. ¡Pero que lo hiciese una mujer! Y sobre todo una mujer que había pasado exactamente por los mismos peligros y batallas que los hombres.
– Yo me voy inmediatamente -dijo Ulises; señaló hacia el sur-. Me voy en esa dirección. No volveré. Podéis seguirme o no. No hablaré más.
Aufaieu parecía dominado por el pánico. La idea de volver sin el dios de piedra que les condujese y confortase resultaba aterradora. Habían llegado hasta allí sólo porque él les había ayudado. Y además, si volvían sin él y llegaban felizmente a la aldea, tendrían que explicar a los suyos por qué habían abandonado a su dios de piedra.
Ulises se echó al hombro un saco que contenía alimentos y dos bombas y dijo:
– Vamos, Awina.
Cruzó la entrada y comenzó a abrirse camino alrededor del tronco. Cuando llegó al otro lado, donde comenzaba otra gran rama, se detuvo. Oyó ruidos tras él y dijo: