A Ulises no le gustaba la idea de ocultarse, porque sus «hombres» necesitaban acción. Pero si podía despistar a los seres murciélago y a quienes ellos hubiesen podido avisar, valdría la pena la inactividad y la tensión que pudiesen engendrar el permanecer allí ocultos.
A la mañana siguiente se alegró de su decisión. Le despertó Awina para informarle de que se oían extrañas voces, muchas voces, en algún lugar próximo. Salió cautelosamente hasta un lugar próximo a la entrada y escuchó. Las voces lejanas pertenecían a los dhulhulijes. Estaban llamándose unos a otros mientras volaban sobre la selva o caminaban torpemente entre la vegetación. Aunque pequeños, les resultaba difícil avanzar por la selva debido a que se les enredaban las alas y se les rasgaba muy fácilmente la delgada membrana de éstas.
– Nos quedaremos aquí todo el día -dijo Ulises-. Pero si siguen aquí de noche, saldremos y capturaremos a uno.
Penetraron en la cueva lo más profundo que pudieron. Y fue una suerte que lo hiciesen porque aproximadamente una hora después pasó ante ella un murciélago. Volaba deprisa, pero era evidente que observaba todas las fisuras y cuevas del lateral de la rama.
Después de que se fue el dhulhulij, Ulises se acercó a la entrada, se colocó a un lado, indicó al jefe wufea que se colocase al otro. Tal como Ulises sospechaba, el hombre murciélago decidió volver para hacer una investigación más detallada. El pequeño ser se posó en la entrada bruscamente, y tal era su impulso que hubo de correr un rato antes de poder parar. Era una maniobra absurda, y el hombre murciélago no debía pensar realmente que hubiese alguien allí. Quizás no hiciese más que seguir órdenes, y consideraba la operación pura rutina.
Si era así, se llevó el mayor susto de su vida. Le agarraron por todas partes antes de que sus ojos pudiesen ajustarse a la penumbra de la cueva. Una gran mano tapó su boca, y el borde de una dura palma golpeó su flaco cuello.
Ulises ató al inconsciente hombre murciélago. Cuando vio que abría los ojos le dijo, en airata, lo que tenía que hacer si quería conservar la vida. El prisionero indicó con un cabeceo que obedecería y le destaparon la boca. Pero colocaron un cuchillo sobre su garganta.
Se llamaba Jyuks, y pertenecía a una fuerza especial de ataque.
– ¿Y quién les había llamado allí?
Jyuks no contestó a esto. Ulises retorció el frágil pie un poco más mientras Aufaieu tapaba con su mano la boca del hombre murciélago. Jyuks seguía sin hablar, así que Ulises le hizo varios agujeros en un ala. Después de seguir un poco más con este tratamiento, Jyuks empezó a hablar. Había sido Ghuaj, la mujer de Ghlij, la que les había informado.
Si era así, la ciudad de los hombres murciélagos no podía estar muy lejos, pensó Ulises. Estaba de suerte.
– Ni mucho menos, -dijo Jyuks-. Aquel lugar era sólo un pequeño asentamiento, un puesto exterior.
– ¿Cuántos hombres murciélago había en aquella fuerza de ataque?
– Unos cincuenta.
Ulises no tenía medio de comprobar esto por el momento.
– ¿Cómo pensaban combatir a los invasores?
Al preguntar esto, contempló los afilados dardos de madera con punta de piedra del cinturón que rodeaba la cintura de Jyuks.
Los hombres murciélagos arrojarían los dardos contra los guerreros, claro. Y los jrauszmiddumes atacarían por tierra.
En aquel momento, se oyó un batir de alas. Otro hombre murciélago apareció a la entrada y penetró poco más de un metro en la cueva. Los alkumquibes estacionados a los lados de la entrada saltaron sobre él, pero el intruso logró esquivarlos y huir de ellos. Sin embargo un wufea le atravesó de un flechazo y el batir de alas se apagó sin un ruido. Se acuclillaron dentro del agujero, esperando que surgiese el grito indicador de que había sido visto el herido. Pero no llegó grito alguno.
– Más tarde harán recuento -dijo Ulises-. Y empezarán a buscar a los soldados perdidos, podéis estar seguros.
– ¿Y qué hacemos? -preguntó Awina.
