Cada kilómetro o así, la rama tenía un sector vertical que descendía hasta el fondo (o al menos no le veían fin) o bien se unía a otra rama más abajo.
Para impedir que los hombres murciélago volaran, Ulises había agujereado las membranas de sus alas y las había atado con tiras de cuero. Les había obligado a subir por el tronco solos, pues pesaban demasiado para que los transportase nadie en una ascensión tan prolongada. Iban en mitad de la fila que ascendía por la rugosa corteza para que no intentasen escapar. Eran tan ligeros que podían ascender mucho más deprisa incluso que los ágiles wufeas.
Ulises dio orden de acampar. Descansarían varios días, cazando y explorando los alrededores. Esperaba encontrar otro agujero en un tronco y tener posibilidad así de experimentar con la membrana de comunicación interna. Desde su experiencia con los gigantes había estado buscando constantemente agujeros. Estaba seguro de que tenía que haber millares, pero no había visto ninguno. Según los hombres murciélago, los había por todas partes. Resultaba irritante saber esto y sin embargo no ser capaz de encontrarlos. De todos modos, estaba también seguro de que todos los agujeros estarían guardados por los gigantes o. los hombres leopardo. No podía, en realidad, exponerse a otro encuentro con ellos si superaban en número a su grupo. Pero, de todos modos, estaba ansioso de encontrar una membrana de comunicación. Ahora ya conocía el código. El lenguaje era el idioma comercial, y el código similar al Morse, pues usaba una combinación de sonidos largos y breves.
Había sabido esto por Ghlij durante las noches en que todos deberían haber estado descansando de los esfuerzos del día. Jyuks se había negado en redondo a explicarle el código. Dé hecho, se negó incluso a admitir que hubiese algo parecido a un código. Pero Ghlij era distinto. Su umbral de dolor era más bajo, o menor el vigor de su carácter. O era más inteligente que Jyuks y comprendía que tenía que decir algo. Así que, ¿por qué no contarlo ya y ahorrarse dolores inútiles?
Jyuks maldijo a Ghlij y le llamó traidor y cobarde, y Ghlij dijo que si no se callaba le mataría a la primera oportunidad. Jyuks contestó que mataría a Ghlij a la primera oportunidad que él tuviese.
Aunque Ghlij reveló el código, no reveló (o no pudo) el emplazamiento de la base central de los suyos. Juró que tenía que estar a suficiente altura del Árbol para ver ciertas claves orientadoras que pudiesen guiarle hasta la base. Estas claves eran altos troncos cuyas hojas crecían siguiendo una norma que sólo podía determinarse situándose a unos ochocientos metros por encima de ellas. Podían incluso estar debajo de ellos en aquel momento, pero desde allí él no podía determinar si lo estaban o no.
Ulises se sacudió la desilusión. No tenía planes de atacar la base aunque supiese su emplazamiento. Carecía de fuerza suficiente para un ataque. Pero le hubiese gustado saber dónde estaba para cuando tuviese fuerzas suficientes poder atacarla. De un modo u otro descubriría su situación.
Estaba sentado, con la espalda apoyada en un trozo relativamente suave de corteza desprendida, con una gran hoguera a unos tres metros de él. Era casi de noche. Debajo, era noche. El cielo estaba aún azul, y las nubes distantes tenían un tono rosado, verde luminoso y gris hosco. Los gritos y chillidos de los animales de cazadores y cazados, se entremezclaban como pesadillas casi olvidadas de lo vagas que eran. Junto a él estaban los dos hombres murciélago, uno junto a otro, pero sin hablarse ni mirarse siquiera. Los wufea, wuagarondites y alkumquibes estaban alrededor de seis grandes hogueras. Había centinelas apostados en las ramas y también ocultos en salientes de la corteza a los lados de ésta. El sabroso aroma de la carne y el pescado asado llenaba el aire. Había salido una partida de caza rama adelante un rato atrás y vuelto con tres cabras de cuatro cuernos y pelo dorado, diez grandes peces (arrebatados a un gran felino con manchas negras y grises que los había cazado), sacos llenos de diferentes tipos de frutos y tres grandes monos muy peludos.
