Ulises salió cuidadosamente de entre la niebla. La cima de la catarata quedaba a unos doscientos metros de altura. No se veía ningún hombre murciélago. Sólo los matorrales y los laterales de los inclinados árboles quebraban el borde de la parte superior de la rama. Ulises se volvió y vio que la rama continuaba en un plano horizontal hasta perderse de vista. Nada les impedía construir nuevas balsas y continuar por el río. Pero debían ocultarse en la selva hasta que volviera a caer la noche. Podían dormir parte del día, aunque tenían que dedicar algún tiempo a cazar. Estaban quedándose sin alimento.
Al anochecer, sin sueño ya pero acuciados por el hambre, organizaron cuatro partidas de caza. Una hora después, desollaban un cocodrilo sin patas, una rata gigante, dos grandes cabras rojas y tres grandes monos.
Comieron bien aquella anoche, y todos se sintieron mucho mejor. Cortaron troncos y los ataron y luego se echaron al río. Antes del amanecer llegaron a otro declive profundo de la gran rama y a otra catarata. Descendieron, pero se mantuvieron fuera de la niebla y al amanecer llegaron al fondo de otro riachuelo; después de dormir y de cazar otra vez, hicieron huevas balsas. El fondo de la tercera catarata resultó ser también el final de Árbol, o, como Awina decía, los Pies de Wurutana.
Los grandes troncos, ramas y demás vegetación que crecía sobre ellos hasta una altura de tres mil metros formaban una estructura que sólo permitía pasar unos pocos rayos de sol. Reinaba allí a mediodía una profunda penumbra, y por las mañanas y las tardes una especie de noche, como si una tormenta de plumas de cuervo llenase los espacios que había entre las gigantescas columnas y contrafuertes que se hundían en la ciénaga. El suelo que había bajo el Árbol recibía las precipitaciones de las cataratas y del agua de lluvia que no absorbían las ramas y las hojas colosales del Árbol y la vegetación que crecía sobre él. Se había formado en la base del Árbol una ciénaga, una inmensa e inconcebible ciénaga. La profundidad del agua variaba de unos dos centímetros y medio a varios metros, los bastantes para que un hombre se ahogara. De aquella agua y de aquel barro, crecían extrañas plantas de tonos pálidos y rojizos y desagradable olor.
La penumbra les mostraba imágenes de pesadilla. Grandes trozos de corteza, muchos de ellos del tamaño de una cabaña, habían caído de los lados del Árbol y habían llegado hasta abajo, golpeando ramas y troncos y haciendo desprenderse otros trozos de corteza. El Árbol, como la Serpiente Mundo de la mitología nórdica, cambiaba de piel. La corteza estaba siempre pudriéndose, y luego se desprendía, bien para caer en las poderosas ramas, acabando allí de pudrirse, bien para descender como fría y negra estrella a hundirse en el agua y el cieno del pantano del fondo. Allí, medio hundida, la corteza se descomponía e insectos y gusanos que infestaban aquel mundo en penumbra la agujereaban y construían sus casas en ella.
Había largos y delgados gusanos color cadáver de cabeza peluda; escarabajos de un azul intenso armados de inmensas mandíbulas; animales de alargado hocico parecidos a las musarañas, de agudos dientes; escorpiones de un amarillo pálido; luminosas serpientes escarlata y negro con pequeños cuernos en el centro de sus cabezas triangulares; había criaturas de muchas patas, blandos cuerpos, docenas de antenas y gran longitud que emitían un gas hediondo que producía una sonora explosión al brotar; y toda una hueste de otros animales repugnantes. Los grandes fragmentos rotos de corteza, que yacían por todas partes, en la oscuridad como grandes peñascos dejados atrás por la retirada de un glaciar, estaban atestados de vida agusanada y venenosa.
