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Pasaron más kilómetros sin incidentes. Pájaros y animales desconocidos lanzaban sus extraños gritos. Luego la corriente se aceleró y avanzaban tan deprisa que los remeros no tenían necesidad ya de empujar contra el fondo. Ahora se ocupaban afanosamente de accionar sus remos sobre la orilla para que las balsas no chocaran con ellas.

La gran rama estaba inclinada hacia abajo casi en vertical aunque la inclinación no podían advertirla en la oscuridad los balseros. Si no hubiese sido por la aceleración de la velocidad de la corriente, no habrían creído que hubiese desnivel alguno.

A Ulises la velocidad le agradaba, pero le preocupaba también. Se acuclilló junto al atado Jyuks y le mojó la cara. El agua hizo abrir los ojos al inconsciente hombre murciélago.

– Tengo sed -masculló.

Ulises echó más agua en su calabaza y alzo la cabeza de Jyuks para que pudiese beber.

– Creo -dijo luego- que el río va a convertirse muy pronto en una catarata. ¿Qué me dices tú?

– No sé -contestó hoscamente Jyuks-. No sé nada de ninguna catarata.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Ulises-. ¿Qué desconoces esta zona o que no hay ninguna catarata al final del río?

– No volé hasta el final de esta rama cuando vine -respondió Jyuks.

– Bueno -dijo Ulises-, tendremos que resignamos a avanzar sin saber si hay catarata o no. Quiero salir de aquí lo más deprisa posible, y seguiremos en las balsas mientras podamos. Podría ser difícil, pero no imposible, espero, desviar las balsas en el último momento.

No había segunda intención en sus palabras. Pero Jyuks no estaba tan ofuscado por el dolor que no pudiese darse cuenta de lo que podría suceder. En una emergencia, Jyuks, con las piernas y las manos atadas, dependería de que algún otro se decidiese a llevarlo a la orilla. Quizás no tuviesen tiempo bastante para que alguien le transportara o le tirara a la orilla, si alguien se sintiese inclinado a hacerlo.

Al cabo de un rato Jyuks habló de nuevo. Era evidente que se odiaba a sí mismo. Quería mantener la boca cerrada y aguantar lo que llegase. Pero era incapaz de afrontar la muerte al final de la rama. Quizás, pensó Ulises, hubiese para él algo especialmente aterrador en morir en el agua.

– A juzgar por la corriente -dijo lentamente-, debemos de estar a unos cuatro kilómetros del final. Donde está la primera catarata.

Ulises consideró la posibilidad de que Jyuks no estuviese asustado. Podía estar mintiendo para poder atraparlos a todos, enviarlos a todos a una muerte segura, incluido él.

– Seguiremos kilómetro y medio más -dijo Ulises-. Luego abandonaremos las balsas.

Había luz bastante para que pudiese ver la cara de Jyuks. De vez en cuando, la luz aumentaba cuando los rayos de luna penetraban por los resquicios entre hojas y ramas y troncos miles de metros por encima de ellos. La expresión del hombre murciélago era tan inescrutable como un trozo de cuero.

En aquel momento, un grito hizo incorporarse a Ulises y alzó un escalofrío hasta su nuca. Se volvió para ver lo que Awina señalaba. Era un enorme árbol que brotaba de una gran hendidura cubierta de barro a unos cincuenta metros de distancia. Tenía sólo unos veinte metros de altura, pero se extendía horizontalmente hasta unos treinta o más, a ambos lados del inmenso tronco. El grito procedía de algo situado en una de sus ramas. Un momento después vio cuál era su origen. Una serie de cuerpos oscuros se lanzaron desde la oscura forma de hongo al abismo bajo la gran rama a cuyo borde crecía el árbol. Grandes alas coriáceas se abrieron, agitándose con firmeza para elevar a aquel ser por encima de las balsas. Y al minuto siguiente había varios más.

Ulises sólo podía hacer una cosa. Si su gente se mantenía en las balsas, estaría expuesta a un ataque desde arriba. Peor aún, tendrían que abandonar las balsas más tarde mientras los atacaban y en condiciones que harían muy difícil la defensa.