– Si no empiezan a buscar antes del anochecer, saldremos de aquí. Volveremos a la selva de arriba. Si nos encuentran antes, nos enfrentaremos con una buena batalla.
No añadió que los hombres murciélago podían simplemente rendirlos por hambre.
Jyuks contestó a algunas preguntas. A otras simplemente se negó a contestar. Era una criatura tan frágil que podía soportar muy poco dolor. Cuando el dolor le resultaba excesivo, se desmayaba. Y cuando le reanimaban y volvían a torturarle, se desmayaba de nuevo.
No les diría dónde estaba la ciudad de los hombres murciélago. Les dijo que la ciudad encerraba el espíritu de Wurutana. Pero no les dijo lo que era el «espíritu» de Wurutana. Insistió en que no lo sabía. El nunca había visto a Wurutana. Sólo los príncipes de los hombres murciélago lo habían visto. Al menos, él suponía que lo habían visto. Nunca había oído a ningún jefe decir que hubiese visto a Wurutana. Siempre al espíritu de Wurutana. Aquel Árbol era el cuerpo de Wurutana.
Wurutana era el dios de los hombres murciélago. También de los hombres leopardo y de los hombres osos, aunque los sencillos wuggrudes tenían además numerosos dioses.
Ulises sintió curiosidad por la capacidad de control de Wurutana. Le preguntó si los jrauszmiddumes y los wuggrudes luchaban entre sí alguna vez:
– Oh, sí -dijo Jyuks-. Todas las tribus luchan con las de al lado. Pero ninguna nos combate a nosotros; todos obedecen la voz de Wurutana.
¿Y cuántos hombres murciélago había?
Jyuks no lo sabía. Insistió, incluso después de desmayarse varias veces, que simplemente no lo sabía. Sabía que eran muchos. Muchísimos. ¿Cómo no habían de serlo? Eran los favoritos de Wurutana.
¿Había gente como Ulises en la costa sur?
Jyuks no lo sabía, pero había oído decir que sí. Después de todo, la costa estaba a muchos vuelos de distancia, y sólo un grupo reducido de los hombres murciélago llegaban tan lejos.
Por fin llegó la oscuridad. Jyuks estaba de nuevo inconsciente. Los hombre murciélago habían dejado de volar por los alrededores. Ulises pensó que debían estar investigando más allá, río abajo. Cuando descubrieran que habían perdido a dos de los suyos, no sabrían cuándo habían desaparecido. Y era casi imposible buscar allí en la oscuridad. En cuanto consideró que estaba lo bastante oscuro, dio la orden de marcha. Jyuks fue atado a la espalda de Ulises y se desmayó. Ulises le había dado palabra de que no le matarían si proporcionaba información. Si bien Jyuks no había contestado a todas las preguntas, había contestado a la mayoría. Y Ulises admiraba además el aguante y el valor del hombrecillo. Sabía que era peligroso ser sentimental con el enemigo, pero no tenía ningún deseo de matar a aquel pequeño ser. Además, podría utilizarle más tarde. Regresaron a donde habían escondido las balsas y los remos. Arrastraron las embarcaciones de nuevo hasta el agua y el grupo se lanzó por el oscuro río. La luz de la luna no penetraba muy hondo. En ocasiones, un rayo se filtraba por una avenida de ramas. En una ocasión, un pequeño rayo iluminó en el agua, delante de ellos, grandes objetos oscuros y redondeados. Hubo un bufido, y una aguja de agua brotó de una de las criaturas. Luego el agua se agitó y los cuerpos desaparecieron. Las balsas pasaron por allí mientras sus ocupantes esperaban, tensos y ansiosos, a que las grandes ratas acuáticas apareciesen junto a las balsas, o, peor aún, debajo de ellas. Pero las balsas pasaron sin que nadie las molestase.
Ulises vio varias veces las líneas, al parecer interminables, de un cocodrilo sin patas deslizarse desde los matorrales negro plata al agua negro plata. Esperó la violenta aparición de una cabeza de cortas quijadas y muchos dientes ante la balsa y el cerrarse de los dientes alrededor de la pierna de alguien… o de él mismo. O el latigazo de una poderosa cola en la oscuridad y el estallido del hueso y la carne hecha pulpa y el cuerpo lanzado contra el agua.