Alrededor de las cortezas crecían pequeñas plantas finas y sin ramas; producían un fruto de un amarillo verdoso y en forma de corazón que brotaba de hendiduras que se formaban en las córneas vainas de las plantas. Había también una hierba espesa y pegajosa que se proyectaba medio metro por encima del agua cenagosa de abajo. Sobre ésta planeaba de vez en cuando un insecto de cuerpo y anchas alas color piel de hombre recién muerto; tenía la cabeza blanca con dos marcas negras redondas y una marca negra curvada hacia abajo bajo las otras dos, de modo que parecía un cráneo. Volaba silenciosamente, a veces rozando sólo a un miembro del grupo con la punta de las alas y haciéndole caer. Pero movimientos y ruidos quedaban apagados. La gente hablaba muy quedamente, susurrando las más de las veces, y nadie reía. Sus pies se hundían en el agua y el barro que había bajo ella y los alzaban lentamente, casi como disculpándose, para que el chapoteo fuese apagado y suave. Procuraban mantenerse agrupados y nadie quería alejarse entre los matorrales o quedarse detrás entre los altos troncos de un azul pálido y grisáceo para hacer sus necesidades.
Ulises había pensado, al principio, no eludir el pantano. Aunque el avance era lento y difícil, aquel lugar parecía más deseable que la zona superior, donde había demasiados enemigos de especies inteligentes. Pero un día y una noche entre los Pies de Wurutana fue suficiente para él y más que suficiente para los suyos. A la mañana siguiente, cuando una rana color sangre saltó de un trozo de corteza a su hombro y luego al agua que le llegaba hasta el tobillo, decidió que no podía más. Habían intentado dormir en un trozo de corteza tan grande como un pequeño castillo. Pero toda la noche les habían molestado las criaturas que brotaban de los agujeros de la corteza y los extraños ruidos de los animales de la ciénaga.
Decidió que les conduciría de nuevo hasta la rama más próxima. Tuvieron que bordear una amplia zona que parecía llena de arenas movedizas, por lo que no llegaron hasta mediodía a una columna de áspera superficie que se hundía en el pantano desde las alturas. Alegremente, comenzaron a ascender, y hacia el anochecer habían llegado a una porción prometedoramente horizontal de una rama. Había en ella un riachuelo que, sin embargo, parecía ponzoñoso. Su agua era carmín.
Ulises lo examinó y descubrió que el color se debía a millones de pequeñas criaturas, tan pequeñas que resultaban casi invisibles aisladas. Ghlij, que había decidido hablar por entonces, dijo que aquellos animales desovaban una vez al año. No sabía de dónde venían ni adonde iban. Las aguas de los ríos y los estanques se mantenían rojas durante una semana aproximadamente y luego se aclaraban otra vez. Entre tanto, servían como comida a los peces, pájaros y animales de la jungla. Les recomendó hacer una sopa con ellos.
Ulises siguió el consejo, pero obligó a Ghlij a tomar primero la sopa. Después de pasar varias horas sin ningún resultado desagradable para el hombre murciélago, Ulises permitió que todos comieran. El también comió y la sopa le pareció alimenticia y sabrosa. Durante los días siguientes, mientras remaban en sus balsas, sólo comieron de aquellos animales color carmín que no tenían más que recoger del agua. Al no tener que pararse a cazar avanzaban mucho más deprisa. Recorrieron unos setenta y cinco kilómetros, descendiendo tres cataratas, antes de llegar al nivel más bajo del riachuelo. Por entonces los animales carmín habían desaparecido.
Cuando ascendieron de nuevo, Ulises, actuando en parte por capricho y en parte por curiosidad, les llevó lo más alto posible. La ascensión duró tres días, en que tuvieron que escalar la rugosa y usurada superficie del tronco vertical. De noche dormían en una proyección de la corteza lo bastante grande para poder mantenerse todos juntos. Al tercer día, escalaron entre nubes y sólo se vieron libres de ellas hacia el anochecer. Pero por la mañana las nubes habían desaparecido y pudieron contemplar el abismo. Estaban a más de tres mil metros de altura. El tronco continuaba elevándose durante unos mil metros más, pero no tenía sentido que continuasen más arriba. Hasta allí era hasta donde crecían las ramas. Aquella rama parecía prolongarse eternamente, y su declive era muy suave.
De la unión entre la rama y el tronco brotaba una fuente, y a ésta se añadían otras luego, de forma que a un kilómetro el río resultaba navegable.