Los cazadores habían informado que la vegetación de la parte superior de la rama consistía principalmente en gruesos abetos, matas de fresas, una hierba que llegaba hasta la rodilla y que crecía en la tierra atrapada en las fisuras y un musgo que llegaba hasta el tobillo. En el riachuelo había abundancia de peces, pero no había snoligósteros ni ratas gigantes. Los principales predadores parecían ser los pumas negros y grises, un pequeño oso y varios tipos de nutria. Los demás animales eran las cabras y los monos.
Comieron bien aquella noche y durmieron lo más cerca de la hoguera que pudieron sin quemarse. A aquella altura, hacía mucho frío en cuanto desaparecía el sol.
Por la mañana, comieron para desayunar los restos de la cena y comenzaron luego a construir las balsas. Cortaron abetos, que sólo alcanzaban unos siete metros de altura, y construyeron balsas. Y se embarcaron en ellas con grandes ánimos y grandes esperanzas.
Por una vez, no se vieron desilusionados o engañados. El río les llevó a un ritmo agradable durante unos veinte kilómetros y luego concluyó en un ensanchamiento de la rama. Allí el río no se precipitaba por un declive de noventa grados en una catarata. Simplemente se derramaba por los lados de aquella amplia zona, bloqueado por una ascensión de la rama. El grupo desmontó las balsas y transportó los troncos por el repecho, que ascendía en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. Una vez arriba, se encontraron con otro arroyo que pronto se convirtió en río. Ataron de nuevo los troncos y dejaron que la corriente les llevara. Esta operación la repitieron diez veces. Luego la rama recorrió la extensión más larga sin interrupciones que habían visto hasta entonces. Se prolongaba durante unos veinte kilómetros, y el descenso fue tan suave que el agua simplemente se derramaba en la ciénaga. Ulises calculó que debían haber recorrido unos cuatrocientos kilómetros por aquella rama. Ghlij dijo que habían tenido mucha suerte encontrándola. Había muy pocas así.
Subieron de la ciénaga húmeda, fría y nauseabunda hasta que hallaron una rama prometedora a unos dos mil metros de altura. Diez días más tarde, llegaron a una catarata, cuyo pie estaba a unos mil ochocientos metros por debajo de ellos. Y allí concluía el Árbol.
Ulises se sintió un poco desconcertado y un poco irreal. Había llegado a acostumbrarse a que el mundo fuese un árbol gigantesco con muchos niveles de ramas entremezcladas, troncos que parecían elevarse hasta el cielo y densa vegetación, hasta el punto que había concebido el mundo como sólo… Árbol.
Ahora había ante él una llanura que se extendía quizás a lo largo de ochenta o noventa kilómetros, y más allá las cimas de los montes. Al otro lado de la cordillera, si Ghlij no mentía, estaba el mar.
A su lado estaba Awina, lo bastante cerca para que su peluda cadera le rozase. Su larga cola negra se balanceaba acariciándole de vez en cuando las piernas por detrás.
– Wurutana nos ha dejado libres -dijo ella-. No sé por qué. Pero él tiene sus razones.
Ulises se enfureció.
– ¿Por qué no puedes pensar -preguntó- que nuestro éxito se debe a mis poderes como dios?
Awina se detuvo y le miró de reojo. Sus ojos eran enormes como siempre, pero las pupilas se habían achicado.
– Perdonadme, Señor -dijo-. Os debemos mucho. Sin vos habríamos perecido sin duda. Pero aun así, sois un dios pequeño comparado con Wurutana.
– El tamaño no significa necesariamente superioridad -replicó él.
Estaba enfurecido, pensó, no porque ella negase o menospreciase su divinidad. No estaba, desde luego, tan loco. Era sólo que deseaba que le rindiesen el tributo adecuado por haber conseguido sacarlos de allí. Que le honrasen como a un ser humano, aunque él se viese obligado a hablar en términos de divinidad.
Quería que Awina, sobre todo, reconociese esto. Pero, ¿por qué lo deseaba? ¿Por qué sería tan importante para él aquella criatura bella pero extraña, aquel ser inteligente pero no humano?