– ¡Awina! ¿Vienen?
Ella sonrió y dijo:
– Vienen.
– ¡Bien! ¡Sigamos entonces!
Se detuvo a unos cien metros de distancia, donde brotaba el agua de una cavidad situada en la parte superior de la rama y corría por una profunda canal. Cincuenta metros más abajo, la ranura se convertía en un amplio canal e iniciaba su curso un riachuelo. Esperó a que los otros subiesen bordeando el tronco, apoyándose en las proyecciones de la corteza, y cuando todos llegaron al arroyo, les habló así:
– Gracias por vuestra lealtad. No puedo prometeros más que otras penalidades parecidas a las que habéis padecido. Pero si encontramos cualquier cosa de valor, la compartiremos por igual.
Algunos guardaron silencio, otros murmuraron:
– Gracias, Señor.
– Ahora -dijo Ulises- construiremos de nuevo balsas. Pero con barandas que impidan que los animales nos cacen desde el agua.
Mientras un tercio de los hombres cortaba plantas parecidas al bambú para hacer troncos y remos, y lianas para atar los troncos, Ulises ordenó que otro tercio se mantuviese de guardia. El tercio restante fue a cazar. Cuando las balsas estaban listas para echarlas al agua, habían regresado ya los cazadores con tres cabras, cuatro monos, un snoligóstero y una gran ave parecida al avestruz. Se encendieron hogueras, y asaron la carne. Cuando el olor de la carne asada empapó sus narices, sus corazones se llenaron de alegría. Al poco rato, todos reían y bromeaban. Por entonces Ulises y Awina habían regresado con ocho peces.
Mientras Awina preparaba el pescado, Ulises se puso a cavilar sobre los últimos acontecimientos y sobre lo que haría después. Aunque no había vuelto a ver a los seres murciélago, sabía que le seguirían. Lo único que tenían que hacer era mantenerse fuera del radio de acción de sus flechas. Y cuando encontraran más hombres leopardo o más gigantes, los cuales estaban convencido de que descendían de osos, los empujarían contra Ulises y los suyos.
Además, debía de haber muchas más cuevas con diafragmas o membranas semejantes a la que había visto. Quizás hubiese una red que interconectase la mayor parte del Árbol con algún control central. Y era posible que este control fuese el jefe de los seres murciélago. Después de todo, no tenía más que su propia sospecha de que alguien distinto a la especie de Ghlij era la entidad conocida como Wurutana.
Si llegaba a la costa sur, podía descubrir que Ghlij le había mentido. Este podía haber contado aquella historia de que había allí seres humanos como un cebo adicional para hacerle entrar en el Árbol.
Llegó a la conclusión de que sólo podía hacer una cosa: seguir adelante y confiar en su propia suerte, su habilidad y su valor, y en la suerte, habilidad y valor de su grupo. Pero si por casualidad daba con el pueblo de los seres murciélago, lo invadiría si podía. Aunque los hombres murciélagos no fuesen la fuerza; o entidad controladora, eran los ejecutivos de Wurutana. Dispondrían sin duda de valiosa información.
No podía ver el sol debido a los troncos, ramas y follaje que había sobre él a ambos lados, pero la luz más intensa parecía venir del primer cuadrante de los cielos. Dio orden de embarcar, y subieron todos en las cuatro barcas. Recorrieron sin incidentes unos quince kilómetros, hasta que el sol entró en su último cuadrante. Y entonces vieron a Ghlij volando en paralelo a su curso. Estaba a unos sesenta metros a la izquierda y lo bastante alto como para que pudiesen verle sobre las cimas de los árboles que llenaban el espacio situado entre el riachuelo y el borde de la rama. Aleteó más deprisa al darse cuenta de que le observaban y luego desapareció bajo el muro de follaje. Unos minutos después le vieron sentado en la rama de un árbol gigante que crecía en la rama principal.
Algunos guerreros quisieron dispararle, pero Ulises les dijo que no desperdiciasen sus flechas. Se preguntó dónde estaría Ghuaj, y entonces pensó que quizás se hubiese adelantado para notificar los acontecimientos a los jrauszmiddumes o a los wuggrudes. O quizás hubiese ido a la ciudad de los dhulhulijes para empujarlos contra los invasores.
