El final de la rama, o, más bien, el lugar donde ésta se inclinaba bruscamente en un ángulo de noventa grados respecto a la horizontal, quedaba a unos tres kilómetros de distancia. El grupo avanzaba lentamente por lo espeso de la vegetación y también porque tenían órdenes de moverse pausada y lentamente.
Ulises vio la espuma en blanco y negro a algo menos de un kilómetro de distancia. Había subido a un alto árbol para ver mejor, asegurándose al mismo tiempo de que no le viesen los hombres murciélago, que volaban de vez en cuando por arriba. Como había esperado, se elevaban de la catarata nieblas que se extendían hasta cierta distancia. Arriba en el árbol, el estruendo del agua cayendo no quedaba amortiguado por la espesura de la selva.
Estaba a punto de descender otra vez del árbol cuando vio a un hombre murciélago que pasaba volando. Se agarró al árbol e intentó pasar por una protuberancia de la corteza. La luz de la luna no le iluminaba directamente, aunque se filtraba lo suficiente a través de las hojas como para que la oscuridad fuese más plata que negro. El hombre murciélago pasó ante él, aleteando tan lentamente que casi parecía no mover las alas. Pero de pronto éstas comenzaron a batir más deprisa y el hombre murciélago se elevó. Volvió hacia el árbol, cruzando zonas salpicadas de oscuridad y de pálido amarillo, mientras los rayos de la luna brillaban sobre su cabeza calva y arrancaban reflejos de sus alas, que eran más oscuras que su cuerpo. Descendió justo hasta la parte superior de los matorrales, y luego voló de nuevo hacia arriba, batiendo las alas. Antes de aterrizar en la rama del árbol, al otro lado del tronco de Ulises, se detuvo. Y aterrizó sobre la rama con tanta suavidad como un búho.
No tenía garras con que asirse a la rama, pero extendió las manos y se sujetó a una rama más pequeña para conservar el equilibrio. Después de plegar sus alas, apartó la cara de Ulises. Llevaba al cinturón un cuchillo de piedra y en la mano un venablo. De una cuerda que llevaba al cuello colgaba un instrumento curvado. Ulises supuso que sería una especie de cuerno. El hombre murciélago se había situado allí para vigilar al enemigo. Si localizaba a alguien, avisaría a los otros con su cuerno.
No había ningún ruido abajo lo bastante fuerte para borrar allá arriba el suave trueno de la catarata. Los hombres de Ulises habían visto al hombre murciélago y esperaban acontecimientos. La selva parecía desierta.
Ulises abandonó su posición y comenzó a rodear el tronco. Su arco y su aljaba estaban al pie del tronco. Por fortuna estaban al otro lado del hombre murciélago y cubiertos por la sombra. Ulises sólo tenía su cuchillo, que llevaba entre los dientes. Tenía que sujetarse con ambas manos y avanzar muy lento. Aunque la catarata atronaba, no lo hacía tanto como para que el hombre murciélago, de finísimo oído, no pudiera percibir el rumor de las hojas o el chasquido de una rama.
El hombre murciélago continuaba sin mirar hacia Ulises, que avanzaba por la misma rama en que él estaba sentado. Y Ulises permanecía derecho, equilibrándose fácilmente, porque la rama era gruesa. Deslizaba un pie hacia adelante y luego levantaba el otro, echaba hacia adelante luego su pie adelantado y alzaba el otro, y así sucesivamente. Por fin, se detuvo y cogió el cuchillo que llevaba en los dientes con la mano. Las alas del hombre murciélago, semiabiertas, se agitaron levemente y luego se inmovilizaron otra vez. En ese instante, Ulises vio el agujero en la membrana del ala derecha. Y reconoció el perfil de aquella cabeza y la forma de los hombros. Era Ghlij.
Su intención de matar se desvaneció. Ghlij podía serle útil.
Matarle sería más fácil que capturarle. Tenía que asegurarse de que podía inmovilizar a Ghlij y al mismo tiempo impedir que cayera. Aunque Ghlij pesaba sólo unos veinticinco kilos, podía herirse o incluso matarse cayendo desde diez metros de altura. Ulises tenía que asegurarse también de no abalanzarse demasiado bruscamente sobre él para que no cayeran los dos.