Lanzó una orden, y los remeros de la parte exterior de las balsas empujaron vigorosamente contra el fondo. Las balsas avanzaron hacia las orillas, y los que estaban en el borde de ellas saltaron y se agarraron a los matorrales. Entre tanto, Ulises había comenzado a arrojar las cajas más pesadas por el aire a la orilla. Rezaba porque el impacto no hiciese explotar la inestable pólvora negra. Las cajas de las bombas cayeron entre el follaje sin reaccionar.

Luego levantó a Jyuks y lo alzó con un esfuerzo que hizo inclinarse hacia su lado la balsa. El pequeño hombre murciélago cayó chillando, de bruces, sobre un espeso matorral. Wulka, un wuagarondite le cogió.

Por entonces, ya descendía sobre la balsa el primero de los hombres murciélagos, con una corta jabalina en sus pequeñas manos. No llegó a situarse sobre ellos; una flecha atravesó su pecho y cayó con un sonoro chapoteo. Una gran masa sin patas se lanzó al agua desde los matorrales de la orilla opuesta, entre gruñidos.

Ulises disparó una vez, advirtió que la flecha había atravesado el hombro de un hombre murciélago, y luego se volvió y se lanzó a la orilla sin esperar a ver la caída de su enemigo. Sostuvo el arco con la mano derecha y se agarró a una rama con la izquierda. Su mano se cerró sobre una rama espinosa, y lanzó un grito de dolor. Pero no se soltó.

Algo golpeó la oscuridad junto a su pie derecho. Un proyectil tirado, o dejado caer, por uno de los hombres alados. Luego se hundió en la espesura sin pensar en los posibles daños que las ramas pudieran hacer a la aljaba o al arco. Una vez entre la espesura, avanzó a través de la vegetación hasta que le cubrió por completo un matorral grande y tupido. Llamó a sus jefes y a Awina hasta que todos le contestaron. En respuesta a otras órdenes suyas, se abrieron paso entre la espesura hasta situarse cerca de él. Durante este tiempo, los hombres murciélago habían estado haciendo pasadas sobre la selva y arrojando o dejando caer azagayas, dardos y pequeñas flechas. Nadie resultó herido, y al cabo de un rato los hombres murciélago abandonaron su bombardeo a ciegas. Estaban perdiendo demasiadas armas.

Entre tanto, los arqueros habían derribado a cinco de los hombres murciélago. Los restantes se retiraron al árbol a celebrar consejo.

Pese a su retirada, tenían aún el control de la situación. Sus enemigos sólo podía alejarse en una dirección y luego tendrían que descender por el tronco o subir por él hasta otra rama. Si hacían esto, quedarían expuestos a un ataque, y los hombres murciélago podrían liquidar a todo el grupo con pocas bajas por su parte o quizás ninguna.

Si el enemigo continuaba oculto en la densa vegetación de aquella rama, no haría más que aplazar lo inevitable. Los hombres murciélago mandarían por más soldados y, al final, les desalojarían. Sobre todo porque su área de caza sería reducida y acabarían muriendo de hambre, si los hombres murciélago no se molestaban en provocar una batalla directa.

Ulises había intentado contar a sus enemigos mientras planeaban en la oscuridad salpicada de luz lunar. Calculó que serían sobre un centenar. De momento, habían desaparecido dejando sólo seis centinelas que seguían volando por encima manteniéndose siempre fuera del alcance de las flechas.

Ulises se acuclilló bajo la espesura e intentó determinar lo que podían hacer. Y mientras pensaba, percibió un murmullo muy leve. Pidió a todos los que le rodeaban que se callaran y, al cabo, creyó identificar el ruido. Tenía que ser el estruendo de una catarata apagado por la distancia.

Dio órdenes a quien tenia más cerca, Awina, para que las transmitiera. Hubo cierta dilación porque el grupo, en su mayor parte, se resistía a abandonar su refugio. Tenían allí excelente protección, pero Ulises conocía a sus «hombres» y sabía lo que pensaban. Les explicó lo que pasaría en el futuro si no salían de allí. Una vez explicado, reaccionaron con bastante rapidez. No vivían gran cosa en el futuro; les costaba trabajo ver más allá de su situación presente.