Las balsas pasaron el árbol en que estaba sentado Ghlij. Él les observó hasta que el riachuelo describió una curva que bloqueó su visión. Un momento después volvieron a verle aleteando en la misma dirección que ellos y luego desapareció. Pero volvió y se acomodó en la rama de otro gran árbol. Esta vez estaba lo bastante cerca para que Ulises pudiese ver el agujero en el ala producido por la flecha.
Ghlij permaneció en la rama hasta que las balsas se perdieron en otra curva. En cuanto la vegetación les ocultó, Ulises saltó de la balsa y se abrió paso a través de la espesura. Esperaba poder llegar junto a Ghlij antes de que éste levantase el vuelo. Después de todo Ghlij no tenía por qué apresurarse. El grupo al que vigilaba no podía alejarse demasiado.
Para llegar a su lado rápidamente, tenía que hacer bastante más ruido del que deseaba. Si hubiese sido un Tarzán, podría haber saltado de rama en rama por los árboles parásitos, y lo habría intentado de haber tenido más tiempo. Pero no lo tenía, y en consecuencia atravesó la espesura de lianas y espinos sin preocuparse de más, a toda prisa. Llevaba el arco alzado, pero al pasar entre unos matorrales las flechas se engancharon en las ramas y cayeron de la aljaba y tuvo que detenerse a recogerlas.
Por último dejó la aljaba en el suelo y cogió dos flechas en la mano. Tras esto pudo caminar mejor. Espantó a dos ciervos del tamaño de un chihuahua y tuvo que dar un salto al aparecer ante él una serpiente de cabeza triangular con dibujos negros, naranja y amarillos en la piel.
Llegó al borde justo cuando Ghlij saltaba de su árbol, extendía las alas y empezaba a volar. Ghlij descendió y luego volvió a elevarse, pasando muy cerca del borde de la rama, a unos ocho metros de donde estaba escondido Ulises tras un matorral. Ulises se levantó y apuntó un poco por delante de Ghlij y disparó la flecha. Esta atravesó la oreja derecha del hombre murciélago, que lanzó un grito y cayó hacia un lado. Ulises avanzó hasta el borde mismo de la rama y colocó otra flecha en el arco. Pero ya Ghlij había dejado de chillar y controlaba su caída. Estaba a unos quince metros por debajo y por delante, y esta vez Ulises lanzó la flecha no tan por delante de su objetivo. La flecha atravesó el ala derecha y el hombro de Ghlij. Sin embargo éste continuó volando. La saeta había atravesado sin duda sólo la carne, sin tocar ningún músculo vital. De todos modos Ghlij estaba herido y caía, sin poder controlar sus alas, en el vacío aterrador. Ulises intentó seguirle con la mirada pero pronto le perdió entre la oscuridad y la espesura del follaje.
A menos que el hombre murciélago chocase con algo, probablemente se recuperaría y conseguiría aterrizar en lugar seguro. Ulises suspiró y volvió a la balsa. Por lo menos le había dado el susto de su vida.
– Parad en la próxima curva -dijo, una vez de vuelta en su balsa.
Les explicó lo que había pasado y aunque les desilusionó el que no hubiese matado a Ghlij, disfrutaron con su descripción del miedo de éste. Salieron tras él, dejando las balsas entre la vegetación, donde cortaron las entremezcladas lianas y ocultaron los remos bajo los matorrales. Tras esto, cruzaron al otro lado y allí comenzó la difícil pero no imposible bajada por el borde. Antes de oscurecer, se encontraban en una de las grandes cavidades que abundaban en los lados de la rama. Solía haber en ellas animales: gorilas, monos, babuinos o felinos cuyo tamaño iba desde el del gato casero al del leopardo. El propietario de aquella cueva no estaba en ella, y cuando volvió, resultó ser un felino parecido al ocelote pero con manchas en la piel como el tigre. No luchó con ellos por su madriguera.
– Nos quedaremos aquí hasta que se nos acaben el agua y la carne -dijo Ulises-. Si Ghlij no resultó muerto o malherido, volverá aquí. Pero no nos encontrará. O, si nos encuentra, lo más probable es que acabe con una flecha en la barriga.