Se aproximó muy lentamente, temeroso de que el hombrecillo percibiera que la rama cedía bajo sus casi cien kilos. Pero Ghlij no estaba en el extremo de la rama, sino hacia la mitad, donde era aún gruesa. Y Ulises pudo golpearle en la nuca, no demasiado fuerte, porque tenía miedo a quebrar aquel frágil cuello. Sin un rumor, Ghlij se desmayó y cayó hacia adelante, y Ulises tuvo que agarrarle con la otra mano. Llamó a los que estaban ocultos en la espesura, que se acercaron. Un momento después, dejó caer al inconsciente hombre murciélago sobre brazos que esperaban. En cuanto cayó. Ghlij fue atado y amordazado. Al cabo de unos minutos, abrió los ojos. Ulises se situó bajo la luz de la luna de modo que Ghlij pudiese ver quién le había capturado. Le miró con ojos desorbitados y se debatió intentado desatarse. Aun seguía haciéndolo cuando Ulises se lo echó a la espalda como si fuese un saco. Ulises dijo a Wulka, el jefe wuagarondite que estaba llevando a Jyuks, que se encargara de Ghlij de nuevo, y Wulka obedeció alegremente.
Recorrieron un kilómetro con la mayor rapidez posible. Ulises tuvo el honor de ser el primero en empezar a descender. Las nieblas le envolvían, no sólo ocultándole a los hombres murciélago que pronto podían aparecer, sino también a sus compañeros. Con la oscuridad y con las nieblas que surgían del abismo, apenas podía ver a un metro de él, ni hacia adelante ni hacia abajo. Su cuerpo se cubrió de gotas de agua y sintió frío. El agua hacía también resbaladiza la corteza, así como sus pies y manos.
Pero no había más remedio que descender. Si hubiese estado solo, o con gente que no le supusiera un dios, podría haberse mantenido fuera de la niebla corriendo el riesgo de que le viesen los hombres murciélago. Pero no podía eludir sus obligaciones ni faltar a su palabra.
– La niebla es nuestra protección -dijo-. Pero como todas las protecciones, todos los escudos, tiene sus desventajas. Exige un precio. Nos oculta de nuestros enemigos, pero encierra también sus peligros. Correremos el peligro de resbalar y tendremos que caminar a ciegas.
Tendrían también que avanzar muy lentamente, pensó, mientras tanteaba con el pie una proyección de la corteza que había debajo. Tenía las manos sujetas en unos salientes, un pie medio introducido en una hendidura, y el otro se movía alrededor de un borde o rugosidad. Por último, lo asentó, y bajó suavemente, asegurándose de que podía sostenerse, y luego bajó de nuevo el pie. Este proceso continuó durante un período interminable, y luego la oscuridad se hizo menos densa y pudo ver un poco más que antes.
Había bajo él una extensión sólida. Cuidadosamente, avanzó por ella, tanteando cada centímetro invisible de corteza con los dedos de los pies. La catarata rugía a su izquierda y el agua salpicaba su pie izquierdo. Saltó al percibir el roce de algo, y esgrimió su cuchillo. Confusamente, vio la esbelta y pequeña figura en blanco y negro de Awina. Esta se aproximó más, sus ojos grande y redonda oscuridad. Él apartó el cuchillo, y ella se apoyó en él. Tenía la piel húmeda, pero al cabo de un minuto sus cuerpos comenzaron a calentarse mutuamente. Ulises recorrió con su mano la redonda cabeza de Awina y palpó las húmedas y sedosas orejas y recorrió luego su espalda. Parecía más al tacto una rata ahogada que el suave ser deliciosamente peludo que había conocido.
Brotaron de la niebla otras personas. Se apartó de Awina y se puso a contarlos según aparecían. Estaban todos.
Ghlij comenzó a agitarse. Había estado tan inmóvil como un saco de carne durante el descenso, pero ahora debía pensar que estaba lo bastante seguro para moverse y avivar de nuevo la circulación de su sangre. Ulises se lo había quitado de la espalda y le había desatado las piernas. El hombrecillo saltaba por allí sobre sus flacas piernas y sus grandes pies vigilado por dos wuagarondites dispuestos a ensartarlo al menor intento que hiciese de correr o volar.